Los disparos de un AK-47 destrozan la ventana.
Cruz Iglesias se tira al suelo. Fragmentos de vidrio y trozos de revoque caen sobre él cuando alarga la mano hacia atrás para coger su 9 milímetros y empieza a disparar hacia la calle. No hacía falta que se molestara, porque los disparos de las ametralladoras de sus propios pistoleros eclipsan sus esfuerzos.
Uno de sus hombres se arroja encima de su jefe.
—¡Quítateme de encima, pendejo! —dice Iglesias con brusquedad—. Ya es demasiado tarde para eso. ¡Dios mío! Si mi vida dependiera de vosotros…
Rueda para alejarse del sicario sudoroso y toma nota mentalmente de exigir que todos sus empleados se pongan desodorante. ¡Qué asco!
Al cabo de una hora llega a la conclusión de que Tijuana es demasiado peligroso durante su guerra territorial contra los Ortega por el lucrativo negocio del narcotráfico. Son tiempos difíciles —cada vez hay menos pastel para repartir y no queda margen para llegar a acuerdos—, sobre todo con sus pérdidas recientes. Tres horas después, entra en coche en Estados Unidos por San Ysidro. Ningún problema: Iglesias tiene doble nacionalidad.
El coche lo conduce a una de sus casas de seguridad.
En realidad, no es tan terrible estar en San Diego —si uno soporta la comida, que es inferior—, porque tiene allí varios asuntos que reclaman su atención.