—¡Venga, Mary Lou! —dice Alan en la oficina de ella.
—Que no —dice ella—, que no veo que esto cambie nada, en realidad, salvo que tu cliente ahora ha confesado que ha cometido un delito de odio.
Alan intenta pasar por alto aquel problemilla.
—No ha confesado nada. Esto elimina su supuesta confesión anterior.
—No necesariamente —dice ella—. Es la nueva versión que cuenta ahora que se encuentra más próximo a la realidad de la prisión, pero la confesión original tenía inmediatez.
—Lo haré subir al estrado —dice Alan— y el jurado le creerá.
«Es cierto —dice ella para sus adentros—, porque hasta tú le crees. Te guste o no, ahora te parece que lo mató Trevor Bodin.»
Es como si tuviera a Alan en la cabeza, porque entonces él dice:
—Rebaja a Corey a homicidio sin premeditación, rompe el pacto con Bodin partiendo de la base de que te ha mentido y acúsalo a él.
Muy bien. Ella ya se imagina las repreguntas del abogado de la defensa:
«Al principio acusó del asesinato a Corey Blasingame, ¿verdad? Y lo acusó porque estaba convencida de que lo había hecho él. ¿Y ahora dice que está convencida de que lo ha hecho mi cliente?»
Mira a Alan y le dice:
—Sabes que no puedo hacer algo así.
—Sé que no puedes sostener esta acusación contra un chaval que sabes que es inocente —dice Alan con suavidad—. Tú no eres así, Mary Lou.
—No insistas —responde ella con brusquedad—. Tu chaval no es precisamente un mártir inocente, ¿verdad? Salió a buscar pelea y la encontró; como una pandilla, atacaron a un hombre y le pegaron hasta matarlo, solo porque no era blanco. Tiene que cumplir condena por eso, Alan.
—Estoy de acuerdo —dice Alan—, pero no cadena perpetua sin libertad condicional.
—Déjame pensarlo.
—Que sea durante unas horas —dice Alan—, no días.
Cuando él se marcha, Mary Lou se pone de pie junto a la ventana y contempla el centro de San Diego, una ciudad que no reaccionará bien a una reducción de los cargos contra Corey Blasingame. Ya ha oído los estribillos con respecto a los otros tres: «A los niños blancos ricos les dan unas palmaditas en la muñeca.» «Si esto lo hubiesen hecho unos mexicanos o unos samoanos, estarían en la cárcel.»
«Puede que tengan razón —piensa— y puede que Alan esté en lo cierto cuando dice que estamos usando a Corey Blasingame como cabeza de turco.»
Sin embargo, explicar aquella reducción a los mandamases será tremendo. Tiene que decirles algo, darles algún motivo, y el único que puede esgrimir es que la confesión era falsa, que las declaraciones de los testigos eran chungas y que la investigación era una chapuza. Que llegaron a una conclusión precipitada y toda la pesca. Son Harrington y Kodani los que pagarán las consecuencias.
Harrington le importa un pimiento —es un tío peligroso que se lo tiene merecido—, pero John Kodani es un buen detective, inteligente, ético y trabajador. Tenía a un sospechoso que confesó y él creyó lo que había confesado, nada más. Aquello podía costarle una carrera que, de lo contrario, era brillante.
Es una lástima.
Claro que, ya puestos, todo es una lástima.
Suena el intercomunicador.
—¿Sí?
—Quiere verla un señor llamado George Poptanich.