86

Petra está très cabreada.

Ningún hombre le había dado nunca plantón, jamás, y mucho menos en aquellas circunstancias: está sentada en su sofá, con una hermosa bata de seda azul, dispuesta a entregarse a un hombre que, aparentemente y hablando en plata, le ha dado esquinazo.

¡Qué humillante!

Es total, absoluta y completamente humillante.

Se siente como si fuera la actriz secundaria en una novela romántica mala o un personaje moderno y disoluto de Jane Austen que espera en vano a un hombre que vaya a apartarla de su existencia rutinaria. Es una pena que en el apartamento no haya un clavicémbalo. Una madre rondando, un padre chiflado, una hermana seria a la cual confiar su desengaño…

«¿Desengaño?», piensa.

¿Por Boone Daniels?

¡Por favor!

Está furiosa, eso sí.

«Lo he invitado a venir —piensa—, para lo que obviamente iba a ser nuestro primer encuentro sexual, y el tío va y se olvida y ni siquiera tiene la amabilidad de llamar para disculparse… ¿Será un defecto de su carácter o es que le falta valor? En cualquiera de los dos casos, no presagia nada bueno para una relación. ¿De verdad quieres un hombre que tenga miedo de acostarse contigo?»

«¿O será —sigue pensando— que no le gusto? No “de esa manera”, como se dice. De acuerdo, pero ¿y el beso? Con eso te cogió totalmente por sorpresa. En ese momento sí que pareció que le gustabas, ¿verdad?»

Una botella de un vino tinto bueno, abierta sobre la mesa de centro, flanqueada por dos copas altas. Coge una y se sirve con abundancia, pero cambia de idea y se dirige al mueble-bar a buscar el whisky.

«Dios mío —piensa—. Primero me convierto por él en una putilla, aunque rechazada, y ahora, en una alcohólica.» Se lo bebe solo, se sienta y enciende la televisión.

¡A la mierda Boone Daniels!