—¡Qué bonito! —dice ella, mientras observa la puesta del sol—. Precioso. Por lo general, a esta hora todavía estoy trabajando…
—Te ayuda a ver las cosas con más objetividad —dice Boone. Deja pasar unos cuantos segundos y añade—: Nicole, necesito esos documentos.
—Son mi red de seguridad.
—Hasta que se entere de que están en tu poder. Entonces son un peligro.
Por regla general, si sabes dónde están enterrados los cadáveres, más tarde o más temprano vas a ser uno de ellos.
—¿Tú crees que él mató a Schering?
—¿Tú no? —pregunta Boone—. Precisamente tú eres la que mejor sabe de lo que es capaz, Nicole. Incluso podría estar pensando en lo que te dijo cuando estaba borracho.
—Ya lo sé.
—Si tengo los documentos, te puedo ayudar —dice Boone—. Te llevaré a un policía que conozco…
—No quiero ir a la cárcel.
—No irás —le asegura Boone—. En cuanto quede registrada tu declaración, se acabó. Estarás a salvo. Ya no tiene sentido que te hagan daño. Pero los documentos demuestran que lo que dices es cierto. Sin ellos…
—… no soy más que una secretaria guapa, tonta y farlopa. El no dice nada. No hay manera de responder a aquello. Ha dado en el clavo.
Nicole recorre el paisaje con la mirada: el largo tramo de costa en curva desde La Jolla Point hacia el sur, hasta más allá de Scripps Pier en dirección a Oceanside, con algunas de las propiedades inmobiliarias más valiosas del planeta, algunas de las cuales se han construido en unos terrenos en los que jamás se tendría que haber edificado nada.
—Se supone que tengo que confiar en ti —dice ella.
Él la comprende perfectamente. ¿Por qué habría de confiar en él o en un poli al que no conoce? ¿Por qué habría de confiar en un funcionario público? Ha visto como los sobornaban y los compraban e incluso ha contribuido a hacerlo ella misma.
De pronto, se le ocurre otra idea:
—¿Y cómo sé yo que no te ha enviado Bill? Después de todo, tú trabajas para él. ¿Cómo sé que no te ha enviado para averiguar lo que sé, para conseguir lo que tengo?
Está a punto de ser presa del pánico. Boone ya lo ha visto en otras ocasiones, no solo en los casos que investiga, sino también entre nadadores inexpertos, cuando están en aguas profundas. Se sienten abrumados, superados, agotados… y, cuando ven aparecer una ola más, les parece demasiado, se mueren de miedo y, a menos que haya alguien allí para sacarlos, se ahogan.
—No lo sabes —dice Boone—. Lo único que te puedo decir es que, al fin y al cabo, tienes que confiar en alguien.
Porque el océano es demasiado inmenso para atravesarlo solo.