Boone va a su casa.
Retira de la nevera un filete de pez limón, lo prepara y lo pone sobre la parrilla.
Sunny solía echarle broncas porque fuera capaz de comer lo mismo una y otra vez, un día tras otro, pero Boone nunca comprendió en qué consistía el problema. Su lógica era sencilla: si algo está bien para el martes, ¿por qué no va a estar bien para el miércoles? Lo único que cambia es el día, no la comida.
—¿Y qué me dices de la variedad? —insistía Sunny.
—Está sobrevalorada —respondía Boone—. Nosotros surfeamos todos los días, ¿no?
—Sí, pero a veces cambiamos de sitio.
Sale a dar la vuelta al pescado y ve venir al Marea Alta por el muelle. Boone sale a recibirlo.
—¡Hombre! —dice Boone—. ¿Qué pasa?
—Tenemos que hablar.
Boone abre la puerta y le dice:
—Pasa.
Conoce al Marea Alta desde la universidad, cuando el grandote era una estrella del fútbol americano en la línea defensiva de la Estatal de San Diego y aspiraba a llegar a jugar como profesional. Lo acompañó cuando una lesión en la rodilla puso fin a aquella carrera. Boone no lo conoció en su época de pandillero, cuando el Marea Alta era el amo de las pandillas de samoanos de Oceanside, antes de que encontrara a Jesús y renunciase a todo aquello. Lo había oído contar, claro está, pero no de labios del propio Marea Alta, sino de otras personas.
Entran en la casa de Boone y el Marea Alta se deja caer con suavidad en el sofá.
—¿Quieres algo? —pregunta Boone.
El Marea Alta dice que no con la cabeza:
—Estoy bien.
Boone se sienta en una silla frente a él.
—¿Qué hay?
Por lo general, el Marea Alta es un tío de lo más divertido, pero ahora no: está completamente serio.
—Te has situado del lado equivocado en este asunto, Boone.
—El caso Blasingame.
—Verás… Es que para nosotros no es «el caso Blasingame» —dice el Marea Alta—, sino «el asesinato de Kuhio».
—Y cuando dices «nosotros», ¿te refieres a la comunidad de las islas?
En ella se apiñan los hawaianos, los samoanos, los fiyianos y los tonganos que se han trasladado en grandes cantidades a California.
El Marea Alta asiente con la cabeza.
—Entre nosotros nos peleamos, pero, cuando alguien de fuera ataca la calabash, la comunidad, formamos una piña.
—Ya lo sé.
—No —dice el Marea Alta—, porque, si lo supieras, no te pondrías del otro lado. Estamos hablando de Kelly Kuhio… de K2. ¿Sabes a cuántos isleños admiran los chavales? A algunos jugadores de fútbol, a un par de surfistas… ¿Te acuerdas de cuando las pandillas samoanas se atacaban entre sí?
—Claro.
—K2 fue calle por calle, edificio por edificio, conmigo —dice el Marea Alta—. Se la jugó para conseguir la paz.
—Era un héroe, Marea Alta, no te lo discuto.
El Marea Alta lo mira perplejo.
—¿Entonces…?
—Pero es que quieren linchar a ese chaval —dice Boone— y eso no está bien.
—Deja que lo resuelva la justicia.
—Es lo que estoy haciendo.
—¡Sin tu ayuda! —dice el Marea Alta—. Burke puede contratar al detective privado que le dé la gana. No tienes que ser tú. Te lo advierto: me jode a mí, personalmente, que hayas aceptado este caso y te pido, como amigo, que te abras.
El Marea Alta no solo es un amigo, sino una de las mejores personas, en esencia, que Boone haya conocido jamás. Es alguien que ha rehecho su vida no una, sino dos veces. Un hombre de familia, cuya visión de la familia se extiende a toda su comunidad. Ha regresado y ha trabajado con las pandillas que antes lideraba en las peleas y ha creado un clima de paz y cierta esperanza. Es un hombre inteligente y sensible que no habría ido a pedirle aquello sin habérselo pensado mucho.
«Pero se equivoca —piensa Boone—. Todos los abogados y todos los detectives de la ciudad podrían pasar de aquel caso por el mismo motivo, pero hasta los Corey del mundo, ¡sobre todo los Corey del mundo!, necesitan ayuda. Si algo nos ha enseñado Kelly, ha sido aquello.»
—Lo siento, Joshua. No puedo hacer eso.
El Marea Alta se pone de pie.
—Seguimos siendo amigos, ¿verdad? —dice Boone.
—No lo sé, Boone —dice el Marea Alta—. Tendré que pensármelo.
«Primero Johnny y ahora el Marea Alta —piensa Boone cuando el grandote se ha marchado—. ¿Cuántas amistades me va a costar un capullo como Corey Blasingame?»
Entonces huele a pescado quemado.
Sale corriendo, pero lo que encuentra ya tiene el toque de la comida cajún. Vuelve a entrar, deposita aquello sobre una tortilla con la cebolla morada, va a buscar a la nevera alguna salsa picante, la echa encima del pescado y se zampa todo el revoltijo en unos cuantos mordiscos grandes.
La comida es la comida.
Después llama a Petra.
Todavía está en la oficina, desde luego.
Uno no llega a socio trabajando de nueve a cinco; ni siquiera trabajando de nueve a nueve.
—Hall —dice ella.
—Daniels.
—Hola, Boone. ¿Qué tal?
La pone al corriente de lo que ha sido su día en busca del alma de Corey Blasingame, pero omite su combate en el dojo, la amenaza de Eddie el Rojo y el hecho de que la mitad de sus amigos estén cabreados con él. Ya habrá tiempo para contárselo más tarde.
Cuando él acaba, ella le dice:
—En realidad, no hay mucha información que nos sirva. El padre es un espanto, unas veces es dominante y otras, pasota, y Corey era un surfista mediocre y bastante malo en las artes marciales. Es una pena que no fuera peor. Sin embargo, creo que nos aleja un poco de la cuestión de la pandilla.
—No existe una pandilla de Rockpile, aparte de ellos cuatro —dice Boone—, y parece que su única actividad delictiva consistía en ir por allí tratando de iniciar una pelea.
«Sí, salvo…», piensa.
Siempre hay una puta excepción, ¿verdad? En este caso, la excepción son los dos puntos de contacto. Corey y el resto de los mosqueteros surfean en Rockpile, un lugar famoso por su localismo, donde el sheriff es Mike Boyd. Corey y los muchachos se entrenaban en el gimnasio de Boyd, donde Corey aprendió el puñetazo que acabó con la vida de Kelly Kuhio. El puto «puñetazo supermán».
—¿… cenar tarde o algo así? —está diciendo ella.
—Ah, Pete, claro, me gustaría, sí, pero tengo que trabajar.
—¿Trabajar? —pregunta ella—. ¿Alguien que se describe a sí mismo como «un gandul al que le gusta surfear»?
Ella no insiste demasiado, pero él se da cuenta de que no acaba de creerle y que piensa que se está vengando por lo de la noche anterior.
—Pues sí, nunca se sabe, ¿no? —dice Boone—, pero, oye, alguna otra noche…
—Otra noche. Vale, no te entretengo.
Él corta la comunicación.