«De acuerdo: puede que no haya sido Dan», piensa Boone mientras rema hacia la orilla.
Es posible que Dan esté diciendo la verdad y que no haya tenido nada que ver con el asesinato de Schering. Siempre cabe esa posibilidad. Pero, si no fue Dan, ¿quién lo hizo?
Puesto que Schering se acostaba con la mujer de otro tío, es posible que Donna Nichols no fuera la única. Tal vez hubiera otro esposo o novio celoso dando vueltas por ahí. Podría ser que Schering fuese un verdadero donjuán y que alguien más quisiese darle el pasaporte.
Dudoso, pero posible.
Habrá que averiguarlo.
«Por diversos motivos —piensa Boone, mientras camina hacia la oficina—. Si Dan cae, me arrastra con él: soy el tío que le señaló al tipo que mató. Peor aún: la sospecha de que lo hice o lo ayudé siempre seguirá ahí. ¡A la mierda con la sospecha! Si he tenido algo que ver con el asesinato de Schering, yo también quiero saberlo.»
El Doce Dedos está detrás del mostrador.
—Hola, Doce.
El Doce Dedos no responde.
—Hola, Doce. ¿Qué pasa?
El Doce Dedos se limita a mirarlo. Lo mira con una expresión torva.
—¿Qué pasa? —pregunta Boone—. ¿Es que ya no se fabrican más las Pop-Tarts o qué?
—He oído algo —dice el Doce Dedos.
Boone tiene una leve sospecha de lo que ha oído, pero de todos modos le pregunta:
—¿Qué?
—Que estás colaborando para sacar a Corey Blasingame.
—Estoy trabajando en el equipo de su defensa, efectivamente.
El Doce Dedos se queda patitieso. Mueve la cabeza de un lado a otro, como si acabara de chocar contra el fondo e intentara darles el pase a los Wuzzles. Lo mira como si Boone acabara de matar de un tiro a su cachorrillo y se lo estuviese comiendo delante de él.
—Si tienes algo que decir —lo desafía Boone—, dilo.
—Te equivocas.
Nada de surfbónico. Se lo dice con toda claridad.
—¿Y tú qué sabes? —dice Boone, con más aspereza de lo que pretendía—. En serio, Doce, ¿qué coño sabes tú de nada?
El Doce Dedos da media vuelta.
—Me da igual —dice Boone.
No se siente bien del todo mientras sube las escaleras, pero la rabia hace que se le pase.
«Joder —piensa Boone—, no necesito que me idolatre. ¡Qué lata! ¿Que no soy como él cree que soy? Pues bueno: no soy como cree que soy.»
Tal vez no sea como nadie piensa que soy… ni como quieren que sea.
El Optimista está encorvado sobre la máquina de sumar, como siempre. No levanta la vista, pero lo saluda con la mano y le dice:
—Se nota que has madrugado.
—Estuve levantado casi toda la noche —dice Boone.
Atraviesa la oficina y se mete en la ducha. Sale, se enrolla una toalla a la cintura y le cuenta al Optimista todo lo que ha sucedido durante la noche: que los policías lo detuvieron y que Dan Nichols es (probablemente) sospechoso de asesinato.
—Devuélvele el cheque —dice Boone.
—Ya lo he ingresado.
—Entonces reembólsale el importe —dice Boone—. No quiero dinero manchado de sangre.
—¿Tan seguro estás de que ha sido él?
—Tengo algunas dudas.
El Optimista se levanta de la silla, se acerca a Boone y lo mira desde arriba.
—¿Y te vas a quedar ahí —le pregunta—, con el culo pegado a la silla, cabreado y compadeciéndote de ti mismo o vas a hacer algo al respecto?
—Ya he hecho…
—No me vengas con chorradas —dice el Optimista—. Eres detective, ¿no es cierto? ¿Y piensas que Nichols tal vez no sea el verdadero asesino? ¿A qué esperas para ir a averiguar quién es el verdadero asesino? ¡Investiga!
Ajá.
Boone se pone encima algo de ropa y se larga.
«Conque un reembolso», piensa el Optimista.
No es extraño que siempre esté pelado.