Boone se da una ducha en la oficina y se cambia la ropa sudorosa.
El agua caliente le sienta bien, pero apenas. Tiene el rostro hinchado por el ground and pound y le ha quedado en el cuello la marca del estrangulamiento, como si, después de tratar de ahorcarse, hubiese cambiado de opinión. Le duele toda la espalda de la caída al suelo y del puñetazo en el riñón y empieza a pensar que debe de haber formas mejores de ganarse la vida.
Podría trabajar de socorrista… David se ha ofrecido muchas veces a ayudarlo a entrar o podría ser…
Ejem.
Vale, socorrista.
Ya está bien.
El Optimista está a punto de marcharse, porque ha acabado de trabajar y Stouffer y Alex Trebek lo esperan. Decir que el Optimista es una persona rutinaria es como decir que a un perezoso le gusta no hacer nada. Su vida se regula en función de una rutina y un ritual muy estrictos.
Todos los sábados va a la tienda de Ralph y compra siete cenas de la Cocina Magra de Stouffer para calentar en el microondas, evidentemente una para cada noche de la semana. (Para el sábado, filete a la suiza; para el domingo, pavo Tetrazzini; para el lunes, espaguetis a la boloñesa; para el martes, arroz con pollo; para el miércoles… Se entiende, ¿no?) Cena —bueno, es un decir— a las seis en punto de la tarde, mientras mira las noticias locales por televisión, después las noticias de la noche de la NBC y a continuación Jeopardy, del cual suele llevar la cuenta en la cabeza y por lo general acierta. En la media hora que tarda en girar la Rueda de la fortuna, se ducha, se afeita y se pone el pijama y la bata. Regresa frente a la televisión para ver la reposición de Siete en el paraíso, para lo cual el Doce Dedos lo ha suscrito a Tivo, y después se va a la cama. Los sábados y los domingos planteaban alguna dificultad, porque no ponen Jeopardy ni reposiciones de Siete en el paraíso, pero, para resolver el dilema, el Doce Dedos le ha ido acumulando episodios de Las chicas Gilmore y ha jurado guardar el secreto.
A las nueve, el Optimista se va a la cama.
Se levanta a las cuatro, desayuna una taza de té y una tostada de pan de centeno sin mantequilla y consulta los mercados asiáticos. A las ocho, una vez acabada la mitad de su jornada laboral, se premia con otra tostada, que le proporciona el combustible necesario para caminar ochocientos metros. Entonces va a la oficina de Boone, revisa los libros y espera con impaciencia a que Boone aparezca después del Club del Amanecer. Come a las once, cuando el Doce Dedos cruza corriendo a The Sundowner y le trae medio bocadillo de ensalada de atún y una taza de sopa de tomate.
Todos los días lo mismo, sin ninguna variación.
El Optimista es multimillonario y así transcurre felizmente su miserable vida.
Sin embargo, hoy se queda un poco más, para que Boone lo ponga al corriente de su día de diversión y aventura.
—Blasingame parece bastante borde —dice el Optimista.
—¿Cuál de ellos? —pregunta Boone.
—El padre —refunfuña el Optimista.
—Yo empiezo a dudar del hijo —dice Boone.
—¿En qué sentido?
Boone se encoge de hombros. Todavía no sabe concretamente qué es, pero hay algo que no le acaba de cuadrar en toda aquella historia. Cuando se pone a explicárselo, oye la voz de Dan Nichols en la planta baja.
—Busco a Boone Daniels.
—¡Estoy aquí arriba! —grita Boone por las escaleras.
Dan sube.
—Dan, este es Ben Carruthers —dice Boone para presentarle al Optimista—. Ben, este es Dan Nichols.
—Encantado —dice Dan—. ¿Tiene algo que ver con el Ben Carruthers de Carruthers Holding?
—Soy yo —dice el Optimista.
—Siempre había querido conocerlo —dice Dan—. Es usted una especie de ermitaño.
El Optimista hace un gesto afirmativo con la cabeza.
—Tengo una cita. Encantado de conocerlo.
Baja las escaleras.
—Estoy impresionado —dice Dan—. No te voy a preguntar si es cliente tuyo.
—Es un amigo.
—Más impresionado me dejas —dice Dan—. Tu amigo es un genio de las inversiones. Su empresa es la dueña de medio mundo, me parece.
—Es un buen tío.
Dan mira la cara y el cuello de Boone.
—¿Has tenido una pelea?
—He estado practicando en el gimnasio.
—Cosas de detectives privados, ¿no?
«No mucho», piensa Boone.
Los pocos detectives privados que conoce hacen sus ejercicios en bares, levantando chupitos y cervezas.
—Tengo el equipo.
—Bien.
—Por última vez, Dan. ¿Estás seguro de querer saberlo?
Es que hay cosas de las que más vale no enterarse. Es posible que la ignorancia no sea lo mejor, pero el conocimiento tampoco es siempre un cucurucho de chocolate espolvoreado de chucherías. Y si hay algo en el pasado, a veces es mejor dejarlo como está, porque no todo lo que se rescata del fondo del mar es un tesoro.
—No puedo evitarlo, Boone.
Famosas últimas palabras. Como el tío que no puede evitar meterse mal en una ola: hasta que no estás dentro no te das cuenta de que has tomado la decisión equivocada, pero entonces es demasiado tarde. Vas a seguir hasta el final, hasta acabar con una caída espectacular.
—Solo tienes que ponerlo debajo del parachoques —dice Boone—, enganchado a una superficie de metal. Así podré seguirle la pista desde mi furgoneta.
—Parece cosa del 007.
—Sí, más o menos —dice Boone—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera de la ciudad?
—Dos o tres días. Depende.
—¿Tengo tu teléfono móvil?
—Pues sí.
—Cualquier cosa, te aviso.
—Gracias por esto, Boone.
«No hay de qué», piensa Boone, mientras Dan sale.
Y hablando de que no hay de qué…