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«Bueno, ha sido su venganza», piensa Petra.

Sale del ascensor y entra en el aparcamiento del edificio de oficinas. Aparentemente, que aprecie las sutilezas es mucho esperar por parte de un hombre cuya idea de la sofisticación consiste en ponerse una camisa.

Petra presiona el botón de apertura en su llave con mando a distancia, se estremece cuando suena un bocinazo y se vuelve a decir que tiene que llevarle el coche al vendedor para que le quiten aquella «peculiaridad» tan molesta.

Sube, enciende el motor y se dirige a la salida, bajando un nivel tras otro con curvas muy pronunciadas hasta llegar a la puerta; abre la ventanilla y roza con su tarjeta el aparatito.

«Una especie de contacto humano», piensa.

«Bien hecho, muchacha —dice para sus adentros—. Otra noche que vas a cenar sola, una cena cocinada en el microondas o comprada en un chino para llevar y, ¡por Dios!, ¡ojalá hubiese un restaurante indio decente en el centro de San Diego que repartiera a domicilio, para variar un poco!»

Conduce el coche hacia la calle.

«Debería venir a pie al trabajo —piensa—. Las calles son bastante seguras por la noche y es una tontería ir al gimnasio a darle a la cinta para correr. Además, ¿qué prisa tengo en llegar a casa? Allí suelo hacer lo mismo que hago en la oficina, solo que me quito los zapatos y enciendo la televisión para tener ruido de fondo. Leo documentos, tomo apuntes… y me voy a la cama.»

Sola.

Otra vez.

Pues sí, bien hecho, muchacha.

Baja por la rampa del aparcamiento de su edificio.

Maldito sea, maldito sea, maldito sea.