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—O cerramos el trato o no hay trato —dice Cruz Iglesias con brusquedad.

El capo del cartel está de un humor de perros, encerrado en una casa modesta en Point Loma, a escondidas de las brigadas de asesinos de Ortega y de la policía estadounidense. Está harto, histérico y furioso, porque sus asuntos no se llevan a cabo como espera.

—Podría tardar un poco más que…

—No, se acabó.

—En realidad, pienso…

—Me importa un carajo lo que pienses —dice Iglesias—. Ya lo hemos intentado a tu manera; ahora lo vamos a hacer a la mía.

Iglesias cierra el teléfono de golpe. No quiere seguir oyendo más excusas ni más súplicas. Ha dado a aquellos güeros suficientes oportunidades de resolver sus problemas y ha sido demasiado generoso. Ha procurado comportarse como un caballero y ha esperado que ellos hicieran lo mismo, pero no ha sido así.

Al fin y al cabo, se trata de dinero. Caballeros o no, aquellos payasos yanquis están jugando con su dinero, una cantidad importante, y eso es algo que, simplemente, no puede soportar.

Da un grito a Santiago para que salga de la cocina. Su lugarteniente le está preparando sus merecidamente famosas albóndigas y huelen de maravilla, pero Iglesias tiene asuntos más urgentes que tratar que la comida casera.

—Quedas ridículo con ese delantal —le dice a Santiago en cuanto entra.

—La camisa es nueva —protesta Santiago—. Trescientos dólares. De Fashion Valley. No quiero que se…

—Eso de lo que hemos hablado —dice Iglesias— es hora de que ocurra.

—¿Los Niños Locos?

—No —dice Iglesias. No pretende causar una escabechina para transmitir un mensaje; solo quiere que llegue—. Encárgaselo a aquel hombre…

—¿Jones?

—Sí. —Después de todo, le están pagando sus honorarios por día, además de los gastos, así que ya pueden pedirle que haga algo—. Pero dile que no lo complique mucho.

El Jones aquel tiene tendencia a la exuberancia.

Aunque —eso sí— viste como un caballero.