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Boone empieza a quedarse dormido.

Cuando deja de sacudirse, el mundo se queda muy quieto y en paz, como si la Madre Océano lo sostuviera en su regazo y le cantara una canción de cuna, un zumbido que late como los sonidos de las ballenas o de los delfines. Siente calor, como si estuviera dentro de un capullo, y recuerda que muchas veces ha dicho que le gustaría morir en el mar, en lugar de en una cama y con un montón de tubos saliéndole del cuerpo. Ha dicho muchas veces, en aquellas conversaciones del Club del Amanecer, que, cuando le llegara la hora, simplemente nadaría mar adentro hasta que, agotado, ya no pudiera nadar más y después dejaría que el mar se ocupara del resto. Tal vez esto sea un poco antes de lo previsto, pero es como meterse en una ola: mejor antes de tiempo que demasiado tarde.

Recuerda entonces que su madre le decía que ella surfeaba cuando estaba embarazada de él, que lo había llevado con ella en las olas más suaves, que se había zambullido bajo el agua para que él sintiera la pulsación y el tirón: él en el agua de su madre y ella, en el agua de la suya. Después de todo, de ella dicen que venimos, que nos hemos arrastrado a tierra desde las aguas salobres y que tal vez toda la vida sea un intento de regresar, no del polvo al polvo, sino de la sal a la sal. La marea sube y baja y el día que nos lleva consigo la gente dice que sube al cielo, que allí es donde está el paraíso, en lo alto, con el padre, pero es posible que uno no suba, sino que baje, pero no al infierno, sino a las profundidades del vientre de su madre, al azul intenso imposiblemente profundo y estaría bien y sería un mundo lejos del aire porque estás cansado de aguantar la respiración y esperas que haya aire más allá de la lucha y la esperanza, un mundo de silencio perfecto has pasado buenos momentos y has tenido buenos amigos y ha sido un placer en esta ola déjate ir…

Pero entonces oye a K2 que dice:

—Todavía no.