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Ocurrió en el exterior de The Sundowner.

Eso lo empeoró aún más, porque aquel bar-restaurante es un icono en el ambiente del surf de San Diego. Decoran sus paredes fotografías descoloridas de grandes surfistas locales cabalgando las olas y cuelgan del techo tablas famosas que han permitido lograr algunas de aquellas hazañas.

Sin embargo, lo de The Sundowner va más allá de unos objetos de interés: simboliza la hermandad —no solo de hombres sino también, y cada vez más, de mujeres— del surf. Un lugar de reunión como The Sundowner representa la ética del surf —paz, amistad, tolerancia, individualidad—, una filosofía general de que los que tienen una pasión en común forman, sin duda, una comunidad. En síntesis, todo lo que Kelly Kuhio predicaba con el ejemplo.

En Pacific Beach, esa comunidad se reúne en The Sundowner. Comparten una comida, una copa, algunas anécdotas, unas carcajadas. De vez en cuando entran unos cuantos turistas y beben unas copas de más o algún cabeza hueca del este de la número 5 buscando camorra —en esos casos suelen intervenir los gorilas oficiosos, como Boone, David o el Marea Alta—, pero los surfistas nunca causan problemas en The Sundowner. Evidentemente, puede ocurrir que un surfista beba demasiadas cervezas y quede tan trompa que sus camaradas tengan que llevárselo, que un tío se desplome sobre el suelo (por ejemplo, en los martes del Mai Tai) o que un chaval intente surfear una mesa y acabe en Urgencias para que le den unos cuantos puntos, pero lo que no hay es violencia.

Al menos antes no la había.

La verdad desagradable y dolorosa es que la violencia se ha ido filtrando en la comunidad del surf desde hace algún tiempo, en realidad desde mediados de la década de 1980, cuando la época de los surfistas hippies en éxtasis por las drogas dio paso a algo un poco mas tenso. Con los años se pasó de la hierba a la coca y de la coca al crack, del crack al speed y del speed a la meta y la meta es una droga violenta como la gran puta.

El otro problema era la superpoblación: demasiada gente quería un lugar en una ola en la que no había lugar para todos; demasiados coches buscando aparcar en un lugar en el que no cabían todos.

En la jerga del surf apareció una palabra nueva.

Localismo.

Fácil de comprender —los surfistas que vivían cerca de una rompiente determinada y que habían surfeado allí toda la vida querían defender su territorio de los recién llegados que amenazaban con abarrotar una porción de agua que consideraban suya—, pero muy desagradable.

Al principio, los locales ponían carteles de advertencia: «Si no vives aquí, no vengas a surfear aquí». Después, empezaron a destrozar los coches de los desconocidos: les enjabonaban la carrocería, les rajaban los neumáticos y les destrozaban los parabrisas. A continuación, entraron directamente en el terreno físico y los lugareños daban palizas a los recién llegados: en los aparcamientos, en la playa e incluso en el agua.

Para surfistas como Boone, aquello era un sacrilegio.

No se combate en el agua. No se amenaza, no se dan puñetazos, no se muele a palos a nadie. El mar es para surfear. Si un tío se mete en tu ola, lo aclaras, pero no contaminas con violencia un lugar sagrado.

—Combatir en la zona de arranque —opinó David en una sesión del Club del Amanecer— sería como robar en la iglesia.

—¿Tú vas a la iglesia? —preguntó el Doce Dedos.

—No —respondió Dave.

—¿Has ido a la iglesia alguna vez? —preguntó el Marea Alta.

Él sí que va: desde que dejó atrás su época de pandillero, el Marea Alta va a la iglesia todos los domingos.

—No —respondió Dave—, pero una vez conocí a una monja…

—Me parece que no quiero enterarme —dijo el Marea Alta.

—Es que no era monja cuando la conocí…

—Me lo creo —dijo Boone—. ¿Y qué pasa con ella?

—Que hablaba de eso.

—¿Hablaba de robar en las iglesias? —preguntó Johnny Banzai—. ¡Dios mío! No me extraña que ya no fuera monja.

—Lo que quiero decir —insistió Dave— es que luchar mientras se hace surf es…, es…

—«Sacrílego» es la palabra que buscas —dijo Johnny.

—La verdad —respondió Dave— es que encajas en un montón de estereotipos de los asiáticos: mejor vocabulario, mejor rendimiento en la escuela, mejores notas en el test de aptitud escolar…

—Tengo mejor vocabulario —dijo Johnny—, mejor rendimiento escolar y obtuve mejores notas en el test de aptitud escolar.

—¿Mejores que Dave? —preguntó el Marea Alta—. Para eso no hace falta ser asiático: basta con presentarse.

—Yo tenía otras prioridades —dijo Dave.

Se trata de la lista de cosas que están bien, un inventario sometido constantemente a discusión y a revisión durante el Club del Amanecer y que, a la inversa, requería una lista de cosas que están mal, que, en el momento actual, incluye las siguientes:

  1. Que no haya olas
  2. Las olas pequeñas
  3. Que el mar esté lleno de gente
  4. Vivir al este de la número 5
  5. Trasladarse al este de la número 5
  6. El sarpullido provocado por el traje de neopreno
  7. Los vertidos de aguas residuales
  8. Los portatablas de surf en los BMW
  9. Los turistas con tablas alquiladas
  10. El localismo

Los puntos 9 y 10 eran objeto de controversia.

Todos estaban de acuerdo en que no sabían muy bien qué pensar acerca de los turistas con tablas alquiladas, sobre todo las tablas largas de espuma de poliestireno. Por una parte, eran un auténtico coñazo y, como buenos ineptos, estorbaban en el agua con sus caídas espectaculares, su ignorancia y su falta de cortesía surfística, pero, por la otra, eran una fuente inagotable de diversión, entretenimiento y empleo, teniendo en cuenta que el trabajo del Doce Dedos consistía en alquilarles las tablas y el de David en sacarlos del agua cuando trataban de ahogarse.

Sin embargo, era el punto 10, el localismo, el que suscitaba debates y discusiones serios.

—Entiendo lo del localismo —dijo el Marea Alta—. Quiero decir, que no nos gusta que se metan extraños en el Club del Amanecer.

—No nos gustará —coincidió Johnny—, pero no los molemos a palos. Somos civilizados.

—Nadie es dueño del mar —insistió Boone— ni de ninguna de sus partes.

Sin embargo, tenía que reconocer que, incluso en su corta vida, había sido testigo del gradual abarrotamiento de sus queridas rompientes, a medida que el surf se popularizaba y ganaba adeptos. Daba la impresión de que en aquella época cualquiera era surfista y de que el agua estaba llena de gente. Los fines de semana eran ridículos a más no poder y, con la cantidad de surfistas (en su mayoría malos) que había entre las olas los sábados y los domingos, a veces Boone tenía ganas de escaquearse.

Sin embargo, no importaba: era algo que había que soportar. Uno no podía delimitar un trozo de océano como si fuera un terreno de su propiedad. Lo que tenía de bueno el mar era que no estaba en venta: no podías comprarlo, poseerlo ni cercarlo, por más que los nuevos hoteles de lujo que estaban apareciendo en la orilla como si fueran lesiones cutáneas intentaran bloquear los caminos de acceso a la playa y mantenerlos «privados». El océano, en opinión de Boone, era el último bastión en el que aún imperaba la democracia pura: cualquiera —sea cual fuere su raza, su color, su credo, su posición económica o la falta de esta— podía compartirlo.

Por eso, el localismo le parecía comprensible, pero, en definitiva, erróneo.

Algo malo.

Algo malo y, además, maligno, porque, cada vez con mayor frecuencia en los últimos años, Boone, David, el Marea Alta y Johnny habían tenido que actuar como conciliadores e intervenir en disputas en el agua que amenazaban con convertirse en peleas. Lo que había sido excepcional se volvió algo corriente: evitar que unos lugareños golpearan a un intruso.

Pasó una vez, justo en Pacific Beach. No fue durante el Club del Amanecer, sino un sábado por la tarde, de modo que el agua estaba atestada de lugareños y de gente de fuera. Había tensión en el arranque —demasiados surfistas trataban de pillar las mismas olas— y a uno de los locales se le fue la olla. Un forastero le había cortado el arranque y lo obligó a abandonar; después de chapotear en la espuma, el lugareño salió tras el tío. Lo peor fue que sus compinches lo siguieron.

Podría haber sido serio —una paliza tremenda—, de no ser porque David estaba en la torre y Johnny, en la orilla, jugando con sus hijos. Johnny fue el primero en llegar y se interpuso entre los lugareños airados y el forastero bobales e intentó hacerlos entrar en razón; pero los locales no se convencían y parecía que la cosa iba a pasar a mayores cuando aparecieron Dave y después Boone y el Marea Alta: el Club del Amanecer en su conjunto logró apaciguarlos.

Pero Boone y los demás sheriffs del Club del Amanecer no estaban en todas las rompientes y el fiero rostro del localismo asomó con el ceño fruncido en muchos lugares. Se empezaron a ver pegatinas para el parachoques que proclamaban «Territorio protegido» y los propietarios de aquellos coches —demasiado a menudo impulsados por la meta y la cerveza— pensaban que tenían derecho a hacer cumplir el edicto. Determinadas rompientes de la costa de California se convirtieron prácticamente en zonas prohibidas y hasta los informes de surf advertían a los «forasteros» que no se acercasen a ellas.

Como consecuencia, aparecieron una especie de «pandillas» que reivindicaban como suyo un territorio oceánico.

Era ridículo, pensaba Boone. Una estupidez. Nada que ver con el surf. Pues sí, pero así era. Una cicatriz en el cuerpo oceánico, aunque Boone no quisiera reconocerlo.

Sin embargo, jamás pensó que ocurriría en The Sundowner.

The Sundowner pertenece a la vieja escuela. Al entrar allí, uno encuentra a tíos del Club del Amanecer, de la Hora de los Caballeros, surfistas del circuito profesional, personas de otras ciudades que peregrinan a una meca del surf. Todo el mundo es bien recibido en The Sundowner.

Tal vez Boone debería haberlo visto venir. Estaban todos los indicios, literalmente, porque empezó a verlos en los escaparates de otros bares de Pacific Beach, donde se leía: «No se admiten gorras», «Prohibido usar colores de pandillas».

¿Cómo que «colores de pandillas»?

¿Colores de pandillas en la avenida Garnet?

Pues sí y eso era un problema. En los últimos años habían empezado a llegar pandillas a Pacific Beach. Pandillas de Barrio Logan y de City Heights, pero también pandillas locales, pandillas de surfistas —pues sí, ¡pandillas de surfistas!— reclamaban clubes y manzanas enteras como su territorio particular y los defendían de otras pandillas. Cada vez más bares comenzaron a contratar gorilas y personal de seguridad profesionales a jornada completa y las calles relajadas y dichosas de Pacific Beach se volvieron inseguras por la noche.

Pero en The Sundowner no podía pasar una cosa así.

Y sin embargo ocurrió.