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Boone se dirige a pie a su oficina, situada en el primer piso de la tienda Pacific Surf, donde el Doce Dedos está bastante entretenido alquilando tablas de bodyboard y aletas a los turistas. En aquel momento, el Doce Dedos está atendiendo a una familia de cinco miembros y los niños discuten por el color de la tabla. El Doce Dedos no parece demasiado contento. Hablando de alegría, le advierte:

—Arriba está el Optimista.

Ben Carruthers, alias el Optimista, es amigo de Boone, un millonario taciturno que podría participar en la Hora de los Caballeros, si no fuese porque aborrece el agua. Hace treinta años que vive en Pacific Beach y en verdad jamás ha estado en la playa ni en el Pacífico.

—¿Qué te disgusta de la playa? —le preguntó Boone en una ocasión.

—La arena.

—Si es que la playa es arena.

—Precisamente —respondió el Optimista—. Y tampoco me gusta el agua.

Con lo cual queda clarísimo: aborrece la playa.

El Optimista es, como mínimo, excéntrico y uno de sus objetivos más insólitos es una cruzada quijotesca para dar estabilidad a las finanzas de Boone. La absoluta futilidad de su empresa lo vuelve beatíficamente infeliz y de ahí deriva su sobrenombre. En este preciso instante, su cuerpo alto se inclina sobre una anticuada máquina de sumar. Su cabello gris pizarra, cortado muy corto, parece acero cepillado.

—Ya era hora de que aparecieses —dice, mirando de forma significativa su reloj de pulsera cuando Boone entra.

—Todo va muy lento —dice Boone.

Se quita el traje de baño de surfista, se quita las sandalias de una patada y entra en el pequeño cuarto de baño contiguo a su oficina.

—¿Y te parece que todo irá más rápido si no te presentas hasta las once? —pregunta el Optimista—. ¿Te parece que el trabajo flota en el agua?

—A decir verdad… —dice Boone mientras abre la ducha. Cuenta al Optimista su conversación con Dan y añade con cierta satisfacción sádica que Nichols le pagará una cuota fija considerable.

—¿Le has pedido una cuota fija? —pregunta el Optimista.

—Ha sido idea suya.

—Por un momento —dice el Optimista— pensé que habías aprendido un poco de responsabilidad fiscal.

—¡Qué va!

Boone permanece en la ducha solo el tiempo suficiente para enjuagarse el agua salada de la piel; después sale y se seca. No se molesta en envolverse la toalla en torno a la cintura cuando regresa a la oficina a buscar una camisa limpia —bueno, una camisa que no esté demasiado sucia— y unos vaqueros.

Petra Hall está allí de pie.

«¡Cómo no!», piensa Boone.

—Hola, Boone —dice ella—. Me alegro de verte.

Está espléndida, con un elegante traje de hilo, el cabello negro con un corte retro a lo paje y los ojos violetas que resplandecen.

—¿Qué tal, Pete? —dice Boone—. Me alegro de que me veas.

«Tranquilo», piensa, mientras retrocede para volver a meterse en el cuarto de baño.

«Qué imbécil.»