Mary Lou Baker está de buenas.
Para variar.
La guerrera feliz.
Mira a Alan Burke, que está sentado al otro lado de la mesa, y le dice:
—Vamos, Alan, por favor. Guárdate esa sonrisa críptica que usa el gato con el canario para algún cachorrillo que se impresione con tu currículo. Tengo la confesión de tu cliente. Tengo cinco testigos. Tengo el informe del médico forense que dice que la muerte de Kelly se pudo producir como consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza. En cambio, tú tienes…, déjame ver…, pues eso: nada.
Alan mantiene la sonrisa felina, aunque solo sea para cabrearla más.
—Mary Lou —dice, como si se dirigiese a una estudiante de primer año de Derecho en clase—, haré que el forense testifique que el fuerte golpe en la cabeza se pudo producir al golpear con el bordillo. Haré que tres de tus testigos reconozcan que, a cambio de su testimonio, les redujeron los cargos. En cuanto a la llamada «confesión», ¡vamos, Mary Lou!, ya puedes romperla y tirarla al váter, porque solo sirve para eso.
—El subinspector de investigaciones Kodani tiene una reputación excelente…
—Espera a que acabe con él —dice Alan.
—Está bien —responde Mary Lou. Se echa atrás en su sillón, se lleva las manos detrás de la cabeza y añade—: renunciaremos a las «circunstancias especiales».
—El juez desestimará lo de «especial» antes de que pasemos a las peticiones —dice Alan.
—¿Te lo vas a jugar a los dados?
—Seguro que saco un siete o un once.
Mary Lou se echa a reír.
—De acuerdo. ¿Qué quieres?
—Si aceptas que ha sido homicidio sin premeditación, podemos empezar a hablar.
Mary Lou se pone de pie de un salto, levanta las manos y dice:
—Pero ¿quién te crees que soy? ¿Santa Claus? ¿Es que ahora la Navidad llega en agosto? Mira, no perdamos más el tiempo. Mejor vamos a juicio y dejamos que el jurado vea la causa y condene a tu cliente a cadena perpetua sin libertad condicional, porque ¡cómo se te ocurre venir aquí a hacer bromas!
Alan la mira con los ojos bien abiertos, haciéndose el inocente.
—Claro que podemos presentarnos ante un jurado, Mary Lou. Sería un honor y un placer estar en un juicio contigo. Y nadie te va a echar la culpa si lo absuelven. Estabas maniatada por una investigación que era una chapuza y por una conclusión precipitada, ¿qué otra cosa podías hacer? Seguro que Marcia Clark…
—Aceptaría homicidio impremeditado —dice Mary Lou—. Es lo máximo que te puedo ofrecer.
—Eso supone de quince años a cadena perpetua.
—Pues sí. Me he leído la legislación.
—¿Y la sentencia recomendada?
Ella se vuelve a sentar.
—Tendría que ser algo intermedio, Alan. No insistiré en llegar a la pena máxima, pero tampoco puedo aceptar la mínima. Es que no puedo.
Alan asiente con la cabeza:
—¿Que cumpla entre diez y dieciséis años?
—Estamos en la misma franja.
—Tengo que consultarlo con mi cliente —dice Alan.
—Desde luego.
Alan se pone de pie y le estrecha la mano.
—Es un placer negociar contigo, Mary Lou.
—Siempre, Alan.
La Hora de los Caballeros.