Boone pasa remando junto a los demás surfistas de la Hora de los Caballeros, se desprende del invento que le rodea el tobillo, rueda sobre la tabla y cae al agua, para que le limpie la suciedad y el cansancio de una deprimente operación de vigilancia que se ha prolongado toda la noche.
Al ser intemporal, el océano es un lugar excelente para guardar los recuerdos, que pasan por encima de Boone junto con el agua fresca cuando se zambulle.
Sunny.
Aquello era lo que solían hacer cuando Boone la ayudaba a entrenarse para incorporarse a las filas de los profesionales: buceo libre hasta la mayor profundidad posible. Ella era como una flecha disparada al agua, un dardo largo y elegante, lleno de fuerza y energía. Permanecían bajo el agua hasta que sentían que los pulmones estaban a punto de estallarles y después aguantaban un poquito más, antes de salir bruscamente a la superficie en busca de aquella hermosa bocanada de aire. Después lo repetían y se desafiaban el uno al otro, se empujaban el uno al otro y Sunny era tan tozuda y decidida que nunca se rendía ante Boone.
Después de unas cuantas zambullidas, iban a buscar juntos las tablas, nadando uno al lado del otro, a donde el mar las hubiese llevado, y remaban un buen rato en paralelo a la playa hasta que les dolían los hombros y los músculos de los brazos les ardían de cansancio. O echaban carreras cortas y repentinas, como para ver quién llegaba primero a una ola, porque él sabía que eso era lo que ella tendría que conseguir en la gira: llegar hasta la ola ganadora antes que sus contrincantes.
Por eso, él la presionaba y no le daba jamás ninguna ventaja ni oportunidad por ser «chica». Claro que ella no la necesitaba, porque Sunny es tan fuerte y rápida como cualquier tío y más fuerte y más rápida que la mayoría: su cuerpo largo y sus hombros anchos eran perfectos para el agua. Era musculosa y estaba en una forma estupenda, gracias a su estricta alimentación vegetariana, complementada con algo de pescado. La dieta, el yoga, el levantamiento de pesas, las sesiones de ejercicios brutales, las horas interminables en el agua: Sunny se entregaba como una bestia.
Fue K2 quien la introdujo en el yoga.
Más recuerdos, mientras Boone toca el fondo, se arquea y sale disparado hacia la superficie. Emerge y mira en dirección a la orilla.
Todos los chicos rieron cuando Kelly llegó a la playa con aquella estupidez del yoga. A él no le importó, sino que se limitó a extender su esterilla sobre la arena y se puso a hacer aquellos movimientos lentos, a plegarse y a abrirse y a estirar el cuerpo en unas posturas graciosas e imposibles, sin hacer caso de las risitas y las ocurrencias de su entorno.
Se limitó a sonreír y a hacer su práctica.
Después los hizo trizas en el agua.
Que sí, reíd todo lo que queráis, chavales —llamadlo «gurú», «swami», haced vuestras mejores imitaciones de George Harrison—, pero él os destroza en el oleaje. Consigue todas las olas que quiere, encuentra el arranque perfecto y lo borda, con una gracia y unas condiciones atléticas que vosotros solo conocéis en sueños, y aquel hombre mayor lo puede hacer todo el santo día.
Boone zangolotea en el agua, mira la playa, recuerda y ríe.
Recuerda el primer día que Sunny acompañó a K2 en su sesión de yoga. Simplemente se acercó, colocó su esterilla al lado de la de él y empezó a imitar sus movimientos. Él no dijo nada; se limitó a sonreír y a seguir adelante con su serie de ejercicios, pero entonces los chicos se quedaron mirando de verdad, porque aquel monumento haciendo contorsiones era algo digno de ver, vamos. Como que era imposible no querer quedarse mirando. Entonces, uno de los pavos se acercó y se puso al lado de Sunny y no tardaron en sumarse otros y al poco tiempo K2 tenía una clase de yoga en la playa.
Aquello no era para Boone —él hacía sus ejercicios en el agua—, pero Sunny era una adepta, muy consciente de que K2 era una figura paterna para ella. Su padre verdadero se había marchado cuando ella tenía tres años y estaba clarísimo que siempre había querido tener un padre.
—Psicología elemental —le dijo a Boone durante una de sus sesiones de entrenamiento—. Quiero ser consciente de esto para no caer en el estereotipo de tratar de obtener de mi novio el amor que no me dio mi padre.
«No está mal», pensó Boone, que era su novio en aquel entonces.
Por eso le parecía perfecto que Sunny se enganchara al yoga con K2.
—Casi es mejor que tener un padre de verdad —le dijo a Boone.
—¿Cómo es eso?
—Porque, como soy yo la que escoge la figura paterna —respondió—, puedo buscar a alguien que reúna todas las cualidades que quiero que tenga un padre, en lugar de tener que conformarme con lo que sea mi padre de verdad.
—Comprendo.
También lo comprendía K2.
Se lo tomó con mucha naturalidad. No se asustó, jamás hablaba de eso y nunca se aproximó siquiera a la estupidez de decir: «Llámame “papi”, si quieres», sino que siguió siendo como siempre: amable, gentil, sensato y franco.
Todas las cualidades que uno querría encontrar en un padre.
En resumidas cuentas, Sunny tenía a su abuela, Evelyn, y a su figura paterna, K2, y su propio paquete de ADN y de independencia y de amor al mar, de modo que jamás llegó a ser la hija neurótica y jodida de una familia desestructurada del sur de California que va buscando amor desesperadamente y acaba creando otra generación de hijas neuróticas y jodidas de familias desestructuradas del sur de California.
Todo lo contrario: llegó a ser una gran surfista.
Una amante extraordinaria y, después, una gran amiga.
Él recuerda aquella noche en la playa. La marea baja y la niebla espesa. Ella y él bajo el muelle, haciendo el amor mientras el mar les pasaba por encima. Su cuello largo y elegante estaba salado, tenía las manos apoyadas con firmeza en su espalda y las piernas largas y fuertes lo empujaban bien dentro de ella.
Después se envolvieron los dos juntos en una manta a escuchar el ruido de las olitas que rompían contra los pilotes y a hablar de sus vidas, de lo que querían y lo que no querían, y a decir chorraditas para hacerse reír el uno al otro.
Boone la echa de menos.
Sigue nadando, se sube a su tabla, se sienta y mira la playa.
Como el agua misma, la playa también está llena de recuerdos. De pie sobre la arena, miras el mar y recuerdas determinadas olas, remontadas impresionantes, caídas espantosas, conversaciones histéricas y buenos momentos. Te sientas y miras atrás y te recuerdas tumbado y charlando, recuerdas partidos de voleibol y comidas al aire libre; tu memoria te lleva a la noche, en lugar del día, y recuerdas fogatas, que te pones un jersey porque hace frío, guitarras y ukeleles y diálogos serenos.
Recuerda entonces una conversación con K2.
Estaban sentados algo alejados de la fogata, mientras alguien rasgueaba Kuhio Bay al ukelele, cuando K2 dijo:
—El secreto de la vida…
Hizo una pausa y añadió:
—… pequeño saltamontes —le gustaba tomar a coña su condición de gurú local—, es hacer las cosas adecuadas, sean grandes o pequeñas, una tras otra, una tras otra.
Boone acababa de volver a surfear y a la playa, tras meses de un aislamiento que se había impuesto a sí mismo después del caso de Rain Sweeny. Había dejado de ser policía, se había tumbado en el sofá de Sunny hasta que ella lo puso de patitas en la calle y entonces se encerró en su propia casa a compadecerse de sí mismo.
Había vuelto y Sunny —que entonces era su ex— era la única que sabía que no había regresado del todo. Sunny y aparentemente también K2.
Le acababa de decir aquello y lo dejó así, a ver si Boone lo pillaba.
Los dos sabían lo que quería decir:
Has hecho lo correcto.
Ahora, ¿seguirás haciéndolo?
«Pues sí —piensa Boone, mientras ve cambiar la playa de la noche de su recuerdo a la violenta luz solar de una mañana de agosto—, pero ¿qué es lo correcto?»
Tú lo sabes.
Te lo dice tu instinto.
¡Joder, K.!
Efectivamente, pequeño saltamontes: ¡joder!