Enfundada en un albornoz raído muy impropio de ella, Petra está de pie ante la puerta abierta de su piso cuando Boone sale del ascensor.
—¿Asesinato?
—No he sido yo.
Ella lo hace pasar a su apartamento. Es bonito: uno de esos lofts que aparecieron al renovarse el centro urbano, cuando se construyó el nuevo estadio. Es la zona nueva, progre y marchosa.
«Muy adecuada para ella —piensa Boone—, que es progre y marchosa.»
Aunque, con ese albornoz… Tal vez me haya equivocado con lo de la encamada.
—¿Asesinato?
Boone mira por la ventana.
—¡Guau! ¡Se ve el estadio desde aquí!
—Detesto el béisbol. ¿Asesinato?
—Claro, es probable que el cricket sea más lo…
—Detesto los deportes. ¿Asesinato?
—Los perritos calientes saben mejor en el estadio —dice Boone—. Hay que echarles mucha mostaza…
—¡Boone!
Se había quedado dormida en el sofá y no se despertó hasta que él hizo sonar el timbre. Al oír la palabra «asesinato», lo dejó entrar y corrió al cuarto de baño a buscar el albornoz, para disimular la bata de seda sexy. El lado derecho del peinado se le ha aplastado en el sofá, pero el maquillaje que se había puesto con tanto cuidado está intacto.
Él se sienta en el sofá —ella se sienta a su lado— y le cuenta todo el asunto de los Nichols. No hay ningún problema de confidencialidad, porque, como asociada de Burke, Spitz y Culver, ella también es abogada de Dan Nichols.
—De modo que la policía te situó en la escena del crimen —dice ella.
—No era la escena de un crimen cuando estuve allí —dice Boone—, sino, más bien, una escena porno.
—De acuerdo —dice ella—. Y no entraste nunca en la casa.
—Exacto —dice Boone—. Oye, de verdad que lo siento mucho. Pensé en llamarte en cuanto me llevaron, pero llamar a un abogado habría quedado mal, y entonces todo se fue enredando y después fui a ver a Nichols…
—Comprendo.
—¿De verdad?
—Claro que sí —dice ella—. Oye, ¿quieres algo? ¿Un café, un trago, algo para comer?
«David el Adonis es una divinidad falsa —piensa Boone—; no es más que un ídolo con pies de barro, un mago de Oz. No sabe nada de mujeres. Al menos, no de esta.»
—Ahora que lo dices, sí que tengo un poco de hambre.
—Vale.
Ella se pone de pie y va a la cocina. Él la sigue y mira por encima de su hombro cuando abre la nevera, que está prácticamente vacía.
—A ver, a ver —dice ella—: tengo yogur… y… un poco más de yogur… y… ¡cuajada!
—Ejem, entonces prefiero simplemente un café —dice él.
—Vale, de acuerdo —dice ella—, aunque en realidad no es que tenga café. Tengo té: una infusión excelente que consigo en una tienda especial en Island. Importada de Sichuan.
«Beber una infusión es como chupar el rocío de la hierba», piensa Boone.
Lo ha hecho en una ocasión, después de un «martes del Mai Tai» en The Sundowner, pero no resulta demasiado apetecible, a menos que uno esté totalmente borracho y desesperadamente deshidratado.
Además, después de una infusión solo falta un pequeño paso para llegar al yoga, los calentadores y los tratamientos con aguas termales.
—Me conformo con un poco de agua —dice Boone.
Ella le da un vaso de agua y le dice:
—¡Galletas! También tengo galletas sin azúcar.
Unas semanas atrás, Petra había reunido a unos amigos en su casa para tomar un poco de vino y unos entremeses antes de salir a cenar y le habían quedado algunas galletas. Revisa los armarios y encuentra la caja; entonces busca un plato adecuado para servirlas.
—Con la caja está bien —dice Boone.
—¿De verdad?
—Claro.
Le entrega la caja y se sienta sobre la encimera. Él se queda de pie a su lado y comen galletas y beben agua, mientras Petra empieza a analizar la situación de Boone: estuvo delante de la casa, mas no en su interior, pero ¿en qué momento? ¿Ha establecido el médico forense la hora de la muerte? Indudablemente, aquello sería crucial.
Boone la oye, pero en realidad no está prestando atención. Ya no le preocupa tanto ser persona de interés en el asesinato de Schering, puesto que Dan Nichols no ha tenido inconveniente en bajarlo de esa plataforma. Observa las miguitas pegadas a la comisura de la boca de Petra, que, sumadas a su cabello alborotado, le dan un aire de imperfección de lo más atractivo. Además, el albornoz se le ha resbalado un poquito del hombro izquierdo, dejando al descubierto un tirante fino como un espagueti de algo azul y sedoso y…
¿Cómo besas a alguien cuando tienes la boca llena de galletas? Mientras duda sobre si la cuestión es cómo hacerlo o si debería hacerlo, bebe un sorbo de agua y, como si tal cosa, trata de enjuagarse la boca para eliminar cualquier resto de galleta.
Petra sigue hablando de… algo…, hasta que Boone se le acerca, le quita una miga de los labios con el dedo y la besa. Si ella se sorprende, parece que la sorpresa le agrada, porque hace con los labios eso que parece el aleteo de unas alas de mariposa, le pone las manos en la nuca y lo aproxima un poco más.
Tiene unos labios increíbles, piensa Boone, tan suaves y carnosos, y el beso se prolonga un buen rato, hasta que él lo interrumpe para besarle el cuello, que tiene una piel tan blanca y delicada que casi parece frágil, y a él le agrada cuando ella gira un poco la cabeza para ofrecerle más el cuello.
Su perfume es fabuloso. Sunny nunca se ponía perfume —lo suyo era el olor natural del sol, la sal y el aire y eso le iba muy bien, porque la sal y el sol son afrodisíacos para él—, pero Petra es, sin duda —se lo demuestran la bata y el perfume—, de lo más femenina y él se da cuenta de que aquello le gusta, de que le gusta muchísimo, mientras baja por el cuello y vuelve a subir y aparta con suavidad un mechón de pelo negro y le besa la oreja.
—Si haces eso —dice ella—, no podré impedírtelo.
—Es que no quiero que me lo impidas —dice él.
—Qué bien. Yo tampoco quiero.
De modo que sigue besándole la oreja y ella empieza a besarle el cuello y Boone siente que se va hundiendo alegremente en su perfume y ella no se opone cuando él baja la mano y deshace el nudo del albornoz grueso, lo abre y siente la suavidad del raso y su estómago plano y empieza a bajar por el pecho, besándola. Entonces la oye decir:
—Un polvo en la encimera de la cocina.
—¿Eh?
—No quiero que nuestra primera vez sea un polvo en la encimera de la cocina —dice ella, mientras lo besa a lo largo de la clavícula—. Vayamos al dormitorio, por favor.
«¡Sí! —piensa Boone—. Vayamos al dormitorio, por favor, claro que sí. Desde luego que podemos ir al dormitorio, por favor.»
La coge en brazos y la levanta de la encimera. Si hubiese tratado de alzar a Sunny de cualquier otra forma que echándosela al hombro, con el método del bombero, habría acabado en Urgencias, pero Petra es menuda, ligera como una pluma, de modo que la aleja de la encimera y va hacia el salón.
—¿Me vas a llevar en brazos hasta el dormitorio? —pregunta ella, muerta de risa.
—Pues… sí.
—Resulta una pizca neandertal, ¿no te parece?
Él abre la puerta del dormitorio empujándola con el pie.
—No lo apruebas.
—Sí que lo apruebo.
La deposita encima de la cama y se echa encima de ella. La bata se le levanta por encima de los muslos y la siente contra él. Ella también lo siente.
—Mmmm, qué agradable —murmura y baja la mano y le busca a tientas el cinturón.
Él levanta las caderas para facilitarle la tarea y ella le afloja el cinturón; le desliza los vaqueros sobre las caderas y se besan otra vez; ella mete y retira solo la puntita de su lengua de la boca de él y lo busca, lo encuentra y…
Suena el teléfono.
—No le hagas caso —dice él.
—No le hago caso.
Los dos se esfuerzan por no hacerle caso, mientras el ruido metálico suena tres veces y salta el contestador, donde el nítido acento británico de ella anuncia que no puede ponerse al teléfono en aquel momento y solicita que dejen un mensaje.
Entonces se oye por el altavoz la voz de Alan Burke:
—¡Petra! Estoy en la comisaría. Levanta el culo de la cama y ven enseguida. Ahora mismo.
Ella trata de seguir besando a Boone, pero no lo consigue, de modo que suspira y le dice:
—Tengo que ir.
—No, no tienes que ir —dice él, pero con tono poco convincente, porque los dos saben que el momento ha pasado.
Sucede lo mismo con algunas olas: suben y suben y uno piensa que va a surfear la ola de su vida, pero, de golpe…, se aplanan.
«Olus interruptus», lo llama David.
—Sí que tengo que ir —dice ella.
—Pues sí —dice Boone y se le baja de encima.
—Lo siento tanto.
—No tienes por qué.
—Por mí también, quiero decir.
Se levanta, abre la puerta de un armario y empieza a coger ropa. Entonces desaparece en el cuarto de baño y aparece al cabo de unos minutos como la Petra Hall que él conoce: serena, profesional, eficiente.
—¿Da la impresión —pregunta— de que acabo de levantarme de un lecho de pasión?
—Solo para mí —dice Boone.
—Ha sido la respuesta perfecta —dice ella—. Oye, ¿podría conseguir…? ¿Cómo se dice cuando se suspende un partido de béisbol por mal tiempo?
—Por supuesto.
—Me ha gustado mucho —dice ella—. Lo que hemos hecho… hasta donde hemos llegado.
—Ha sido estupendo.
Él se levanta y la acompaña al coche en el garaje subterráneo. Un beso rápido en los labios y ella se marcha para incorporarse a la campaña para salvar a Dan Nichols.
«¡Cómo aborrezco los casos matrimoniales!», piensa Boone.