Es un artículo de fe entre los surfistas del sur de California que, cuando uno viaja al este de la Interestatal número 5, lo hace por su propia cuenta y riesgo.
En ningún lugar es esto más cierto que en el condado de San Diego.
De hecho, mucha gente establece una distinción clara entre «San Diego» y el «East County»: el este del condado de San Diego. Este último, con razón o sin ella, se relaciona con la meta cristal, los bares para motoristas y la versión del sur de California de los pueblerinos pobres. Si nos seguimos ateniendo a los estereotipos, al oeste de la Interestatal número 5 están los surfistas colocados que fuman hierba y, al este, los motoristas aturdidos que escupen tabaco.
Boone conduce bastante hacia el este, como sesenta kilómetros, hasta la ciudad de Lakeside, en lo alto de unas montañas peladas, justo al norte de la Interestatal número 8.
Lakeside es territorio vaquero.
Vaqueros de verdad —con sombrero, botas y hebillas grandes en el cinturón— a cuarenta y cinco minutos del centro de San Diego. En los aparcamientos de grava de los bares de por allí ves furgonetas con cajas de herramientas incorporadas a la plataforma y perros atados a cáncamos para que nadie robe el contenido mientras su propietario está dentro, tomándose unas cuantas cervezas.
El Club 14 es el típico bunker de bloques de hormigón. Las ventanitas están pintadas de negro para que los polis, las esposas y las novias no puedan ver lo que hay dentro. El pequeño cartel con el número 14 está escrito a mano, rojo sobre negro. Hay docenas de tugurios así en el este del condado: antros donde beben mucho alcohol unos tíos que trabajan mucho y necesitan desahogarse un poco al final del día.
Pues sí, salvo que…
Cuando Boone entra, la música suena a todo volumen.
Los bajos parecen palas de reanimación.
Además, lo que suena no es Merle Haggard, ni Toby o Travis o quien coño sea, sino —a falta de mejor descripción— un heavy-metal de mierda y la clientela no está compuesta por vaqueros, sino por cabezas rapadas. Doc Martens, tirantes, camisetas, tatuajes y toda la pesca.
Boone se sorprende, porque pensaba que aquello había alcanzado su muerte bien merecida años atrás.
«Estupendo —piensa—: ahora tenemos cabezas rapadas retro. Supongo que todo vuelve a estar de moda más tarde o más temprano.»
Con sus vaqueros Bullhead descoloridos, su camiseta Hurley negra y su viejo par de Skechers, Boone queda claramente fuera de lugar.
ISE.
Los skins dan golpes al ritmo de la música y están ciegos de cerveza o de speed. Aquello podría ponerse feo —pensándolo mejor, podría ponerse peor— en un santiamén.
Boone mira a su alrededor y distingue a Mike Boyd echado hacia atrás sobre la barra: con una botella de cerveza en la mano, observa la escena y mueve la cabeza en señal de aprobación.
Boone se abre paso a empujones entre el gentío y se acerca a Boyd.
—¡Eh! —grita Boone por encima de la música.
Boyd parece apenas un pelín sorprendido de verlo, pero también parece medio cocido.
—¡Tres veces el mismo día! ¿A qué debo el honor? ¡Ah! ¿Y cómo tienes el cuello?
—¡Sigue pegado a mi cabeza! —responde Boone—, ¡aunque por poco!
—¡La próxima vez, palmea!
«Pues sí, la próxima vez», piensa Boone. Pero no habrá próxima vez, Mikey.
—¿Cómo me has encontrado? —grita Mike.
—¡Tus chavales me dieron algunas pistas! ¡Espero que no te moleste!
—¡Eres bien recibido aquí! —dice Mike y choca su puño contra el de Boone—. ¡Muy bien recibido!
—¿Qué quieres decir con «aquí»? —pregunta Boone—. ¿Qué es esto?
—¿No sabes lo que es el 14? —pregunta Boyd.
Boone lo niega con la cabeza.
—¡Ya lo sabrás —dice Boyd— cuando te encuentres a ti mismo, cuando sepas quién eres realmente, cuál es tu identidad!
«Ajá —piensa Boone—, esto se está poniendo extraño en serio.»
—¿A qué has venido aquí, Boone?
«Buena pregunta», piensa Boone, con la cabeza a punto de estallarle por el ruido atronador.
Los gustos musicales de Boone pasan por Jack Johnson, Common Sense, Dick Dale, tal vez algo de reggae surfero o algo de buen slack-key hawaiano. Aquella mierda lo está matando.
«Debo de estar envejeciendo —piensa—: ahora me quejo de lo fuerte que ponen los chavales lo que ellos llaman “música”.»
El paso siguiente: la Hora de los Caballeros.
No sabe cómo responder a la pregunta de Boyd. ¿Qué le va a decir? ¿Que no le parece bien que Boyd aparezca dos veces en el mismo caso? ¿Que no acaba de entender cuál es el nexo entre la rompiente de Rockpile, Team Domination y Corey Blasingame?
Al final, resulta que Boyd responde a su propia pregunta.
—¡Has venido aquí —dice— por la misma razón por la cual el salmón remonta el río!
—¿Para desovar? —pregunta Boone—. ¡Me parece que no, Mike!
Hay algunas chicas allí, pero demasiado jóvenes y no son en absoluto el tipo de Boone. Chavalas pálidas, rubias y flacuchas del East County, vestidas con vaqueros negros y botas, totalmente colgadas de sus amigos rapados.
«No pienso desovar aquí, Mike.»
—¡Para cumplir tu destino natural! —responde Boyd.
Resulta verdaderamente extraño y macabro.
«De todos modos —piensa Boone—, mi destino natural es surfear hasta que ya no pueda masticar los tacos de pescado y entonces espero perder el equilibrio y caer en una ola.»
Al oeste de la número 5.
Hablando del 5, ¿qué querrá decir aquel tatuaje?
¿Y qué es esta parida del 14?
La música aumenta —¡es increíble!— de intensidad y los cabezas rapadas empiezan a golpearse entre ellos, se empujan con el pecho, se embisten —retro, retro, retro—, mientras la guitarra principal gime la misma nota una y otra vez y entonces Boone presta atención a la letra.
¡Pumba!
¡Que vean quién soy!
Me limpio el lodo de los zapatos,
lavo el lodo de la calle
para poder volver a caminar
¡como un blanco!
«Acabáramos», piensa Boone.
Boyd se inclina hacia él y le grita al oído:
—¡Catorce! ¡Catorce palabras!
Son las siguientes: «Debemos asegurar la existencia de nuestra gente y el futuro de los niños blancos».
Boone las cuenta: efectivamente, son catorce.
—¡El hombre que lo dijo —grita Boyd— murió en la cárcel!
«No está mal», piensa Boone.
¡Pumba!
¡Se destroza la cabeza del chicano!
¿Y qué veo?
¡Otra manzana queda libre!
Para poder volver a caminar
¡como un blanco!
—¡Dio la vida por la causa! —grita Boyd, ¡con los ojos llenos de lágrimas!—. ¡Todos tenemos que estar preparados para dar la vida por la causa!
«Sí, pero no», piensa Boone.
Yo no.
No por esta causa.
La gilipollez morbosa de los partidarios de la supremacía blanca, neonazis, pichacortos, ceporros, mamones y salvajes.
Los cabezas rapadas se sacuden violentamente, sube la adrenalina y corre la sangre.
«Bien», piensa Boone.
Que se desangren.