¡Qué suerte tiene Donna Nichols!
Es lo que piensa Boone cuando llega al barrio donde viven los Nichols, al sur de La Jolla, aparca a un par de manzanas de su casa y espera con un burrito de desayuno envuelto en papel, un café para llevar y el ordenador portátil.
Donna sale de la casa poco después de las diez y media. Está de miedo —no cabe duda—, con el cabello rubio recogido en una coleta bajo una visera blanca y su cuerpo firme enfundado en una blusa blanca sin mangas y unos vaqueros de diseño. Boone repara en el sonido metálico del pequeño icono rojo —lo ha programado a intervalos de un segundo— que aparece en la pantalla de su ordenador y adivina hacia dónde se dirige: un centro comercial pijo llamado Fashion Valley.
Boone llega primero y se pone a dar vueltas en torno a un punto central. Como era de esperar, al cabo de unos minutos aparece Donna. La ve entrar en Vértigo, un gimnasio y salón de belleza caro, conque regresa al aparcamiento, busca el coche de ella, aparca la Segunda al otro lado, donde todavía puede verlo, y espera. Recuerda entonces por qué detesta los trabajos de vigilancia, del tipo que sean: porque son un peñazo, sobre todo en una mañana de agosto, cuando ya empieza a hacer calor. Abre la ventanilla de la camioneta, se recuesta en el asiento y trata de dormir un poco.
No tiene suerte.
Está demasiado cabreado para dormir.
«¿Qué pasa? ¿Soy yo este pozo subterráneo de rabia que amenaza con hacer erupción, como un volcán o algo parecido? —se pregunta Boone—. ¿Soy este terremoto inminente? ¿Solo porque me parece una putada que un cabronazo racista que ha decidido matar a alguien no pague toda la factura? Claro que tal vez no se la haga pagar el sistema judicial, pero, según el de Eddie el Rojo, le darán la máxima y no habrá veinte años de apelaciones ni nadie que haga vigilias a la luz de las velas.»
Vamos, tranqui —dice para sus adentros—. Todo este rollo patatero legalista no tiene ninguna importancia, es un «intercambio de ideas y propuestas», como quien dice, un juego de cartas en el que juega los triunfos la voluntad de Eddie de intervenir y jugar a Recoger las 52.
«Pero ¿te hace feliz eso? —se pregunta—. ¿Acaso ahora eres vigilante?»
Entonces se da cuenta de que lo que escucha no es su propia voz, sino la de K2, que le formula las preguntas con suavidad y desempeña su papel de Buda socrático.
Boone no quiere pensar en eso en aquel momento, de modo que se enfurece con Pete otra vez.
«¿Cómo coño se le ocurre fastidiarme hablándome de Rain Sweeny? Y, siguiendo con el tema del “cómo coño”, ¿cómo coño se le ocurrió a Sunny contárselo? ¿Acaso existe algún tipo de hermandad femenina que se confabula contra el tío? ¿Para hacerlo hablar de sus sentimientos?»
Donna se queda en el salón de belleza poco más de una hora y, cuando sale, está más despampanante todavía, si fuese posible. Algún tipo de maquillaje nuevo o un tratamiento dermatológico o algo así. Espera a que salga del aparcamiento y mira la pantalla para ver hacia dónde se dirige.
Al centro.
Va al sur por la 163, sale en Park Boulevard y gira a la izquierda para entrar en Balboa Park. Recorre lentamente las calles estrechas y serpenteantes y encuentra aparcamiento justo al sur del Anfiteatro Spreckels.
Boone pisa el acelerador para alcanzarla y llega a aparcar justo a tiempo para verla caminar hacia el norte por Prado, la calle principal de Balboa Park. La sigue cuando pasa junto al jardín zen hasta el restaurante Prado, donde se encuentra con tres mujeres más y entra.
«Mujeres que se encuentran para comer», piensa Boone.
Compra un periódico, busca un banco enfrente, cerca del Jardín Botánico, y espera. Está sudado y tiene hambre, de modo que, para interrumpir la monotonía, retrocede a pie hasta un quiosco que hay fuera de Prado y compra un pretzel y una botella de zumo de mango; regresa y se sienta, como un desocupado más que deja pasar la tarde en Balboa Park.