La oficina de Permisos de Construcción del Condado de San Diego está situada en una calle de lo más anodina en un barrio suburbano anodino del North County y por lo general se conoce más por su situación que por su nombre. «Ruffin Road.»
Ruffin Road es como el limbo. Los burócratas de Ruffin Road han retenido planos de construcción durante años o simplemente los han perdido o traspapelado o archivado mal, de modo que no han vuelto a aparecer nunca más. Para justificar unas demoras interminables, los contratistas se limitan a decir: «He ido a Ruffin Road» o «Está retenido en Ruffin Road» y estas excusas se aceptan.
La gente de San Diego opina que Amelia Earhart, Jimmy Hoffa y el Santo Grial se podrían encontrar en Ruffin Road, si uno consiguiera que algún funcionario los buscase, y los más bromistas insisten en que Osama bin-Laden no está escondido en Bora Bora ni en Waziristán, sino que está archivado como «vin-Laden, Osama» en algún lugar de las entrañas de Ruffin Road.
En comparación con Ruffin Road, el Departamento de Vehículos Motorizados parece la ventanilla de un restaurante de comida rápida que atiende a los clientes desde el coche. Quienquiera que haya construido alguna vez una casa nueva, que haya remodelado una vieja o la haya reconstruido después de un incendio o un deslizamiento de tierras pronuncia «Ruffin Road» en voz baja, como se hacía antes con el Puente de los Suspiros, la Torre de Londres o la Inquisición.
«Tengo que ir a Ruffin Road» es una expresión que despierta compasión no exenta de alivio de que tenga que ir otro y no uno.
Corpulentos contratistas de techos —camorristas aficionados al alcohol que trabajan en los edificios más altos con una sonrisa desdeñosa— tiemblan delante del mostrador de Ruffin Road, con el sombrero metafórico en la mano, mientras esperan, quejumbrosos, a que algún inspector deposite en sus planos, literalmente, el sello de aprobación. Unos propietarios desesperados que, después de cinco o seis intentos, siguen tratando de que les aprueben una construcción añadida con posterioridad aguardan de pie, torturados por la incertidumbre, mientras uno de aquellos Torquemadas burocráticos estudia minuciosamente la última versión de los planos propuestos.
A aquel lugar nefasto recurre Boone para obtener los nombres de los contratistas que construyeron las casas que actualmente se encuentran en el fondo del sumidero de La Jolla. Se dirige al mal llamado «mostrador de recepción», donde una mujer de mediana edad, con el cabello teñido de un color que no existe en la naturaleza y las gafas colgadas del cuello mediante una cadena con cuentas, monta la guardia.
—Shirley.
—¡Vaya! ¡Mira quién ha venido!
—¿Cómo está tu hija?
—Ha salido —dice Shirley—. Es la tercera vez.
—Es un encanto —dice Boone.
—Si otros pensaran lo mismo… —dice Shirley—. De todos modos, gracias por lo que hiciste.
Elise había tenido problemas con la meta y, encima, no se había presentado en el juzgado cuando le tocaba. Shirley llamó a Boone para tratar de encontrarla antes de que el fiador o la policía la metieran en la cárcel. Boone lo consiguió y la llevó al hospital, para que, por lo menos, pudiera seguir el tratamiento de desintoxicación en una cama, en lugar de una celda; al final el juez suspendió la sentencia y la autorizó a pasar directamente a rehabilitación.
—Tranqui. ¿Está Monkey?
—¿Dónde va a estar, si no?
«En ninguna parte —piensa Boone—: era una pregunta retórica.»
Monkey Monroe era el encargado del archivo de Ruffin Road y no salía casi nunca. Los documentos eran su tesoro personal y los acumulaba y los protegía como Gollum. Algunos lo consideraban medio vampiro, porque jamás salía a la luz del día.
—¿Crees que me recibirá?
Shirley se encoge de hombros.
—Está de mal humor.
—¿Le puedes preguntar?
Ella coge el teléfono.
—¿Marvin? Boone Daniels quiere verte… No sé para qué, tan solo quiere verte… Compórtate como un ser humano auténtico, para variar, ¿no, Marvin? —Se apoya el auricular en el pecho y pregunta—: Quiere saber si has traído algo.
—Magdalenas.
—Magdalenas, Marvin. —Presta atención un segundo y después le dice a Boone—: Quiere saber si son de las buenas o esa mierda barata de los supermercados.
—De las buenas —dice Boone—. Las he comprado en Griswald.
Levanta la bolsa para mostrárselas.
—¡Son de Griswald, Marvin…! Vale, vale. —Sonríe a Boone y le dice—: Puedes bajar.
—¿Quieres una?
—¿Has traído de más?
—Por supuesto.
—Gracias, Boone.
Él extrae de la bolsa una magdalena con baño de chocolate y la deposita sobre el escritorio.
—Dale saludos a Elise de mi parte.
—¿Por qué no sales con ella?
—No.
Se mete en el ascensor y desciende al archivo.
Como siempre, está más frío que la sangre de un usurero: Monkey siempre tiene el aire acondicionado encendido, porque es mejor para los ordenadores. Además, hay un jaleo tremendo: los aparatos de aire acondicionado meten mucho ruido, que se suma al zumbido del banco de ordenadores. Monkey, que estaba encogido sobre una de esas extrañas sillas ergonómicas en las que uno medio que se pone de rodillas, rueda hacia Boone y tiende la mano para coger la bolsa de Griswald.
—Vainilla. ¿Me has traído de vainilla?
—¿Es alemán el papa?
En cuanto uno le echa un vistazo a Monkey, se da cuenta de por qué lo llaman así[2]. Tiene los brazos demasiado largos, sobre todo en comparación con su cuerpo menudo y corto de talle, y es —posiblemente— el ser humano más peludo del mundo: los rizos asoman por encima del cuello de su camisa y por la espalda y tiene vello espeso en los brazos y en los nudillos. Está empezando a perder el pelo ralo de la cabeza, en el que aparecen unas cuantas hebras plateadas despeinadas, pero tiene las cejas pobladas y su barba —que le sube mucho por los pómulos, casi hasta las cuencas de los ojos hundidos y simiescos, ocultos tras unas gafas de culo de botella— es negra.
Le arrebata la bolsa —parece un mono que, por entre los barrotes, le roba las palomitas de maíz a un niño en el zoo— y hunde en ella las manos con glotonería. Al cabo de pocos segundos, tiene la boca llena de magdalenas y los labios cubiertos de una capa de azúcar glas y de migas.
Otro motivo por el cual lo llaman «Monkey» es que es un auténtico mono sabio para la informática. Lo que no puedan hacer con un teclado los deditos peludos de Monkey es imposible. Consiguen que su banco de ordenadores escupa datos en cualquier parte de cualquier edificio construido jamás (eso sí, legítimamente) en el condado de San Diego.
Sin embargo, el verdadero motivo por el cual lo llaman Monkey deriva de un episodio desafortunado: en una ocasión, el director de Ruffin Road necesitaba con urgencia una copia de un permiso de un edificio viejo y no podía recordar el nombre de Marvin, de modo que pidió a Shirley que llamara a «ese tío del sótano, ¿sabes?, el mono que archiva los documentos». Monkey ha intentado en varias oportunidades cambiar su apodo por «Monk»[3], porque le parece más distinguido y más adecuado, teniendo en cuenta su papel como una especie de escriba, pero no lo conseguirá.
—¿Qué es lo que quieres, Boone? —pregunta Monkey.
La gratitud o las expresiones de mera cortesía no encajan en la naturaleza de Monkey: para él, el mundo es un permanente quid pro quo, de modo que para qué dar las gracias por el quo, cuando no cabe duda de que la solicitud del quid está en camino.
Boone le entrega la lista de propiedades.
—Necesito saber quién construyó estas casas.
—Lo necesitarás tú. Yo no.
—De acuerdo, Monkey. ¿Cuánto?
—En esta lista figuran dieciocho propiedades —dice Monkey—. Veinte por cada una.
—¿Dólares?
—No, zurullos de gato, imbécil. Claro, dólares.
—Te daré diez.
Monkey hunde la mano en la bolsa, saca otra magdalena y se la mete en la boca.
—Dejémoslo en doscientos por todo, surfista estúpido.
—De acuerdo, pero lo necesito ahora.
—No pides nada, ¿no? —dice Monkey, mientras vuelve rodando a su ordenador—. Crees que, porque me traes un par de magdalenas, ya me puedes mangonear.
—Pero son de Griswald.
—Es igual.
Se pone a aporrear el teclado.
—Espero que seas una tumba, Monkey —dice Boone.
—¿A quién se lo voy a decir, idiota?
«Es cierto», piensa Boone.
Monkey casi no sale del archivo y no tiene amigos conocidos. Nadie lo soporta. En realidad, Boone le tiene cariño, aunque no sabe por qué. Tal vez por la mera persistencia de su actitud desagradable, su rechazo a rebajar sus estándares o a mejorarlos, lo que sea.
Se pone a escribir, mientras gime de placer por las magdalenas o por el interés profesional que despierta lo que ve en la pantalla, que mantiene inclinada para que Boone no pueda verla.
—Hummmm…, ohhhhh…, hummmmm… ¡Qué interesante!
—¿Qué es interesante?
—Nada todavía, capullo —responde Monkey—. Hummmm…, ohhhhh…, hummmmm…
Sigue así como diez minutos más.
—¿Estás buscando lo que te pedí o te estás haciendo un solitario? —pregunta Boone.
Shirley, por lo pronto, cree que la dedicación de Monkey a la masturbación ocupa un puesto solo por detrás de su obsesión por los documentos y su afición a la bollería.
(«Si le entregases un expediente, una revista de desnudos y una trenza danesa de queso, le daría un infarto.»)
—Si quisiera hacerme una paja, pichafría —responde Monkey—, me pondría a pensar en esa novieta que tienes, la inglesa menudita con un buen par de tetas.
—Estupendo.
Boone y Pete se toparon una noche con Monkey en la calle, en el Lamp. Resultó sorprendente —e inquietante— verlo fuera de su elemento natural. Además, Monkey había mirado a Pete de arriba abajo, como si ella fuera un montón de magdalenas que él estuviese impaciente por zamparse.
—Da para tres clínex —dice Monkey y sus labios, ocultos tras la barba, se retuercen en una mirada lasciva.
—¡Por Dios, Monkey!
Hummmm…, ohhhhh…, hummmmm…
Al cabo de una hora interminable, durante la cual Boone pensó seriamente en el suicidio varias veces, Monkey hace girar su extraña silla y dice:
—Esto es muy interesante, gandul.
—Vale, ¿ahora te puedo preguntar qué es lo interesante?
—El dinero.
—¿Qué hay con el dinero?
—Mi dinero, tarado —dice Monkey con brusquedad.
Boone saca dos billetes. Monkey los coge rápidamente y se los mete en el bolsillo delantero de sus pantalones caqui llenos de manchas.
—Lo interesante es que todas estas casas fueron construidas por una misma empresa. Formaban parte de una sola urbanización perteneciente a una sociedad de responsabilidad limitada llamada Paradise Homes. —Presiona un par de botones y entrega a Boone una pila de hojas impresas—. Aquí está en papel para el gran bobales enemigo de la tecnología.
—Gracias.
—Así que, Boone —pregunta Monkey—, ¿sigues saliendo con ella?
—Sí.
—¿Y qué me dices de la otra? —pregunta Monkey—. ¿La surfista alta y rubia?
—Sunny y yo hemos acabado.
—¿Me das su teléfono? —pregunta Monkey.
—Está en el extranjero.
—¡Qué putada!
Monkey agarra la bolsa de Griswald, escarba en su interior por si quedan migas y se las mete en la boca.
Boone suspira.
—Sé que me voy a arrepentir, pero tiene una página web.
A Monkey se le ilumina la cara.
—¿En serio?
—Sunnydaysurf.com
—¿Con fotos?
—Sí.
—¿Y vídeos?
—Basta, Monkey.
Monkey rueda sobre la silla hasta otro ordenador y empieza a teclear.
No es algo que Boone tenga interés en ver. Ni la página web de Sunny, con fotos suyas luciéndose en Bondi o en Indonesia, ni el uso onanista que hará Monkey de ella. Coge sus documentos, vuelve al ascensor, se despide de Shirley y sale a buscar a la Segunda.
«Paradise Homes», piensa.
¿Dieciocho veces un par de millones cada una?
Una suma de dinero por la que alguien mataría.