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Boone va a un Starbucks.

No es algo que haga muy a menudo.

No es que sea un maniático contra la globalización ni contra las franquicias, sino, simplemente, que por lo general toma café en The Sundowner y ya está. Vamos, que es probable que Boone pueda distinguir entre el café Kenya AA y la cerveza sin alcohol, pero poco más.

La cuestión es que va y soporta el escepticismo que despierta al pedir un café solo mediano.

—Quiere un americano grande —dice la barista.

—Un café solo mediano.

Grande.

—Mediano —dice Boone y señala las tazas—. Ni demasiado pequeño ni demasiado grande.

—Eso es un grande.

—De acuerdo.

—¿Su nombre? —pregunta la barista.

—¿Mi nombre?

—Para que podamos llamarlo.

—¿Para qué?

—Cuando esté listo su americano grande.

—Pensé que ya estaba listo y solo había que servirlo.

—No, tenemos que prepararlo —dice la barista—. Cuando esté preparado, lo llamamos.

—Boone.

—¿Bu?

—Puedes decir Daniels.

—Gracias, Daniel.

Se queda allí, esperando su café. Ella lo mira medio extrañada y después le señala a su derecha y le dice:

—Saldrá por allí. Lo llamarán.

—Vale.

Se desplaza a su izquierda y espera detrás de otra pareja de consumidores de cafeína, que reciben su cappuccino y su macchiato con la reverencia correspondiente. Oye que lo llaman.

—Daniel.

—Gracias.

—Ya está.

Va con su café al salón principal y se sienta en un sillón demasiado mullido. Prácticamente es el único de los presentes que no tiene un ordenador portátil y se siente anciano cuando va al estante de los periódicos y coge un ejemplar físico del New York Times, impreso en una cosa llamada papel, y regresa a su sillón. La gente levanta la vista, ligeramente molesta, cuando la hoja susurra al darle la vuelta.

Boone se lleva una grata sorpresa al ver que el periódico de Nueva York no está nada mal, aunque no hable de surf. Sabe que hay olas en la costa este, porque lo ha leído en Surfer, pero parece que ni siquiera el periodicucho local le atribuye tanta importancia como para escribir al respecto. De todos modos se entretiene con los reportajes sobre la actualidad mundial y los libros y el tiempo transcurre bastante rápido hasta que Jill Thompson se toma un descanso.

Eso quiere decir que sale a fumar.

Boone encaja el periódico en una rejilla puesta allí aparentemente para eso y da la vuelta hacia la parte posterior. Ella es guapa: menuda, cabello corto, rubio y peinado en punta, y lleva un pequeño piercing en el orificio nasal derecho. Ojos azules mansos y labios delgados que chupan un cigarrillo marrón fino.

—¿Jill?

—¿Sí?

Señala la chapa que lleva su nombre, con la actitud de quien está un poco harta de que los clientes quieran flirtear con ella.

—Me llamo Boone Daniels y soy detective privado.

Los labios se le afinan aún más.

—Ya le he dicho a la policía lo que vi.

—Es que —dice Boone— me parece que tal vez la policía te dijera a ti lo que viste.

Me lo dice el instinto, piensa. Mi instinto me dice que en todo esto hay algo muy raro, porque está demasiado arregladito, todo concuerda demasiado, y ni los asesinatos ni la vida son así de claros.

—¿Qué quiere decir? —pregunta Jill.

—Tú sabes lo que quiero decir.

Repara en la leve expresión de duda.

—Sospecho que no debería hablar con usted.

—Pareces buena persona —dice Boone—. Deja que te diga lo que creo que ocurrió. Ibas caminando por la calle, probablemente no del todo sobria tú tampoco. Viste u oíste algo y después viste a un hombre en el suelo. Trataste de ayudarlo, pero era demasiado tarde y te sentiste fatal por eso. Es terrible que se te muera alguien delante de los ojos. Uno se siente impotente, hasta culpable, por no haber podido hacer nada.

Boone la mira a los ojos y ve que sigue habiendo pena en ellos.

—Esperas un buen rato hasta que llegan los detectives. Mientras esperas, te repites mentalmente lo que ha ocurrido y te preguntas qué habrías podido hacer. Entonces llega el detective que te interroga y te sugiere lo que puedes hacer: contribuir a meter entre rejas al tío que lo hizo, para hacerle justicia a la víctima.

Los ojos de Jill se llenan de lágrimas.

—Es que —continúa Boone— la policía ya tenía un sospechoso. Les parecía que ya habían dado con el culpable. Por eso, el detective que te interrogó te hizo las preguntas de una manera determinada, ¿verdad? «¿Has visto a este tío?», «¿Era delgado, enjuto y tenía la cabeza rapada?», «¿Llevaba una sudadera con capucha con las mangas recortadas?», «¿Se acercó a la víctima y le pegó?»

»Y cuando llegas a comisaría, Jill, crees que has visto a Corey Blasingame lanzar aquel puñetazo. Te lo crees de verdad, porque eso es lo que quieres creer, porque un hombre murió en tus brazos y no pudiste ayudarlo, pero entonces puedes. Puedes entrar e identificar al asesino.

Sin embargo, ella es testaruda y trata de hacerle frente:

—Vi cuando ese capullo lo mató.

—Ah, ¿sí?

—Pues sí.

Le cae bien, aunque no le cree. La chavala quiere hacer lo correcto.

—Muéstrame —le dice.

—¿El qué?

—Muéstrame cómo le pegó Corey.

—No tengo por qué hacerlo.

—Claro que no —dice Boone.

Ella lo fulmina con la mirada, pega una calada al cigarrillo y lo apaga. Se pone firme, prepara la mano derecha y lanza un golpe cruzado con bastante mala leche.

Mantiene los dos pies bien apoyados en el suelo.

Boone extrae una tarjeta del bolsillo de su camisa y se la ofrece.

—La muerte de Kelly Kuhio ha sido una tragedia —dice—: algo estúpido, desafortunado e imperdonable que no tendría que haber ocurrido. Lo único que podría empeorarla sería responder con otra tragedia estúpida. Kelly te diría lo mismo.

Ella coge la tarjeta.