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Monkey está colgado por los brazos de unas cadenas tendidas por encima de la cañería de la calefacción.

El hombre le vuelve a dar un codazo suave en el pecho y Monkey se balancea hacia atrás y hacia delante. Hace calor en la sala de calderas del edificio, pero el hombre va vestido con traje, camisa y corbata y no transpira en absoluto.

Monkey sí. El sudor le cae a chorros hasta el suelo y el hombre procura que no le moje los zapatos de piel cuando se acerca, mueve la cabeza de un lado a otro y dice:

—Marvin, Marvin, Marvin. Te llaman «Monkey», ¿no es cierto?

—¿Cómo lo sabe?

Jones sonríe y mueve la cabeza.

—Monkey, necesito que hables conmigo.

Su voz es suave, culta y amable, con un levísimo acento.

—He hecho todo lo que me ha pedido —dice Monkey.

Es verdad. Cuando acordaron el encuentro, fueron a verlo —aquel caballero y unos pandilleros mexicanos—, le pusieron una pistola en la cabeza y lo obligaron a sentarse delante del ordenador y borrar de la base de datos todos los documentos relacionados con Paradise Homes. Después lo llevaron al sótano, lo colgaron de la cañería de la calefacción y le preguntaron por qué le interesaba tanto aquel asunto.

—No me has dicho lo que quiero saber.

—Que sí —dice Monkey—. Le he dicho todo lo que ha hecho Blasingame. Le he dicho todo lo de Daniels.

—Pero no me has dicho con quién trabaja el señor Daniels —dice Jones—. Me has dado a entender que es bastante estúpido, a diferencia de ti. Él solo no habría podido reunir toda esta información como lo has hecho tú.

—Trabaja solo.

—Vaya por Dios, Monkey. —Jones vuelve a mover la cabeza de un lado a otro, se mete la mano en el bolsillo de los pantalones, saca un par de guantes quirúrgicos y se los pone con mucho cuidado—. Tú eres muy listo con los documentos, Monkey, y muy meticuloso. Sin embargo, has cometido un error funesto al depositar toda tu confianza en ellos. No te has dado cuenta de que hay gente cuyo nombre jamás aparece por escrito.

A continuación, mete la mano en el interior del bolsillo de su chaqueta y extrae una varilla metálica fina, sacude la muñeca y el bastón plegable alcanza toda su longitud: unos treinta centímetros.

—Creo que lo más corriente es que una persona en mi situación diga algo así como «no quiero hacerte daño», pero lo lamento por ti, Monkey, porque, en realidad, yo sí que quiero hacerte daño.

Y lo consigue.