En pleno agosto, un día de un calor espantoso, el tío lleva puesto un traje ligero de algodón con rayas azules, camisa y corbata blancas. Su única concesión a los efectos potencialmente perniciosos del sol fuerte en su piel clara es un sombrero de paja.
Es que Jones opina que así es como debe vestir un caballero.
Camina por el paseo entarimado a lo largo de Pacific Beach y observa a dos surfistas que regresan a la playa con la tabla bajo el brazo a la altura de la cadera.
Sin embargo, Jones no tiene la mente puesta en ellos, sino en el placer.
Se deleita con un recuerdo del día anterior, cuando atizaba con una vara de bambú —con suavidad, lentamente y muchas veces— las espinillas de un hombre que, colgado por las muñecas de una tubería del techo, se balanceaba un poco con cada golpe.
Un interrogador menos sutil habría pegado con más fuerza, para hacer añicos el hueso, pero Jones se enorgullece de su sutileza, su paciencia y su creatividad. La espinilla rota produce un dolor atroz, pero duele una sola vez, aunque bastante rato. Los golpes suaves y repetitivos se volvían cada vez más dolorosos y prever el golpe siguiente resultaba terrible para la mente.
El hombre, que era contable, le dijo a Jones todo lo que sabía al cabo de apenas veinte golpes.
Los trescientos siguientes fueron solo por placer —el de Jones, claro está; no el del contable— y para expresar el desagrado del jefe de los dos ante la situación. A don Iglesias, el capo del cartel de Baja, no le gusta perder dinero, sobre todo por una tontería, y contrató a Jones para que averiguase el motivo real de dicha pérdida y castigase a los culpables.
El contable tardará unos cuantos meses en volver a caminar sin hacer gestos de dolor y don Iglesias sabe ahora que el origen de sus pérdidas no está en Tijuana, donde ha tenido lugar la paliza, sino aquí, en el soleado San Diego.
Jones va en busca de un helado: la idea le resulta muy agradable.