39

Cinco minutos después, se ha quitado toda la ropa, menos los vaqueros, y se está poniendo los guantes de protección, cuando uno de los alumnos le entrega un protector bucal.

—Es nuevo, ¿no? —pregunta Boone.

—Supongo que sí.

—¿Lo supones?

—Acabo de abrir el paquete.

—Mejor así.

El tío lo mira raro y le dice:

—Soy Dan y soy tu «esquina».

—Pero si esto es un círculo.

—¿Eh?

—Que no tiene… No importa —dice Boone—. ¿Qué hace una «esquina»?

—Te da instrucciones —dice Dan—. Te grita consejos y te da ánimos y ayuda a sacarte del ring si no puedes…, bueno, si no puedes andar.

—Estupendo.

Dan le explica las reglas: van a luchar un solo round de cinco minutos. Se puede patear, dar puñetazos, luchar, forcejear, pero no valen las patadas en los huevos, arrancar los ojos, morder ni patear o pegar rodillazos al contrincante en la cabeza cuando está en el suelo.

—Si te tiene inmovilizada una articulación con una llave o ves que te está estrangulando —dice Dan— y sientes que algo está a punto de estallar o de romperse, dale tres palmadas y te soltará.

—Ya.

—Tenemos un dicho.

—¿Cómo es?

—Más vale dar las palmadas demasiado pronto que demasiado tarde —recita Dan.

—Bien dicho.

«Si uno tuviera que tener una pandilla —piensa Boone—, este sería el momento ideal. ¡Cómo me gustaría ver a David, el Marea Alta o Johnny entrar por esa puerta! Si siento que algo está a punto de estallar o de romperse…»

—¿Listo? —grita Boyd.

Boone ya se ha puesto el protector bucal, de modo que levanta los pulgares en señal de aprobación y se desplaza hasta el centro del ring, mientras trata de recordar los sabios consejos de David el Adonis en el capítulo sobre la lucha. «Si se trata de un tío corpulento —decía David—, procura hacerle levantar los pies del suelo enseguida. Las patas tienen que soportar mucho peso y se cansan fácilmente, sobre todo si tú las ayudas un poco.»

De modo que Boone se acerca y le tira una patada rápida, baja y circular que da a Boyd en la parte inferior de la pantorrilla izquierda. Boyd hace un ligero gesto de dolor, de modo que Boone lo repite de inmediato y se echa a un lado.

Boyd se adelanta y lanza dos golpes rectos con la izquierda, que Boone esquiva. El maestro parece algo sorprendido —Daniels es más hábil de lo que pensaba—, pero sigue avanzando: otros dos golpes rectos, seguidos de un gancho de derecha y después una patada directa para preparar un spinning back fist que pasa zumbando junto a la nariz de Boone cuando este retrocede de un salto. La multitud lanza un «¡Ole!» colectivo.

«¡Joder! ¡Menos mal! —piensa Boone—. Si me hubiese dado, no habría podido ponerme de pie hasta la semana próxima.»

Prueba con otra patada baja a la pantorrilla, pero Boyd está en guardia y aparta la pierna, con lo cual Boone queda desequilibrado. Trata de recuperarse con un recto de derecha, pero Boyd lo elude agachándose, lo agarra a la altura de las costillas, lo levanta sobre su cabeza y lo lleva hacia el borde del ring.

Boone se la ve venir, pero, aunque no la hubiera visto, tiene tiempo suficiente para oír a los espectadores lanzando gritos de júbilo y uno de ellos hasta lo describe: «¡Pum!». A Boone lo llevan como si estuviera de espaldas sobre una ola y mira hacia abajo y ve a Dan que levanta la vista hacia él y hace un gesto de dolor.

—¿Algún consejo? —pregunta Boone.

—¡Diría que estás jodido!

—¿No me ibas a animar?

—¡Ah! ¡Adelante!

Vale. Entonces Boone siente que cae hacia atrás —por un segundo siente esa espantosa sensación de estar cayendo— y trata de recordar lo que le había dicho David: «Mírate el cinturón, para no darte un golpe en la nuca».

Boone se mira el cinturón.

Al cabo de un segundo, cae violentamente sobre la lona y medio segundo después Boyd deja caer todo su peso sobre él. Boone se queda sin aire en los pulmones y siente como si se le hubiera roto la espalda y el mundo empieza a dar unas vueltas muy curiosas.

Ajá, pero ya ha pasado por algo así, debajo de una ola enorme, que pesa mucho más y es incluso más puñetera que Mike Boyd, de modo que sabe que puede sobrevivir. Oye a un par de espectadores que gritan con entusiasmo que Boyd está «consiguiendo un full mount» y le preocupa un poco, porque no sabe qué será eso, aunque recuerda una vez que David y él fueron a un combate de lucha libre de la universidad en el que participaba el hermano menor de Dave y coincidieron en que cualquier deporte que otorgara puntos por montar algo que no fuera un caballo o un toro era, como mínimo, un pelín homoerótico. Ahora tiene a Boyd bien sentado sobre su pecho, como el típico matón de escuela —eso es un full mount—, y empiezan a lloverle codazos en la cara.

Ground and pound! —oye decir Boone.

Eso resume bastante bien la situación, mientras él trata de mover la cabeza para esquivar los golpes. En cierto modo, surte efecto, porque los codos de Boyd rebotan en la cara de Boone, en lugar de partírsela y reventarle los pómulos. Boone coloca los antebrazos en torno a su cabeza y Boyd empieza con puñetazos circulares, tratando de encontrar un hueco donde pegarle.

Boone espera hasta que Boyd se inclina para aumentar la fuerza de su puñetazo y entonces corcovea y arroja a Boyd hacia delante, sobre su propia cabeza. La cara de Boone queda trabada en la entrepierna de Boyd, lo cual no es agradable, pero al menos lo deja fuera del alcance de sus puñetazos. Se desliza por debajo, rueda, se levanta y da la vuelta, justo a tiempo para ver a Boyd poniéndose de pie. Buscando el momento oportuno para darle el puñetazo, Boone gira el hombro derecho y lo suelta justo cuando Boyd se vuelve. El puñetazo le da con fuerza en la mandíbula. Boyd cae hacia atrás, todo despatarrado, rebota en el ring y cae de culo, casi fuera de él.

—¡Sáltale encima! —grita Dan desde la «esquina».

Boone no le hace caso. Simplemente se queda allí, algo confundido. En cualquier otra arte marcial a la cual haya dedicado algo de tiempo —coño, como en la vida misma—, no se golpea a un hombre caído. Es algo que no se hace. Entonces se da cuenta de la diferencia entre las AMM y todo lo demás: en las artes marciales mixtas, el truco consiste en pegarle al tío cuando está en el suelo.

Boyd se pone de pie, sacude la cabeza para despejarla y se acerca a Boone.

—¡Tres minutos! —grita Dan.

«¿Tres minutos? —piensa Boone—. ¿Todavía faltan tres minutos?»

Habría pensado que serían tal vez veinte segundos. Quienquiera que no crea en lo que opina Einstein sobre la relatividad nunca ha pasado un round en un ring. No es que el tiempo vaya más despacio o ni siquiera que se detenga, sino que pone la marcha atrás y retrocede.

Ahora Boone se da cuenta: tendría que haber saltado encima de Boyd y haberlo aporreado hasta dejarlo totalmente inconsciente. Boyd va hacia él; la luz vuelve a brillar en sus ojos y —como dice el chiste sobre el regreso de Jesús— ahora está cabreado.

Y también, sin duda, se muestra más cauteloso, casi respetuoso. Ha visto a Boone sobrevivir al ¡pum!, al ground and pound, escapar y sacudirlo con un solo puñetazo. El surfista tiene manos pesadas —manos de un solo puñetazo— y no parece cansado o ni siquiera sin aliento.

Es que no lo está. Si alguien quiere una sesión de ejercicios cardiovasculares, que salga a remar sobre una tabla de surf. Boone lanza otras dos patadas bajas y apunta una de ellas al interior del muslo de Boyd, para darle en la atería femoral. Boyd hace un gesto de dolor con cada una, pero sigue avanzando. Boone retrocede en círculos para no quedar atrapado contra las cuerdas. Lanza golpes rectos para mantener alejado a Boyd y sigue moviéndose, tratando de ganar espacio, tratando de perder tiempo.

—¡Es un gallina! —grita alguien—. ¡No quiere darte, Mike!

«Tiene razón en los dos casos», piensa Boone.

Lanza otra patada, pero Boyd está preparado y le agarra la pierna, la levanta y lo arroja a la colchoneta. Boone se cubre la cabeza para protegerse del ground and pound, que no llega. Boyd cae sobre él, pero rueda, de modo que Boone queda encima, con la espalda contra el pecho de Boyd.

Boone siente que Boyd le pasa el grueso antebrazo derecho por debajo de la barbilla y le aprieta la garganta y a continuación la mano izquierda de Boyd le aprieta la nuca. Boyd arquea la espalda, estira a Boone y aumenta la presión, como si fuese una soga.

—¡Palmea para rendirte! ¡Palmea! —grita Dan.

Boone se retuerce para tratar de aflojar la llave, pero lo aprieta demasiado. El antebrazo de Boyd está clavado en su garganta. Boone ve los nudos en los músculos gruesos y, justo encima de la muñeca, un tatuaje pequeño.

El número cinco.

Boyd susurra:

—Ríndete, Daniels.

«A la mierda», piensa Boone.

Después pierde el sentido.