George Poptanich vive en Pacific Beach.
Boone toca el timbre de la puerta de la pequeña casa de una planta. Deben de haber construido miles de casas iguales en los llanos de Pacific Beach durante la Segunda Guerra Mundial para albergar a los trabajadores de la industria aeronáutica. Son casi todas iguales: el salón al frente; la cocina atrás, a la izquierda, y dos dormitorios al fondo, del otro lado. Tienen un patio delantero pequeño y un pequeño patio trasero rectangular.
Da la impresión de que el timbre lo ha despertado, porque George tiene alborotado el pelo canoso; lleva puesta una camiseta sin mangas, bermudas a cuadros y sandalias. Es cincuentón —Boone sabe que tiene cincuenta y tres, según los antecedentes—, grueso, tiene los hombros encorvados y es barrigón.
Se nota que se alegra mucho de ver a Boone.
—Georgie Pop —dice Boone—, ¿te acuerdas de mí?
—No. ¿Debería acordarme?
—Hace como cinco años —dice Boone— te arresté.
—Eso no tiene nada de especial —dice Georgie y se advierte en sus ojos la mirada de hartazgo de quien está acostumbrado a tener encima a la pasma.
—¿Me vas a invitar a entrar —pregunta Boone— o vamos a tener que conversar en la calle, delante de tus vecinos?
Georgie lo hace pasar.
La casa está hecha un asco.
«¡Qué lástima! —piensa Boone—, porque los demás vecinos de aquel barrio se enorgullecen de mantener sus casas en buen estado.»
Georgie le indica un sofá viejo, desaparece en la cocina y regresa con una botella de cerveza.
Una sola botella de cerveza.
Se deja caer en un sillón y pregunta:
—¿Quién eres y qué es lo que quieres? No pareces poli.
—Lo era.
—Todos hemos sido algo.
—Es cierto —dice Boone. Se identifica y dice a Poptanich que está trabajando en el caso de Corey Blasingame—. He leído tu declaración.
—¿Y?
Georgie tiene antecedentes por allanamiento de morada. Ha estado dos veces a la sombra y se ha librado de los cargos otras dos. No es raro que los ladrones trabajen además como taxistas. Lo que más les encanta son los viajes al aeropuerto. Conversan con el pasajero:
«¿Y adonde va?» «¿Va a estar fuera mucho tiempo?» «Llámeme cuando regrese y lo vengo a buscar…» Algunas veces, el pasajero regresa a una casa que ha sido despojada del equipo de música, la televisión, el dinero en efectivo y las joyas. O recogen a un borracho en un bar. Los borrachos tienen fama de ser muy habladores y te lo cuentan todo: con quién viven, dónde trabajan, qué horarios tienen, todas las cosas maravillosas que poseen…
—Vamos a ver —dice Boone—, ¿qué quieres apostar a que no tienes carné de taxista?
Porque no es fácil que se lo den a un delincuente que ha estado dos veces en la cárcel. La idea es meterlos un tiempo en chirona, después soltarlos y asegurarse de que no se puedan ganar la vida honradamente.
—Tengo que currar para vivir —dice Georgie—, así que me lo reparto con un amigo. El tiene el taxi ocupado y yo saco un poco de pasta. ¿Me vas a dar el coñazo por eso? ¡Adelante!
«Yo no —piensa Boone—, pero apuesto a que Steve Harrington lo ha hecho. Seguro que echó una sola mirada a Poptanich, una sola mirada a la foto del carné de taxista y se dio cuenta de que lo tenía crudo: una multa cuantiosa, como mínimo, y el amigo perdía el carné y el curro.»
Harrington tiene la memoria de un Mac reforzado. Es probable que reconociera a Poptanich de inmediato y tal vez…
—¿Te está buscando Steve Harrington por algún trabajo?
—Harrington no se dedica a los allanamientos de morada.
—¡No me digas! —dice Boone—. Pero habla con gente que sí. Podría mencionarles que ha encontrado a Georgie Pop merodeando por ahí, para que vinieran a verte y a preguntarte por dónde andabas determinadas noches o a echar un vistazo a las reservas del taxi, a menos que…
—Sois todos de la misma calaña —dice Georgie—. Siempre presionando…
—¡Mira qué desgracia!, ¿verdad, Georgie?
—¿Qué quieres de mí?
—Pues no lo sé. La verdad, quizás.
—Ya la he dicho.
Tiene esa mirada que Boone ha visto miles de veces en los ojos de los maleantes: un pequeño destello de astucia salvaje que no pueden evitar, cuando creen que han sido listos.
Boone ríe.
—Ya comprendo. Lo había entendido al revés. Ya estabas en la línea de fuego y viste la oportunidad de mejorar la situación, de modo que tomas nota de la matrícula, porque sabes que, cuando hay follón por un asesinato, siempre se puede ganar algo.
Georgie se encoge de hombros.
—Lo malo es que Harrington es buen negociador y suele conseguir lo que quiere —dice Boone—, sobre todo porque sabe que te arriesgas a caer por tercera vez, de modo que, si quieres que te eche un cable, tendrás que darle algo más que una matrícula. Vas a tener que servirle a Corey Blasingame en bandeja.
—Sabía que el chaval había confesado.
—Así que, ¿qué tiene de malo, no?
Georgie se encoge de hombros otra vez, como diciendo: «Pues sí, ¿qué tiene de malo? Un hombre ha muerto y el chaval se irá al infierno por eso de todos modos, así que alguien podría sacar algún provecho de ello».
Alguien como Georgie Poptanich.
Boone se enfrenta a la cruda realidad de que la mayoría de los delincuentes de carrera son sociópatas, de modo que no sirve de nada apelar a su conciencia, porque carecen de ella. A lo único a lo que puedes apelar es a su propio interés.
O a su miedo.
—Deja que te diga qué tiene de malo —dice Boone. Hace una pausa para darle mayor dramatismo—: Eddie el Rojo.
Georgie empalidece.
—¿Qué tiene que ver Eddie?
—Que Eddie va a borrar del mapa al tío que mató a su primo calabash —dice Boone— y, si descubre que no lo ha hecho porque algunas personas, como tú, lo han despistado a propósito… pues… Eso es lo que tiene de malo, Georgie. Y lo descubrirá.
—Porque tú se lo dirás.
—¡Bingo!
—¡Cabrón hijo de puta!
Boone se levanta de la silla.
—Tú di la verdad, Georgie. Es todo lo que te pido. Si has visto lo que dices haber visto, no pasa nada; pero, si no… Yo en tu lugar me lo pensaría.
—Harrington me dijo que el chaval había confesado.
—Él no mintió —dice Boone—. La cuestión es si lo has hecho tú.
—Que te den.
«Pues sí —piensa Boone—: que me den.»