Boone va directo a la playa.
Es el lugar al que siempre acude cuando está cabreado, triste o confundido. Mira el océano en busca de una respuesta o, por lo menos, de consuelo.
«Lo de Petra es una gilipollez —piensa, mientras contempla el mar aletargado—, la típica chorrada del abogado defensor. La culpa siempre la tiene otro, nunca es del pobre delincuente, que no es más que una víctima de la sociedad. Conque una turba quiere linchar a Corey. ¡Y una mierda! Cuatro tíos que van a la casa de otro y lo muelen a palos: eso es una turba que pretende linchar.»
Claro que Pete no es una de esas izquierdistas naturistas que reaccionan sin pensar, son adictas a la Radio Pública Nacional y conducen un Volvo. Ella defiende con entusiasmo la curva de Laffer, opina que los que desparraman la basura deberían ir a la cárcel y —¡por Dios!— posee un arma de fuego. ¡Caray! Si no le pagaran por hacer lo contrario, propondría que colgaran del peñol al chaval ese de Corey.
La playa está repleta hoy, sobre todo de familias. Hay un montón de niños corriendo por todas partes y no parece importarles que no haya olas. Seguro que sus progenitores están la mar de contentos, porque se pueden relajar y dejar que los niñitos se suban a sus tablitas en medio de la espuma. Otros niños lanzan frisbees, juegan al paddle-ball o construyen castillos de arena. Algunas mujeres duermen en tumbonas, con libros en rústica abiertos en el regazo.
La gente pasea sobre el Muelle de Cristal, disfruta del paisaje, el sol y el agua azul. Unos cuantos pescadores se apiñan en el extremo del muelle, con el sedal metido en el agua, en gran medida como mera excusa para estar ahí fuera un día en que los peces no pican. Debajo del muelle hay unos cuantos surfistas que salen a la hora de comer, más por hábito que por la esperanza de que aparezca alguna ola decente. De todos modos, es mejor que estar sentados en el cubículo de la oficina, esperando a que vuelva a sonar la campana para hacerlos regresar a la chorrada que los aguarde encima del escritorio.
Pete tiene razón sobre lo del linchamiento, reconoce Boone a regañadientes. Los periódicos se han llenado de editoriales y cartas que exigen una reacción enérgica al asesinato de Kuhio, en los programas de entrevistas de la radio se ha criticado el deterioro de Pacific Beach y tanto las personas que llaman como los presentadores piden a gritos que se tomen «medidas enérgicas».
De modo que al gilipollas de Corey le cae encima parte de ese peso. ¿Es tan injusto? Después de todo, ha matado a alguien.
Se cierra el caso.
¿De verdad? ¿Fue el puñetazo lo que mató a Kelly o la acera? Tú mismo has estado en unas cuantas escaramuzas y has dado un par de puñetazos. ¿Y si el receptor de alguno de ellos hubiese caído hacia atrás y se hubiese golpeado la cabeza con algo implacable que lo hubiese enviado al otro barrio? ¿Habrías sido por eso culpable de asesinato y habría justificado que te encerraran en una celda por el resto de tu vida?
Depende.
¿De qué?
Precisamente de la mierda que Alan Burke quiere que investigues. Ya conoces el juego: un abogado de primera como Alan es demasiado listo para pedir la absolución; intentará que el jurado se decante por un cargo menor y orientará el caso para que se dicte sentencia durante la audiencia. Bueno, eso suponiendo que se llegue a juicio, porque lo más probable es que trate de encontrar algo que convenza a la fiscal de llegar a un acuerdo con el chaval.
Boone vuelve a mirar el mar: una bandada de pelícanos pasa rozando su superficie. Una leve brisa huele a aire salado y bronceador.
«¿Tendrá razón Pete? —se pregunta Boone—. ¿Será por eso por lo que estoy tan cabreado? ¿Habrá confirmado este asesinato algo que sé hace mucho tiempo, pero que no quería reconocer: que el surf no es la utopía que siempre he querido que fuese, que necesitaba que fuese?»
Decide ir a ver a su sacerdote.