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Hay dos versiones con respecto al origen del nombre «La Jolla». Algunos dicen que viene del castellano y quiere decir «la joya» y otros dicen que viene de los indios americanos y quiere decir…

«La hoya.»

Boone apoya la segunda interpretación, solo por joder y porque le hace gracia que uno de los barrios más bonitos, caros, exclusivos y esnobs de Estados Unidos se llame «la hoya». Además, porque pertenecía a los indios, así que ellos debían de saber por qué lo llamaban así.

No lo hacían con intención peyorativa, porque la «hoya» en cuestión probablemente hacía referencia a las cuevas en los barrancos de la costa y seguro que el lugar era un paraíso en aquella época, cuando sus primeros habitantes vivían de la pesca, la recolección de mariscos y algo de caza y agricultura, antes de que llegaran los monjes españoles y decidieran que para ellos era preferible ser esclavos cristianos a «salvajes» libres.

En realidad, La Jolla siguió siendo bastante tranquila y bucólica durante mucho tiempo, porque no tenía mucho que ofrecer, aparte de aquellas cuevas, las playas prístinas y un paisaje maravilloso. No había puertos naturales, por ejemplo, ningún lugar para que fondease una flota pesquera. No era más que una larga extensión de costa cubierta de hierba, con algunas formaciones rocosas pintorescas y unos acantilados rojos con agujeros, hasta que en la década de 1880 se produjo el boom inmobiliario, los hermanos Sizer inspeccionaron la zona y compraron algunos terrenos por 1,25 dólares el acre, que viene a ser unos cuatro mil metros cuadrados.

«No estuvo mal la inversión —piensa Boone, mientras sube en coche desde Pacific Beach—, teniendo en cuenta que los terrenos de un acre en aquella zona actualmente se cotizan a dos millones de dólares, si es que se consiguen.»

En 1890, la heredera del imperio periodístico local, Ellen Browning Scripps, decidió que era artista y que La Jolla era un buen lugar para el arte, de modo que inauguró una colonia de artistas, cuyos «colonos» comenzaron a construirse pequeños chalés en la playa, en el barrio del centro que todavía se conoce como «la Colonia». Hoy se ven allí galerías, junto a Prospect o Girard, además de hoteles de cinco estrellas, boutiques, restaurantes, clubes nocturnos y edificios de oficinas caros, y el Museo de Arte Contemporáneo de La Jolla ocupa un lugar destacado en el barranco, aunque el arte que más se practica en La Jolla contemporánea es «el arte de vender».

A Boone también le agrada la etimología de «la hoya» porque su camino lo acerca al infame sumidero de La Jolla.

Hace poco menos de un año, una zona más o menos del tamaño de un campo de fútbol simplemente se hundió en la tierra y se tragó dieciocho viviendas de dos millones de dólares. Justo el día anterior, los ingenieros civiles del ayuntamiento habían advertido a los residentes que no durmieran en sus casas aquella noche, aunque la mayoría no les hizo caso. No hubo heridos graves, pero hubo que rescatar a un puñado de personas.

Los periódicos dijeron que se había producido un deslizamiento de tierras; los reporteros de televisión lo calificaron de «sumidero»; para los geólogos fue un «rompimiento», y el ingeniero civil del ayuntamiento —este fue el comentario favorito de Boone— dijo: «Esta es una zona con mucha actividad geológica».

«¡No jodas! —piensa Boone al pasar cerca de la zona del desastre—. Un barrio entero se hundió en una hoya: así de activa puede llegar a ser la zona.»

Es posible que los aborígenes supieran algo que nosotros no sabíamos, piensa Boone.

Como que no hay que construir encima de una hoya.

Gira a la izquierda y desciende hacia Rockpile, una prueba más de la hiperactividad geológica de la zona.

La pila de rocas que da nombre a la rompiente está compuesta por un montón de rocas rojas, ahora salpicadas de blanco por el guano de la gaviotas, que —no cabe duda— se desprendieron de los acantilados en algún momento indeterminado del pasado y acabaron en el agua. Como cualquier formación de materia sólida en el mar, crearon algo contra lo cual rompen las olas; en este caso se trata de unas izquierdas estupendas, muy atractivas para las descendientes espirituales de Ellen Browning Scripps y para los surfistas.

Por lo tanto, frecuentan Rockpile dos tipos muy diferentes de personas: por un lado, las damas con veleidades artísticas, con zapatos cómodos y prácticos y grandes sombreros, que traen sus caballetes, sus lienzos, sus óleos y sus acuarelas, y, por el otro, los surfistas. Coexisten bastante bien, porque las pintoras por lo general se quedan en lo alto del acantilado y los surfistas están en el agua.

El problema es aparcar.

Rockpile queda en una hondonada, de modo que se baja hasta allí por una calle estrecha y hay un pequeño terreno para aparcar al lado de la playa en sí. Como la superficie es reducida, obviamente hay poco lugar para los coches y ese ha sido el origen de muchos de los problemas recientes de Rockpile.

Los locales se conocen los coches entre ellos y, si ven aparcado allí un vehículo desconocido con una baca portatablas, tanto el vehículo como el conductor podrían tener problemas. Por lo general, los coches sin baca se salvan, porque los locales se figuran que pertenecen a un pintor, que no va a quitarles un espacio valioso en la rompiente. De hecho, algunos de los artistas se han acostumbrado a dejar, por dentro del parabrisas, un cartel de cartón que pone «soy artista».

Boone no lo hace. Aparca la Segunda en la tierra que hay al costado de la carretera, saca su vieja longboard Balty 9’ 3” y la apoya contra el costado de la furgoneta. Mientras se quita la ropa para quedar en traje de baño, echa un vistazo a los demás coches.

A pesar del lugar, en realidad el conjunto parece más bien de clase trabajadora. Hay un par de BMW y un Lexus, pero la mayoría son Ford, Chevy y Toyota. Y relativamente jóvenes, porque hay muchas pegatinas de grupos de música metal en los parabrisas. Otras pegatinas son menos inofensivas: «Si no vives aquí, no vengas a surfear», «Este es territorio protegido», «Exclusivo para asiduos de Rockpile».

«¡Qué bonito! —piensa Boone mientras se echa la tabla al hombro y baja con ella hasta la playa—. Muy civilizado.»

Rockpile es un lugar precioso, no cabe la menor duda. Boone comprende que la gente quiera pintarlo, surfear allí o simplemente ir a pasear. Pasear es prácticamente la única opción que les queda hoy a los surfistas, porque no hay muchas olas que digamos, aunque algunos chavales están en el mar, junto a las rocas, sentados en sus tablas y esperando a que ocurra algo. Ven al forastero que entra en el agua. Son alrededor de diez los que se incorporan y observan a Boone cuando se sube de un salto a la tabla y empieza a remar mar adentro.

Boone se desvía hacia la derecha, hacia lo que sería el extremo de la rompiente, si hubiese olas que rompiesen. Observando la etiqueta del surf, se dirige hacia el extremo de la zona de arranque, sin cruzarse en el camino de una ola, por si alguien tuviese la suerte de subirse a una. Demuestra que tiene modales y que sabe lo que hace, pero, aparentemente, aquello no es suficiente en Rockpile.

Uno de los surfistas se separa del grupo y rema hacia él.

Cuando lo tiene cerca, Boone deja de remar y lo saluda con la cabeza. El surfista tendrá unos veinticinco años, lleva un montón de tatuajes y el cabello corto. Uno de los tatuajes es un número cinco —Boone no sabe lo que significa—, pero el resto son los habituales: nudos celtas, alambres de espinas y cosas por el estilo.

—¿Qué hay? —pregunta Boone.

—¿Qué hay? —pregunta el surfista—. ¿Eres nuevo por aquí, hermano? Creo que no te había visto nunca.

Boone sonríe.

—Hace tiempo que no vengo. Por lo general surfeo en el muelle de Pacific Beach.

—¿Y cómo es que no estás allí?

—Pensé que podía variar un poco.

—¿Y si te lo vuelves a pensar, hermano?

—¿Cómo dices?

—Que te lo vuelvas a pensar, hermano —dice el chaval, en voz más alta y empezando a exasperarse—. Esta rompiente no es tuya.

Boone procura no dejar de sonreír.

—La rompiente no es de nadie hoy, hermano. Si es que no hay rompiente…

Realmente se queda atónito al ver que el chaval quiere empezar una discusión por algo que literalmente no existe. No puede haber aglomeraciones en las olas, porque no hay olas.

—Lárgate, colega —dice el chaval.

Boone mueve la cabeza de un lado a otro y empieza a remar para pasar a su lado. El chaval se coloca en su camino. Boone prueba a pasar por el otro lado y el chaval lo vuelve a interceptar.

—Eso es mala educación, chaval —dice Boone.

¡Qué rara suena la palabra «chaval» en sus labios! No parece que haya pasado tanto tiempo desde que el chaval era él y los veteranos le enseñaban con brusquedad buenos modales.

«¡Por Dios! —piensa Boone—. Dentro de nada estaré en la Hora de los Caballeros, mascujando mi taco de pescado y contando historias sobre los viejos tiempos.»

—¿Y qué vas a hacer al respecto? —pregunta el chaval.

Boone siente la oleada de furia, pero la sofoca.

«No me voy a poner a pelear en el agua —dice Boone para sus adentros—: es demasiado estúpido. Si alguien me viene a empujar…, pues no dejaré que me empuje, sino que retrocederé yo primero. De lo contrario, chavalín, te bajaría de la tabla de un tortazo y te metería bajo el agua, hasta que absorbieras algunos modales y… Amor propio… Amor propio, testosterona y algo más… ¿Tal vez le envidies al chaval su juventud?»

—Quítate de en medio —dice Boone.

No suena demasiado convincente.

Ve a otro surfista que se acerca a ellos remando a todo trapo. El tío es más fornido, corpulento y mayor y se le notan los músculos inmensos de la espalda mientras rema con facilidad.

«¡Qué patada en el culo me van a dar! —piensa Boone—. Voy a hacer que me ataque en el agua una pandilla. Épico.»

—¡Un poco de respeto! —grita el recién llegado cuando se pone a su altura—. ¿Acaso no sabes con quién estás hablando?

Deja de remar y se sienta en la tabla. Es enorme: grandote, de pecho ancho, músculos fuertes, frente cuadrada, abundante cabello castaño peinado hacia atrás con fijador. Probablemente unos treinta y cinco años. A Boone le resulta conocido, pero no sabe de dónde.

—Este es Boone Daniels —le dice al surfista más joven—, el alucinante Boone Daniels. El señor Daniels para ti, cachorrillo, y tienes que tratarlo con respeto.

—Lo siento —farfulla el chavalín—. No lo sabía.

Es que Boone Daniels es un peso pesado y tiene un pase que le permite surfear en cualquier rompiente del gran parque acuático de California, desde Brook Street en Laguna hasta Tijuana Straits. Si uno se mete con Boone, no solo tiene que sacudirlo a él —eso ya es, de por sí, bastante dudoso—, sino que detrás vienen David el Adonis, el Marea Alta y Johnny Banzai.

Por ejemplo, una vez, hace como un par de años, en el muelle de Pacific Beach unos matones que estaban pescando pensaron que Johnny Banzai les había enredado los sedales y se metieron en el agua para encararse con él. Pues sí, cuatro de aquellos valientes malnacidos contra Johnny… durante como cinco segundos…, los que tardaron en acercarse remando Boone, David y el Marea Alta. Y entonces resultó que los pescadores perdieron de golpe las ganas de pegarle, ¡mira tú!

Si gritas «¡lobo!», aparece toda la manada.

—Eres bien recibido aquí —dice el tío de más edad—. Siempre eres bienvenido.

—Te lo agradezco.

—Mike Boyd —le dice, tendiéndole la mano—. Soy compañero de karate de David.

—Eso es —dice Boone, al recordarlo.

David lo había llevado a unos cuantos dojos y estuvieron practicando un poco durante un tiempo. Boone había ido a uno de los torneos de Dave hacía un par de años y allí había conocido a Mike.

—¿Cómo está David?

—Bien, como siempre.

—Hace mucho que no lo veo —dice Boyd—. ¿Seguís con el Club del Amanecer de Pacific Beach?

—Pues sí, ya sabes.

—La pandilla es la pandilla.

—Precisamente.

—¿Y qué te trae por aquí? —pregunta Boyd.

Es una pregunta amistosa; no lo está desafiando, pero hay algo cortante en su tono. Es evidente que Boyd es el sheriff allí y quiere saber lo que pasa en su playa.

—He venido a ver cómo están las cosas —dice Boone.

—Hoy no pasa nada.

—En todas partes está igual —dice Boone. Sueltan unas cuantas chorradas: que no hay olas, el calor que hace, el rollo patatero de siempre, hasta que Boone pregunta—: Oye, ¿conoces por casualidad a un chaval llamado Corey Blasingame? ¿La pandilla de Rockpile?

Boyd se vuelve al surfista más joven y le dice:

—Lárgate, ¿vale?

Cuando el chaval se ha alejado unos metros, Boyd escupe en el agua y después señala con la barbilla el puñado de surfistas que flotan en el mar en calma.

—Yo soy instructor de artes marciales. Brad es mampostero. Jerry es contratista de techos. No vivimos aquí, pero llevamos toda la vida surfeando en esta rompiente. Es nuestro lugar en el mundo. ¿Algunos de los chavales? Pues sí, ellos son vecinos y algunos de ellos pertenecen a familias con dinero, me parece. Viven cerca, de modo que para ellos también es su lugar en el mundo.

—Corey, Trevor Bodin, Billy y Dean Knowles —dice Boone— se llamaban a sí mismos «la pandilla de Rockpile».

—Son chavales ricos y malcriados de La Jolla que juegan a ser lo que no son —dice Boyd—. Aquí no hay pandillas, sino solo un puñado de tíos que hacen surf.

—¿Conocías a Corey? ¿Qué me puedes decir de él?

—Corey es un chaval raro —dice Boyd—. Simplemente quería sentirse parte de algo.

—¿Y no lo era?

—En realidad, no —dice Boyd—. No es más que uno de esos chavales que siempre parecen medio polvorilla.

—Entiendo —dice Boone—. ¿Y Bodin?

—Un gallo.

—¿Un gallo de verdad —pregunta Boone— o solo de gimnasio?

No es lo mismo. Boone todavía no ha visto a ningún luchador que quede mal delante de un saco y la mayoría salen muy bien parados delante de un sparring, donde en realidad nadie quiere lastimar a nadie. Sin embargo, si pones al mismo tío ante un enfrentamiento físico en la calle, en un club o en un bar, tal vez no le vaya tan bien.

—Un poco de los dos —responde Boyd con cautela.

—¿Lo has visto en acción?

—Tal vez.

«Conque “tal vez”, ¿eh? —piensa Boone—. Tal vez Trevor ayudara a Boyd a mantener pura la patria, a hacer cumplir la ley en la playa o en el aparcamiento.»

—¿Y qué tal?

—No lo hace del todo mal —dice Boyd—. Tiene algo, ¿sabes?

«Pues no, no lo sé —piensa Boone—. Bodin se echó atrás enseguida aquella noche en The Sundowner, cuando eran cuatro contra tres. Puede que lo que tiene aflore más cuando las probabilidades juegan más a su favor, como cuatro contra uno.»

—Supongo que sí —dice Boone—. Oye, Mike, dime una cosa. Si hubieses venido remando hasta aquí y yo no hubiese sido amigo de David y todo eso, ¿qué…?

«Porque el chaval no vino hasta aquí por su cuenta, sino que lo enviaste tú, para ver qué pasaba y para echar al intruso. ¿Pensabas “extorsionarme”, Mike, obtener una ganancia económica, incurrir en alguna actividad delictiva?»

—Se te hubiese pedido que tuvieses la bondad de ir a surfear a otro lugar —dice Boyd.

—¿Y si me hubiese negado?

—Se te hubiese pedido que tuvieses la bondad de ir a surfear a otro lugar —repite Boyd—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad.

Boyd asiente con la cabeza y se da la vuelta para mirar el mar, totalmente liso, y entonces dice:

—De modo que ahora somos los malos, supongo, ¿no? ¿Somos los neandertales, los bestias que damos mala fama al surf, simplemente porque un chaval que está mal de la olla asestó un buen puñetazo?

—Yo no he dicho eso.

—Lo único que yo quería —dice Boyd—, lo único que quiero ahora, es una pequeña extensión de agua en todo este puto mundo. Solo quiero un lugar al que pueda venir a surfear. ¿Es mucho pedir, Daniels? ¿Qué dices?

«No lo sé —piensa Boone—. Tal vez sí.»