Investigar los registros inmobiliarios del Edificio de Administración del Condado le quita a cualquiera las ganas de ser detective privado.
La (triste) verdad es que un auténtico detective privado se pasa mucho más tiempo buscando papeles que sentado en su oficina bebiendo bourbon, con una rubia de piernas largas tendida sobre las rodillas, implorándole un castigo sexual por sus pecados, mientras en el fondo gime un saxo tenor. La mayor parte del trabajo consiste en revisar innumerables registros y Boone todavía no ha oído ningún riff de Coltrane.
El Edificio de Administración del Condado es un bloque enorme que ocupa tres manzanas del lado este de Harbor Drive, justo en el centro del distrito turístico. Al otro lado de la calle, los turistas vienen a visitar los viejos veleros que ahora son museos marítimos o el portaaviones que ya se ha retirado del servicio o hacen cruceros por el puerto o van a comer algo al Anthony’s Fish Grotto. Siguiendo por Harbor Drive están los enormes muelles a los que llegan los grandes transatlánticos que descargan turistas que van a los bares y los clubes situados a pocas manzanas de distancia, en el Gaslamp District, o a dar una vuelta en bicitaxi o simplemente a caminar por el largo paseo en curva en torno al puerto, donde amarran centenares de pequeños veleros privados.
Sin embargo, el Edificio de Administración del Condado es un monumento a la burocracia rutinaria situado en medio de todo lo bueno, como una bibliotecaria severa que se lleva el dedo a los labios.
Es un lugar concurrido al que la gente acude a presentar documentos, examinarse para obtener distintos permisos profesionales, contraer matrimonio y todo tipo de chorradas interesantes. Boone tiene que dar unas cuantas vueltas con la Segunda por el amplio espacio de aparcamiento hasta encontrar una plaza.
Se sienta delante de un puesto informático y se pone a revisar avisos de traspaso de propiedades inmobiliarias, registros fiscales y permisos de construcción y los relaciona con los planos de la ciudad, los planos de los servicios públicos de las parcelas y las publicaciones en los periódicos sobre el episodio del sumidero. Esto le lleva hasta bien entrada la tarde, pero al final consigue una lista de los dieciocho propietarios cuyas casas quedaron destruidas.
Entonces compara la lista de nombres con su propia bandeja mental de fichas de malvados locales. Lo cierto es que muy pocas personas están dispuestas a matar por dinero, ni siquiera por una cantidad considerable. Muy pocas personas están dispuestas a matar por lo que sea, ni siquiera en el acaloramiento de la pasión, y muchas menos aún lo harían con la legendaria sangre fría.
Sin embargo, las que están dispuestas lo hacen y, si uno se fija en San Diego, el corredor por el que pasa la mayor parte del tráfico de sustancias ilegales desde que Satanás le deslizó a Eva la manzana, tiene que pensar en el dinero de la droga y en las viviendas caras que puede comprar en una ciudad como La Jolla. Los grandes magnates de la droga, la mayoría de los cuales proceden de Tijuana, son, desde luego, multimillonarios y los multimillonarios invierten sus múltiples millones en los barrios más exclusivos. Estamos hablando de gente que puede matar por cinco centavos —y lo ha hecho—, de modo que despachar a alguien para proteger una inversión de tres o cuatro millones de dólares no es algo que haya que pensarse mucho.
Sin embargo, la búsqueda mental de Boone no da como resultado ninguna coincidencia. Ninguno de los propietarios que figuran en la lista es un señor de la droga, ni un mafioso ni ningún otro malnacido, aunque Boone es consciente de que cabe la posibilidad de que algunas de las propiedades tengan un propietario fantasma detrás de los nombres que constan en el registro. Sin embargo, como aquello sería un callejón sin salida de todos modos, sigue buscando más perdedores posibles en el juego de la patata caliente de la negligencia.
Si Hefley fuera a subrogar, piensa, ¿a quién demandaría? Y si un propietario se quedara con su casa destruida y no pudiera cobrar de la aseguradora, ¿a quién demandaría?
Al constructor o al condado.
Al constructor por una negligencia de algún tipo o al condado por haber autorizado al constructor a levantar una casa en un terreno inseguro.
Olvídate del condado —no tiene presupuesto para el asesinato a sueldo—, de modo que quedan los constructores.
Boone sale del Edificio de Administración del Condado y se dirige en coche a Mira Mesa.