Un dojo de verdad huele.
Mal.
Sobre todo a sudor: a sudor rancio y fétido.
Team Domination huele que apesta.
Ocupa el centro del gimnasio un ring circular. Cuando Boone entra, dos tíos ruedan sobre la colchoneta, dentro del ring, practicando jiu-jitsu. Cuelgan del techo unos sacos pesados y otros tres tíos están dale que te pego, alternando puñetazos con patadas bajas y rodillazos. Dos tíos están sentados a horcajadas sobre sacos pesados en el suelo y pegan codazos a sus «contrincantes» derribados. En una esquina, un alumno levanta pesas mientras otro salta a la cuerda.
No hay a la vista ninguno de los símbolos que Boone reconocería de los gimnasios asiáticos de la vieja escuela, como gis, cinturones, pinturas chinas de tigres o dragones, ni un solo crisantemo blanco en un jarrón. Por el contrario, hay pegados a las paredes carteles de estrellas del UFC y frases como «No Gain Without (Other People’s) Pain» [No se puede ganar sin dolor (ajeno)].
Los alumnos no llevan gi, sino que se engalanan con una variedad de prendas de Gen X, sobre todo pantalones cortos y camisetas de camuflaje. Algunos llevan gorras de béisbol negras con la inscripción «Team Dom». Unos pocos van vestidos con un chándal de nailon, porque quieren perder peso. La mayoría de los tíos tienen —muchos— tatuajes en los brazos, por la espalda, en las piernas. El tío que supervisa los ejercicios de jiu-jitsu levanta la vista, ve a Boone y se acerca a él.
—¡Hola! ¿Qué te trae por aquí?
Es Mike Boyd.