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—¿Vendrá ella? —pregunta Jones.

Bill Blasingame, con las muñecas y los tobillos sujetos con cinta adhesiva a una silla del comedor, mueve la cabeza de un lado a otro.

—No lo sé. Supongo que no.

Jones sonríe.

—Vaya por Dios —dice—. A mi jefe no le va a gustar nada.