Nichols lo admite todo.
Salvo el asesinato.
Johnny Banzai escucha, sentado, mientras Dan Nichols, controlado de cerca por Alan Burke, admite que su mujer estaba liada con Phil Schering, reconoce que contrató a Boone Daniels para descubrir la infidelidad y hasta acepta que le corresponde parte de la responsabilidad por el adulterio de su esposa.
—Trabajo demasiadas horas —dice.
Johnny no se lo traga. ¡Caray! Tanto su mujer como él trabajan a tiempo completo y tienen hijos y ninguno se lía con otras personas. Uno se hace tiempo para lo que le importa. Es la manera más fácil de averiguar lo que realmente le interesa a alguien: basta con ver a qué dedica el tiempo.
Además, a Johnny le importa un pimiento por qué Donna Nichols le ha puesto los cuernos; lo único que cuenta es que se los ha puesto, aunque eso también le resbalaría, de no ser porque el tío con el cual le ponía el gorro a su marido ha aparecido muerto. Claro que en realidad aquello también se la traería floja, si no fuese porque apareció muerto en el turno de Johnny.
De modo que Johnny lleva ahora dos casos ilustres: el asesinato de Kelly Kuhio, con todas sus implicaciones turísticas y surfísticas, y, encima, un asesinato con adulterio incluido, relacionado con un multimillonario que figura en sociedad, que hará que acudan todos los medios de comunicación en pantalones cortos y que el jefe se le ponga a zumbar alrededor de la cabeza como una mosca pesada, pero poderosa.
Y su examigo Boone se las ha arreglado para aparecer en los dos casos.
—¿Dónde estuvo anoche? —pregunta Johnny.
Con un gesto de asentimiento, Burke indica a su cliente que responda.
—En casa, con mi mujer —dice Nichols, con un aire farisaico que molesta a Johnny—. Estuvimos hablando. De todo. De lo que pensábamos, de lo que sentíamos…
—Ya está bien —dice Burke.
«Maravilloso —piensa Johnny—: la coartada del marido cornudo es la esposa que lo ha engañado. No está mal la simetría.»
—¿Y usted se enfrentó a ella y le dijo que estaba al corriente de su infidelidad?
—Yo no lo calificaría exactamente de enfrentamiento —dice Nichols—. Me limité a decirle que sabía que tenía una aventura y le pregunté…
—Suficiente —dice Burke.
—¿Qué le preguntó? —dice Johnny.
Burke dirige a su cliente una mirada como diciendo: «Se lo advertí».
—Cómo podía hacerme algo así —dice Nichols.
—¿Y ella qué dijo?
—No responda a eso —dice Burke con brusquedad—. Es irrelevante.
—No estamos en la sala de un tribunal, abogado —dice Johnny.
—Pero podríamos acabar en una, ¿no es cierto? —pregunta Burke—. La respuesta de ella acerca de su motivación no viene al caso. Lo que usted quiere saber…
—No me diga lo que quiero saber.
—Lo que debería querer saber…
—Ídem —dice Johnny y advierte que está cayendo en el juego de Burke. El abogado lo está distrayendo, le corta el ritmo, convierte el interrogatorio del testigo en una escaramuza entre el policía y el abogado. Se inclina sobre la mesa para concentrarse en Nichols—. ¿Cuánto tiempo duró la conversación?
—No lo sé —dice Nichols—. No miré el reloj. Hasta que nos fuimos a la cama. ¿Las once?
—¿Me lo dice o me lo pregunta?
—Le ha dicho que no lo sabe, detective —dice Burke—, y no le voy a permitir que haga conjeturas.
«Claro que no —piensa Johnny—, porque es un punto decisivo.»
La llamada del vecino al servicio médico de urgencias se recibió a las 20.17. El coche patrulla que respondió al aviso de un disparo se presentó a las 20.24. Los agentes abrieron la puerta de una patada y encontraron a Schering, ya muerto y envuelto en un albornoz, en el suelo del salón.
Johnny recibió la llamada a las 20.31 y llegó a la escena a las 20.47. Interrogó al vecino y situó allí la camioneta de Boone, aunque el vecino no recordaba si se había marchado antes o después de que él oyera el disparo; lo único que podía decir era que la camioneta había estado «merodeando» últimamente por el barrio.
El médico forense no ha determinado aún la hora de la muerte y no estaría mal que Nichols tuviera que aclarar dónde estaba en un momento en el cual no le sirva la declaración de su mujer. Por lo que a él respecta, Johnny cree que Nichols mató al amante de su mujer antes de aquella conversación íntima y franca, suponiendo que la conversación hubiese tenido lugar, aunque también es posible que se hubiese escabullido después y que quiera dejar la puerta abierta, por si acaso.
Burke no le va a dejar concretar tanto, de modo que Johnny va a tener que tomar la ofensiva con un poco más de firmeza.
—¿Es posible esto, señor Nichols? Permítame que le presente la situación y usted me dice si es posible. Daniels lo llama por teléfono, le dice que tiene pruebas concluyentes de que su esposa se acuesta con Schering. Usted va a enfrentarse con el amante de su mujer. Lo comprendo. Me doy cuenta perfectamente de lo enfadado…, qué digo, furioso… ¡Coño! El tío se ha estado cepillando a su mujer…
—Basta ya, detective —dice Burke.
—… empiezan a discutir. Vamos, ¿quién no lo haría? Yo lo haría y seguro que Harrington, aquí presente, también…
Harrington se pone en su lugar y asiente con la cabeza.
—¡Coño! ¡Claro!
—… cualquier hombre que se considere hombre lo haría, de modo que discuten y la situación se le va de las manos y tal vez saca usted el arma. Solo para amenazarlo, para asustarlo, no sé, le apunta a la cabeza. Puede que él trate de quitarle el arma y que se dispare sola.
—No responda a esta ficción —dice Burke.
Johnny se cabrea, porque está usando la «ficción» para tratar de que Nichols se sitúe en la escena del crimen. Cuando lo consiga, Johnny recurrirá a los forenses que analizan los disparos para arrebatarle la posibilidad de esgrimir «defensa propia».
Sigue intentándolo.
—A usted le da un vuelco el corazón —dice Johnny—. No tenía la menor intención de que ocurriera algo así. Se deja llevar por el pánico y se marcha en el coche. Va directo a su casa y, cuando llega, está tan acojonado que no se lo puede ocultar a su mujer. Ella le pregunta qué le pasa y usted se lo cuenta. Como ha dicho antes, le dice que sabe que tiene una aventura. Le refiere aquello tan terrible que ocurrió cuando fue a la casa de Schering. Ella dice que todo va a salir bien, que los dos dirán que usted estuvo en casa toda la velada, tratando de encontrar la manera de salvar su matrimonio. ¿Es posible eso, Dan? ¿Podría ser que hubiese ocurrido de esta manera?
Mira con atención a Nichols a los ojos, para ver si consigue distinguir en ellos el parpadeo del reconocimiento.
—No —dice Nichols—, no ha ocurrido así.
—Entonces ¿cómo ocurrió? —pregunta Johnny.
Lo dice con suavidad, con empatía, como si fuese un terapeuta en lugar de un poli.
—No lo sé —dice Nichols—. Yo no estuve allí. Estaba en casa con mi mujer.
Burke mira a Johnny y sonríe.