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Bill Blasingame trata de comunicarse con Nicole.

La llama a su casa.

No contesta.

La llama al teléfono móvil.

No contesta.

La zorra lo tiene apagado.

Está como una moto. Primero matan a Phil Schering; después Bill recibe aquella llamada telefónica. Recuerda lo que le dijeron casi palabra por palabra: «Esto no puede seguir adelante. No puede permitir que esto siga adelante. ¿Comprende?».

Bill comprende. Conoce a la gente con la que trata.

«Pero puedo contenerla —pensó, después de la llamada—. Con Schering muerto, la única persona que queda que de verdad podría destapar esto es Nicole y ella sabe lo que le conviene.»

Aunque podría ser que la zorra imbécil no lo sepa. ¿Y si le da miedo? ¿Y si se vuelve codiciosa?

«Y ahora no contesta al teléfono. Mira el identificador de llamadas y no me hace caso. ¿Dónde coño estará? —se pregunta—. Vale, ¿dónde suele estar a esta hora? Dándole a la botella con sus compinches.»

Sale del edificio, cruza la calle y entra en el bar.

No se ha equivocado: el aquelarre vespertino del club de secretarias agraviadas está en su apogeo. Cuando se acerca a la mesa, no parecen demasiado contentas de verlo.

«Que les den», piensa y pregunta:

—¿Habéis visto a Nicole?

—Está fuera de su horario de trabajo —le responde una de ellas.

Zorra respondona.

—Ya lo sé —dice Bill—, pero ¿la habéis visto?

La respondona se ríe como una tonta.

—¿Ha mirado entre las sábanas? Un tío de lo más guapo no le quitaba los ojos de encima y la siguió cuando ella se marchó y no creo que la niña se oponga a un revolcón.

Bill regresa al edificio donde está su oficina, mira en el aparcamiento y no ve el coche de Nicole. Vuelve a llamarla al móvil y después a su casa, pero ella no responde.

«Fenomenal —piensa—. Yo estoy aquí, muriéndome, mientras la muy puta echa un polvete.»