En primer lugar, Bill lo hace esperar treinta y siete minutos.
Boone no es demasiado aficionado a los relojes, pero calcula el tiempo mientras hojea unas revistas en la sala de espera de Bill, porque aquello te está diciendo algo, ¿no es verdad? ¿Cómo es posible que, mientras tu hijo está en chirona y se enfrenta a una posible pena de muerte, tú estés demasiado ocupado para recibir a alguien que trabaja para el tío al que has contratado para que lo dejen en libertad?
¿No hay algo que no cuadra?
La recepcionista se siente incómoda y no para de levantar la vista de su escritorio hacia Boone, como diciendo: «¿Es una tomadura de pelo o qué?». Pero no parece dispuesta a decir nada para apremiar a Bill.
Nicole sabe cuál es su misión. Cabello negro largo y brillante, la blusa con suficiente escote para mostrar la promesa de unas tetazas, los labios muy pintados: su presencia indica que Bill es un donjuán y que, si dispones de dinero suficiente, tú también puedes ingresar en el divertido mundo de las grandes propiedades inmobiliarias, el dinero y el sexo. Por consiguiente, ella sigue leyendo Vogue y levantando la vista de vez en cuando para ver si Boone va a aguantar la espera.
La aguanta.
En primer lugar, él cobra por horas y, a la larga, el que paga la cuenta es Bill, de modo que si el tío decide gastar su propio dinero como un gilipollas, a Boone le da igual. Por lo general no te multan por ello.
En segundo lugar, la paciencia es la característica más necesaria tanto en un surfista como en un detective. Las olas van a llegar (o no, según el caso) cuando lleguen y lo mismo pasa con los acontecimientos en un caso. El truco consiste en estar allí cuando eso ocurra, lo cual requiere muchísima paciencia para seguir dando vueltas por ahí.
En tercer lugar, Boone quiere saber si se puede hacer una idea de Corey Blasingame a través de su padre.
Cuando Bill sale finalmente de su sanctasanctórum, mira a Boone y le dice:
—He llamado a la oficina de Alan. Lo conocen.
—¡Qué suerte tengo!
A Bill no le cae bien el comentario. La barbilla, bajo la cual empieza a formarse una papada, se eleva un poquito y mira a Boone como diciendo: «¿Quién te has creído que eres?», pero Boone no reacciona, de modo que Bill dice:
—Ya puede pasar, suertudo.
Echa a Nicole una mirada furiosa, como diciendo: «¿Cómo dejas que cualquiera me dé la paliza de esta manera?».
Nicole se mira las uñas.
«Bien hecho —piensa Boone—, porque las tiene bonitas.»
—Cierre la puerta —dice Bill.
Boone la cierra con la planta del pie. Bill se da cuenta:
—Usted ya ha adoptado una postura, Daniels.
—Es usted la segunda persona que me lo dice hoy —dice Boone.
«Bueno, tal vez la tercera o la cuarta», piensa.
El despacho de Bill tiene una vista impresionante: se ve La Jolla Cove en todo su esplendor, desde la playa de los niños, a la que acuden las focas a descansar, hacia el norte, hasta el tramo en curva de La Jolla Shores, donde está la hamburguesería de Jeff.
Boone descarta la idea de la hamburguesa y va al grano:
—He venido para hablar de Corey.
—¿Tiene alguna noticia que darme? —pregunta Bill.
Se sienta detrás de su escritorio e indica a Boone una silla.
—No. Esperaba que usted tuviera algo que decirme a mí.
—Ya he hablado con Alan y con su chica —dice Bill—. No recuerdo su nombre, la inglesa atractiva…
—Petra Hall.
—Eso es —dice Bill—. No sé qué más puedo decirle a usted que no les haya dicho a ellos. ¿Qué más da? Corey golpeó a ese hombre y lo mató. Ahora lo único que podemos hacer es tratar de conseguir el mejor acuerdo, ¿no es cierto?
—La pandilla de Rockpile…
—Mire —dice Bill—, yo ni siquiera sabía que existía, ¿comprende?, hasta que lo leí en los periódicos. No lo sé. Supongo que el chaval ese, Bodin, venía algunas veces a casa, y los dos hermanos…
—¿Sabe usted cuándo…?
Bill pierde los estribos.
—No —dice—, no sé cuándo. No sé por qué. No sé ni mierda. Soy un mal padre, ¿vale? ¿No es eso lo que quiere que le diga? Ya está, ya lo he dicho: soy un mal padre. «Le he dado al chaval todo lo que necesitaba, salvo lo que necesitaba más: amor.» ¿No es eso lo que tengo que decir ahora? He estado demasiado ocupado con mi trabajo y no le he dedicado suficiente tiempo ni atención. Lo he colmado de objetos materiales, porque me sentía culpable, ¿vale? ¿Ya está bien? ¿Hemos acabado? ¿Ya puede cambiar de postura?
—Asistía a todos sus partidos de béisbol —dice Boone.
—Ah, ya le han contado eso —dice Bill—. Es posible que se me fuera un poco la mano, pero Corey necesitaba un empujoncito: nunca tuvo demasiada iniciativa. Al chaval le faltaba motivación. El chaval era gandul… Tal vez me pasase un poco, así que es mi culpa, ¿vale? Como le grité al chaval en un partido de béisbol, fue y mató a alguien. La culpa es mía.
—De acuerdo.
—¿Tiene hijos, Daniels?
Boone lo niega con la cabeza.
—Entonces no sabe.
—Dígamelo.
Bill le cuenta.
Bill lo crió él solo, porque la madre de Corey murió en un accidente de coche antes de que el niño cumpliera dos años. Un conductor borracho toma a toda velocidad la salida de Ardath e invade el carril contrario y Corey tiene que crecer sin su madre. No fue fácil tratar de criar a un niño y levantar un negocio al mismo tiempo y —lo reconoce— tal vez Bill debería haber parado un poco, convertirse en esclavo de nueve a cinco para regresar a casa a cocinar galletas o lo que fuera, pero él no era así y, como quiso darle a Corey todas las ventajas, tenía que ganar dinero. Una casa en La Jolla cuesta caro, la guardería es costosa, las escuelas privadas están por las nubes. Las green fees para jugar al golf en Torrey Pines cuestan un ojo de la cara, pero, si pretendes hacer el tipo de negocios que él quería hacer, te conviene dar allí el primer golpe y, además, pagar unas cuantas rondas en el club.
Si no tienes hijos, no sabes lo que es, pero en un abrir y cerrar de ojos tienen seis años, después diez, después doce, catorce y acabas con un desconocido en casa, que ya no quiere salir más contigo, que tiene sus propios amigos, y acabas sin verlo nunca o, a lo sumo, ves los rastros que deja: latas vacías de Coca-Cola, una revista encima del sofá, las toallas en el suelo del cuarto de baño. Entras en su habitación y parece una zona de desastre: ropa por todas partes, comida, zapatos…, de todo, salvo el chaval mismo. Vivís en la misma casa, pero como en dimensiones diferentes, y no os veis.
Por eso, cuando Corey decidió que quería jugar al béisbol, Bill pensó que eso les daría la oportunidad de hacer algo juntos. Se entusiasmó, porque Corey nunca había mostrado ningún interés en nada que no fuera salir por ahí, ver la televisión y jugar a videojuegos. El chaval no tenía iniciativa, no era competitivo, de modo que el béisbol estaba bien: era algo que podían compartir. Se puso a pensar que tal vez aquello fuera el camino a seguir para el chaval, su posibilidad de destacar en algo, su manera de hacerse hombre.
Pero no fue así.
El chaval sencillamente claudicó en todo: renunció al béisbol y descuidó sus notas hasta el punto de no poder ingresar en una buena universidad. El plan era que Corey asistiera a clase durante dos años para completar la enseñanza secundaria obligatoria y subir un poco la nota media, hasta encontrar algo que le gustara…, pero a Corey no le fue bien ni siquiera en la Escuela Universitaria para Perdedores, o comoquiera que se llamase. Bill descubrió que hacía novillos para ir a surfear con Bodin y esos otros chavales. Después de que Bill se hubiese roto el culo para que Corey se codease con la élite, la flor y nata, Corey buscaba el mínimo común denominador: otros tres vagos ricos, malcriados y holgazanes que no tenían la menor idea de nada.
La pandilla de Rockpile. Llevaban sudaderas con capucha y tatuajes y hablaban como raperos… Como si no hubiesen tenido la mejor educación que se compra con dinero. Era ridículo. Una puta ridiculez. Eso es lo que era. Ven aquella chuminada por MTV y se creen que son lo que ven.
Bill le dijo:
—Si no quieres ir a clase, trabaja.
Tal vez así aprendiera cómo era el mundo del salario mínimo y eso inspirara un poco su ambición. Pero ¿qué tipo de trabajo consiguió el chaval? Repartidor de pizzas, para poder pasar el día en la playa o en aquel gimnasio de mierda, haciendo pesas y trabajando los abdominales.
Vale, es posible que, de todos modos, aquello no pudiera considerarse una inmersión en el mundo real, porque, aunque el chaval ganaba ocho dólares por hora más propinas, después iba a una casa de tres millones de dólares, con la nevera a tope y una mujer de la limpieza. Tal vez Bill tendría que haberlo echado de casa. «Porque te quiero, te aporreo» y esas chorradas, y en realidad lo pensó, pero, como decía él, en un abrir y cerrar de ojos…
El chaval tiene una agarrada. Un caso absurdo de testosterona disparada por el alcohol. Da un puñetazo que mata a alguien y arruina su propia vida. Porque, seamos sinceros, la vida de Corey se ha acabado. ¿Qué efecto le parece que va a tener la cárcel —aunque sean algunos años, si Alan saca el conejo de la chistera— en Corey? ¿Le parece que podrá soportarlo? El chaval no es fuerte, no es duro, simplemente se va a volver un…
Bill se detiene entonces y mira por la ventana.
«La gente mira mucho por la ventana —piensa Boone— cuando habla de Corey.»
Entonces Bill ríe amargamente entre dientes y dice:
—¿Aquel puñetazo? Fue la primera vez en su vida que Corey llevó algo a cabo hasta el final.
Suena el teléfono y Bill aprieta un botón. Por el altavoz llega la voz de Nicole, que dice:
—Me pidió que le recordara que tiene una entrevista con Phil en la obra…
—Gracias —dice Bill—. Me tengo que ir.
—¿Qué gimnasio?
—¿Cómo dice?
—Ha hablado de un gimnasio —dice Boone—. ¿Cuál es?