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David el Adonis está sentado en lo alto de la torre del socorrista.

Boone se acerca hasta la base de la torre y pregunta:

—Solicito permiso para subir a bordo.

—Concedido.

Boone sube la escalerilla y se sienta al lado de David, que ni siquiera vuelve la cabeza en señal de que ha advertido su presencia. Dave mira fijamente el mar, cuyas partes menos profundas están abarrotadas de turistas, y no aparta la vista del agua. Claro que el océano está tranquilo, pero Dave sabe por experiencia con qué rapidez el tedio se puede convertir en terror. Los miembros del Club del Amanecer dicen en broma que Dave usa la torre como mirador para observar a las turistas —y lo hace—, pero la verdad es que, cuando David está de guardia y hay gente en el agua, se toma su trabajo muy en serio.

Es la norma que el padre de Boone le había inculcado, la norma con la que han crecido todos:

«Nunca vuelvas la espalda a una ola.»

Jamás vuelvas la espalda, tampoco, a la ausencia de olas, porque, en cuanto lo hagas, aparecerá de quién sabe dónde una auténtica trituradora rugiente que te dará una paliza. Es posible que el océano presente un aspecto sobre la superficie, pero debajo siempre ocurre algo diferente, algo que tal vez comience a miles de kilómetros y que se dirija hacia ti, y de eso nunca te enterarás hasta que llegue.

David ha estado de guardia un día en el que el mar está totalmente plácido, hasta que viene una puta resaca y se lleva a unos cuantos nadadores y ya estamos y los escasos segundos que podría haber tardado en reponerse de la sorpresa les costarían a ellos la vida. Dadas las circunstancias, no se sorprendió: el agua nunca lo ha sorprendido, porque, por mucho que la adoremos, es una zorra traicionera. Temperamental, voluble, seductora, poderosa y mortal.

Por eso, la cabeza de David no se vuelve nunca hacia Boone mientras hablan. Los dos miran de frente al agua.

—¿Me das tu opinión sobre algo? —pregunta Boone.

—¿Vienes en busca de la sabiduría, pequeño saltamontes?

—¿Tú crees —dice Boone— que somos una élite de fardones enteraos que no vemos más allá de nuestras propias narices cubiertas de óxido de zinc?

David se toca el puente de la nariz para comprobar si el óxido de zinc sigue fresco.

—Pues casi que sí —dice.

—Ya me parecía —dice Boone y se pone de pie.

—¿Eso es todo?

—Pues sí.

—Adiós.

—Gracias.

De nada.

Boone se va por la playa a pie.