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Los cadáveres decapitados de tres hombres en un albañal.

Johnny Banzai los ilumina con una linterna, reprime las náuseas y desciende al fondo de la zanja. Por la relativa ausencia de sangre, deduce que los mataron en otro sitio y los arrojaron allí para que los encontraran.

Es lo que le ocurre a la gente que le hace la puñeta a don Cruz Iglesias.

Steve Harrington se lleva el dorso de la mano a la frente y gime:

¡Ohhhh, mi cabeza!

Muy gracioso, Harrington.

Johnny mira las muñecas de uno de los muertos para ver si lleva algún tatuaje y encuentra justo lo que suponía: una calavera a la que le salen alas por los dos lados. Los Ángeles de la Muerte son una banda callejera de Barrio Logan, perteneciente a la vieja guardia, que ha revivido al engancharse con el cartel de la droga de Ortega, al otro lado de la frontera. Los tíos de Inteligencia Criminal han avisado a Homicidios que Ortega le había disparado a Cruz Iglesias el día anterior y había fallado.

«Las decapitaciones son su respuesta», piensa Johnny.

—¿Llevan encima alguna identificación? —pregunta Harrington.

—Son Ángeles de la Muerte.

—A estas alturas, ya lo son de verdad.

A Johnny no le gustan nada los pandilleros, pero, al mismo tiempo, lamenta que la guerra de los carteles por Baja se haya extendido hasta San Diego y amenace con iniciar una auténtica batalla entre pandillas como no la ha habido allí desde la década de 1990. Los Ortega han reclutado a los Ángeles de la Muerte, Iglesias fichó a Los Niños Locos y no pasará mucho tiempo antes de que empiecen a matar a niños estúpidos y transeúntes inocentes. Preferiría que los carteles mexicanos no sacaran su mierda de México.

«La frontera», piensa.

¿Qué frontera?

—Supongo que tendremos que empezar a buscar las cabezas —dice Harrington.

—Diría que están conservadas en hielo seco dentro de un paquete enviado por UPS cuyo destinatario es Luis Ortega.

—«Lo que el marrón puede hacer por ti.»

«Si hay algo que no necesito en este momento es un triplete sangriento alimentado por los medios de comunicación», piensa Johnny.

El verano es la estación en la que más homicidios se comenten en San Diego. Con el calor, la gente aguanta menos mecha y estalla antes. Lo que en otoño sería una discusión en verano se convierte en una pelea y una simple agresión acaba en asesinato. Johnny tiene un apuñalamiento mortal tras una disputa por una botella de cerveza, disparos desde un vehículo en movimiento después de una discusión en un puesto de tacos y un asesinato doméstico cometido en un apartamento después de que se estropeara el aire acondicionado.

Además, está el caso de Blasingame a punto de ir a juicio y Mary Lou no para de darle la barrila para asegurarse de que lo ha hecho todo como es debido. Pero, vamos a ver, ¿acaso hay alguien capaz de hacerlo todo como es debido? Con cinco testigos presenciales y el niñato de Corey aferrado a su táctica de silencio, Mary Lou ya podría relajarse. Claro que relajarse no cuadra con la naturaleza de Mary Lou.

«Si tuviera a Alan Burke al otro lado, yo tampoco me relajaría», reconoce.

Se obliga a concentrarse en el caso que tiene entre manos, aunque sabe que nunca arrestarán a nadie por él. Ha sido un golpe profesional y los que lo hicieron ya están en México, tomándose unas cervezas.

«Pero igual tenemos que cumplir las formalidades», piensa.

—Oye —dice Harrington—, ¿sabes qué son tres pandilleros mexicanos que han perdido la cabeza?

—No —dice Johnny, porque no tiene más remedio.

En realidad, ya sabe cómo acaba el chiste.

Un buen comienzo.