—¡Sunny! ¡Hola!
—¡Hola digo yo! ¿Qué tal?
—Todo bien —dice Boone—. ¿Dónde estás?
—En Bondy Beach, Australia —dice ella—. Se me ocurrió darte un telefonazo.
Es estupendo oírle la voz.
—¿Qué hora es allí?
—No lo sé —dice Sunny—. Oye, ¿te he pillado en mal momento? ¿Vas a salir?
«Las mujeres son alucinantes —piensa Boone—. Después hablan de la alta tecnología destinada al espionaje. Está al otro lado del mundo y es capaz de oler por el teléfono que tengo una cita.»
Preferiría negárselo, pero hace tiempo que han hecho el trato de no mentirse entre ellos, de modo que no dice nada.
—Vas a salir, ¿verdad? —pregunta ella—. ¿A las… diez de la noche? Boone, cariño, eso es que tienes un ligue.
—No lo sé.
—¿Quién es? —pregunta ella—. ¿La betty inglesa? ¿Cómo se llama?
Boone sabe que Sunny sabe el nombre, pero se lo dice:
—Petra.
—Y tú, como eres un encanto, la llamas «Pete» —ríe Sunny—. Seguro que a ella le chifla. La pone caliente y eso. Es ella, ¿verdad?
—Oye, que esto te debe de estar costando una…
—Que no, que no —dice Sunny—. Guay, cariño mío, es una buena chavala. Me cae bien. Un poco tensa, eso sí… Y dime una cosa: ¿qué te vas a poner?
—¡Por Dios, Sunny!
—Te conozco, Boone —dice ella—, y no quiero que la cagues, así que dime lo que te has puesto.
«Esto es de mal gusto y, además, está mal», piensa Boone, pero le dice:
—Una camisa blanca de etiqueta y unos vaqueros.
—¿Zapatillas de tenis o zapatos de vestir?
—No lo sé. ¿A ti qué te parece?
—¿Dónde te vas a encontrar con ella? —pregunta Sunny—. ¿En un bar o en un club?
—En su casa —dice Boone.
Sunny se echa a reír.
—Si a las diez de la noche te encuentras con una mujer en su casa, no importa demasiado la ropa que lleves. —Con esto quiere decir que, te pongas lo que te pongas, no lo llevarás puesto mucho rato. Añade—: Por cierto, enhorabuena.
—¿Zapatillas de tenis o zapatos de vestir? —insiste Boone.
—¿Marrones o negros?
—Negros.
—Zapatos de vestir.
—Gracias.
—De nada.
—La camisa, ¿por dentro o por fuera?
—¿Con vaqueros?
—Sí.
—¿Es la, ejem, primera…?
—¡Sí!
—¡Ah! ¡Le da vergüenza! —dice ella—. Por dentro.
—Gracias.
—Tranqui.
Conversan sobre la gira de surf de ella, de lo bien que le va, de que se está poniendo en forma para la temporada de las olas grandes en Hawai, Pipeline y toda la pesca. Boone le cuenta un poco lo que ha estado haciendo, sin mencionar el caso Blasingame, y le dice que la pandilla va bien.
—Diles que los echo de menos —dice Sunny— y a ti también, Boone.
—Ya, yo también a ti.
—Te quiero, Boone.
—Te quiero, Sunny.
Boone cuelga el teléfono. A los cinco segundos, vuelve a sonar y Sunny le pregunta:
—¿Tienes colonia o loción para después del afeitado?
—No.
—Estupendo.
Y cuelga.
Alucina en colores. Jamás entenderá a las mujeres, ni él ni ningún otro tío, ni siquiera David. Va al armario y saca el par de zapatos negros de vestir; busca un par de calcetines blancos de deporte y les quita el polvo. Entonces llega al desafortunado dilema del color de los calcetines, aunque, una vez más, sus opciones son limitadas.
Blanco o blanco.
Elige los blancos y mira el reloj: son las 9.25. Es casi hora de marcharse, si quiere llegar a las diez al apartamento de Petra, que queda en el centro. Sin embargo, no han quedado a las diez, sino «a eso de las diez», de modo que toma asiento y se pone a discutir consigo mismo sobre a qué hora tiene que llegar: ¿A las diez? ¿Diez y cinco? ¿Diez y diez? ¿Qué quiere decir «a eso de»? ¿Y querrá decir lo mismo en Inglaterra que en Estados Unidos?
Se dirige hacia la puerta a las 9.40, con la idea de llegar a eso de las diez y diez.
Cuando abre la puerta, encuentra allí a Johnny Banzai.
¡Qué bien!
—Johnny —dice Boone—. Oye, me alegro de verte, pero es que… Entonces ve al subinspector Steve Harrington que viene detrás de Johnny.
¡Qué mal!