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La pequeña tienda es un lugar diminuto y escalofriante en un centro comercial de Mira Mesa y su clientela está compuesta por un puñado de detectives privados de verdad, un montón de aspirantes paranoicos crónicos y unos cuantos tíos que sospechan que hay una conspiración en marcha y que el gobierno los ataca con rayos gamma y que no están dispuestos a comprar por internet porque la CIA, el FBI, Homeland Security y Barbara Bush siguen el rastro a lo que ellos descargan. Por lo general, la tienda está llena de curiosos a los que simplemente les gustan los aparatos electrónicos y las pijadas chulas para espías.

Allí hay montones de pijadas chulas para espías: micrófonos ocultos, aparatos de escucha, cámaras que parecen cualquier cosa menos lo que son, dispositivos para crear cookies, dispositivos que impiden la creación de cookies, dispositivos que evitan los dispositivos que impiden la creación de cookies

Boone encuentra el primer artículo que busca: un localizador por GPS ultradelgado, ultrarrápido y a tiempo real. Es una caja negra de unos 16 centímetros cuadrados, con un imán. Lo complementa con una batería con carga para diez días y a continuación busca el artículo siguiente que figura en su lista mental.

El Super Ear BEE 100 Parabolic es un aparato de escucha de forma cónica, indiscreto, desagradable y eficaz, capaz de captar una conversación a una manzana de distancia. Boone elige un grabador digital compatible, con el cable y la extensión correspondientes, y decide que ya tiene lo que necesita para el trabajo. Ya dispone de la cámara, que venía con el equipo básico inicial para detectives privados, junto con el cinismo, un manual de dichos ingeniosos y una banda sonora con un saxofón.

Se acerca al mostrador y le dice al dependiente:

—Si me hablas en vulcano, vomito en el suelo.

—Hola, Boone.

—Hola, Nick —dice Boone.

Cuando no está trabajando, Nick se dedica a jugar a Dragones y Mazmorras. No hay vuelta de hoja. Boone entrega a Nick dos tarjetas de crédito —una es la de la empresa y la otra, la personal— y le pide que le cobre por separado el localizador y el equipo de escucha. Agregará un poco de tiempo a su facturación horaria para cubrir el coste del Super Ear BEE 100 Parabolic y espera que Dan no se entere nunca de su existencia.

Resulta bastante sórdido, pero en realidad lo hace para proteger a Dan. No le ha pedido a Boone pruebas de sonido de la supuesta infidelidad de su esposa, pero Boone las va a conseguir de todos modos, aunque le resulte de lo más incómodo.

Lo que suele ocurrir es que, cuando el engañado se encara con el engañador —«Te he hecho seguir por un detective privado»—, el cónyuge culpable se limita a confesar; pero, de vez en cuando, la parte que tiene la aventura insiste en su versión de que «esto es lo que te digo yo y me atengo a ello», empieza a usar evasivas y lo niega todo, con lo cual tanto el detective privado como su cliente quedan en mala situación.

(Si reúnes a un grupo de detectives privados en un bar después de unas cuantas latas de cerveza, te contarán algunas preciosidades, con respuestas que van desde el simple «Nooooo» —es decir, que aquí no ha pasado nada— hasta la preferida de Boone: «Es que se dedica a organizar actos y estábamos preparando tu fiesta de cumpleaños. ¡Era una sorpresa, cariño!».)

La mayoría de las personas no están dispuestas a creer que sus seres queridos los engañan y algunos se desesperan hasta tal punto que aprovechan la primera escapatoria. Aunque uno les enseñe fotos o vídeos de sus seres queridos entrando y saliendo de una casa o de la habitación de un hotel, no se lo creen, porque se aferran a las excusas más endebles. Una de las que parecen más populares últimamente es: «Solo somos amigos emocionales».

Amigos emocionales. Hay que tener cara. La explicación es que, como el engañado no satisface las necesidades emocionales del engañador, este tiene que buscar «fuera de la relación» para sentirse «validado emocionalmente». Con lo cual se pide al engañado que crea que su pareja y la otra persona han pasado la hora en el motel o la noche en la casa solo hablando de sus sentimientos. ¡Y el engañado, desesperado, se lo traga!

A menos que uno tenga una cinta del cónyuge practicando sentimientos más físicos. Los resoplidos, los gemidos, los jadeos —«¿Cómo es eso, cariño? ¿Es que vas a organizar mi fiesta en el gimnasio?»— y las tonterías que se susurran son, en su conjunto, la típica prueba irrefutable, pero ningún detective privado que se precie quiere presentar todo eso ante un cónyuge ya dolorido, a menos que sea inevitable.

Por consiguiente, lo que se hace es registrar el acontecimiento en sí y guardarlo en algún sitio o hasta que uno no tenga más remedio que mostrarlo. No le dices al cliente que tienes pruebas, porque la mayoría de ellos no pueden resistir la tentación de oír la grabación, por más que uno les recomiende lo contrario.

Sin embargo, la conservas por si acaso. Para proteger al cliente y para protegerse a uno mismo.

Por eso, Boone carga la tecnología para escuchar a escondidas a su propia tarjeta, para que Dan no se percate del gasto, le pida alguna justificación y acabe con los sonidos de los amores ilícitos de su propia esposa en su lista de reproducción mental.

Nick pasa el artículo por el escáner y le pregunta:

—¿Tienes el software necesario para esto?

—Me lo ha conseguido el Doce Dedos.

—Estupendo —dice Nick—. ¿Conoces la nueva versión de este localizador? La puedes configurar para que emita señales cada uno, cinco o diez segundos; tiene una alarma de movimiento y una alerta de movimiento desmontable. Además, conserva un registro de todos los lugares a los que va el vehículo. Ciento ochenta y uno con sesenta y tres centavos, por favor.

Boone paga en efectivo, coge el recibo y sale antes de que le cuenten que los venusianos están inyectando el suero de la verdad en todos los paquetes de avena instantánea Quaker.

Cuando regresa al aparcamiento, se le acercan dos tíos, uno de los cuales le clava una pistola en las costillas.