La Voz sigue con su perorata.
Su nombre es Jones —su nombre profesional, claro está— y tiene formación médica —en realidad, es neurólogo—, de modo que conoce todos los nervios del cuerpo humano. Muy pronto, incluso de niño, se sintió fascinado por el fenómeno del dolor. Qué era. Cómo se registraba en el cerebro. Si se podía ejercer alguna influencia química en el cerebro para bloquear la percepción del dolor y, en tal caso, si el dolor existía con independencia de la percepción.
Era algo similar al viejo interrogante con respecto a un árbol que cae en el bosque sin que haya nadie presente para oírlo. Si había dolor, pero el cerebro no lo percibía, ¿seguía siendo dolor? Sea como fuere, sus primeros trabajos tuvieron que ver con la disminución o la supresión del dolor —noble intento, sin duda—, pero, a medida que continuó con su investigación, no tuvo más remedio que advertir que, a nivel visceral y en oposición al nivel intelectual, también le interesaba provocar dolor.
Observó por primera vez en una manifestación sexual —como ocurre con tanta frecuencia, ¿no está de acuerdo, señor Daniels?— que empezaba a obtener placer a partir del dolor. No del suyo, claro está, sino del ajeno. Al principio conseguía participantes dispuestas entre la sumisa comunidad de masoquistas: mujeres que descubrían que la liberación de endorfinas causada por un dolor de leve a moderado les provocaba o incrementaba el placer orgásmico. Aquella era la relación simbiótica perfecta, porque infligir dicho dolor a él le producía sensaciones físicas intensas.
Boone se da cuenta de que la furgoneta hace un giro brusco a la derecha.
¡Ay! Estas sensaciones —como ocurre con el consumo de drogas o de alcohol— también estaban sujetas a la ley de los rendimientos decrecientes: cada vez necesitaba causar más dolor para producir un resultado cada vez menor y menos satisfactorio y no tardó en quedarse sin compañeras dispuestas a soportar tal nivel de sufrimiento. Se dedicó a las prostitutas, desde luego —afortunadamente, hay gran cantidad de burdeles, sobre todo en Europa, que se especializan en sadismo—, y aquello le resultó satisfactorio durante muchos años, hasta que su adicción requirió dosis cada vez mayores y dejó de ser bien recibido incluso en los establecimientos más tolerantes. Durante algún tiempo encontró la respuesta en Asia y en África, donde la desesperación de la pobreza ponía sujetos a la venta, pero, lamentablemente, uno no nada en la abundancia.
Boone siente el traqueteo de un camino sin pavimentar. Sea donde fuere que se dirijan, deben de estar a punto de llegar y siente miedo de verdad, siente que se pone a temblar.
Por consiguiente, tuvo que combinar su oficio con su vocación, si el señor Daniels le perdona el tópico, y se llevó una agradable sorpresa al encontrar gran cantidad de clientes ansiosos, de hecho, por contratar sus servicios a una tarifa más que razonable.
Era la combinación perfecta de personalidad con profesión, de experiencia con exigencia. Le ha proporcionado un buen pasar, bienestar económico, viajes internacionales y un placer puramente físico que supera la imaginación de quienes están limitados por las restricciones de la moralidad ramplona. Esa es la recompensa, señor Daniels, para aquellos escasos individuos dispuestos a hacer frente y a reconocer su auténtica naturaleza y a vivir la vida en función de esa conciencia que tanto cuesta adquirir. Después de soportar el tormento del odio a sí mismo y la recriminación, alcanzó merecidamente las capas celestiales enrarecidas de la mera acción.
Y sigue así, sin parar.
Historias bélicas.
Los soldados rebeldes en Congo, los comerciantes en diamantes de Burkina Faso, la monja comunista en Guatemala, los secuestradores en Colombia, la estudiante argentina cuyos gritos implorando misericordia producían…
La furgoneta aminora la marcha y se detiene.
—Ah, bien. Ahora los carteles de las drogas… Los carteles de las drogas han dado un gran impulso al negocio. Son, podríamos decir, una garantía de empleo permanente. Sus conflictos, sus rivalidades, sus luchas por el poder…, la mera intensidad y la duración de sus odios, la barbarie sin fundamento de su tosca brutalidad… dan lugar a una demanda de dolor aparentemente ilimitada. Es un mercado favorable al vendedor.
»Lo del geólogo, el señor Schering, fue decepcionante. Un “golpe” sencillo, me dijeron, porque había que hacerlo parecer otra cosa, como usted sabe, señor Daniels.
»En cambio, el señor Blasingame… ¡Ahhhhh! Los huesos del pie, como tal vez sepa, son sumamente sensibles…, diría que tienen una sensibilidad muy aguda al dolor… y la aplicación, con un poco de fuerza bruta, de un objeto simple, por ejemplo un martillo, produjo una reacción impresionante. Partirle los dedos fue un entretenimiento para el segundo acto, un escalofrío superfluo, si uno tiene en cuenta el desenlace: cortarle las manos con una sierra sin las ventajas de la anestesia. Reconozco que ha habido un poco de sharía, pero era lo que querían los mexicanos: enviar un mensaje pour encourager les autres, en cierto modo. La expresión de absoluta incredulidad de su rostro resultaba encantadora.
»Es que en este mundo nuestro hay, ¿sabe usted?, algunas personas que piensan que a ellos no puede sucederles nada malo; por eso, la primera vez que entró la hoja, su grito fue tanto de indignación como de sufrimiento físico. Por supuesto, eso no duró mucho, no durante toda la amputación y mucho menos la cauterización, que lo hizo padecer todo aquel martirio creyendo que habíamos acabado con él, una creencia que, mucho me temo, no me tomé la molestia de desmentir. Gritó y sollozó y perdió el conocimiento, pero, cuando lo hicimos volver en sí, me agradeció que le hubiese perdonado la vida. Entonces comenzamos con la otra mano.
»Creo que la mera desilusión lo dejó totalmente abatido, por más que le aseguré que “ya estaba”, que su castigo prácticamente había acabado, si conseguía sobrevivir lo suficiente, y que muchos hombres han vivido una vida útil, etcétera… Se horrorizó cuando le metimos la tierra en la boca: otro mandato de mis empleadores mexicanos, pero creo que sintió bastante alivio cuando le pegué un tiro.
»Y así llegamos hasta usted, señor Daniels —dice Jones.
»Qué insensatez, qué descuido por su parte, señor Daniels. ¿Cómo se le ocurre inmiscuirse con personas que le costarían al cartel de Baja muchos millones de dólares? He infligido una agonía inenarrable a personas que le han costado cantidades insignificantes. ¿Se hace alguna idea de lo que he imaginado para usted?
Jones se agacha y le arranca la cinta adhesiva de los ojos.
Boone parpadea, momentáneamente enceguecido, y después ve los ojos con gafas que lo miran desde arriba. Son de color azul claro, brillantes y cargados de violenta energía sexual. Jones es un hombre maduro, de cabello castaño claro, ralo en la coronilla, con arrugas en torno a los ojos. Está impecablemente afeitado y, a pesar del calor de agosto, lleva una corbata de punto anudado, camisa blanca y una americana de hilo.
Un auténtico caballero.
—Me mira usted de una manera extraña —dice Jones—. ¿Por qué?
Tal vez porque tiene un punto de color rojo vivo en la frente.