La Hora de los Caballeros es una vieja institución del surf.
La Hora de los Caballeros, el segundo turno del horario diario del surf, reemplaza al Club del Amanecer, a medida que los hombres más jóvenes y más impetuosos de la sesión de las primeras horas de la mañana van a sus trabajos y dejan la playa a los veteranos[1] mayores: jubilados, médicos, abogados y empresarios de éxito que no tienen que cumplir un horario de nueve a cinco.
Los jóvenes se pueden quedar a la Hora de los Caballeros, pero les conviene respetar una serie de normas no escritas:
Es que a los caballeros de la Hora de los Caballeros les gusta hablar. Con decir que la mitad del tiempo ni siquiera se meten en el agua, sino que se limitan a dar vueltas en torno a sus tablas de madera clásicas y contar anécdotas. Comparten recuerdos de olas del pasado, olas que, a medida que pasa el tiempo, se vuelven más grandes, más gordas, más pérfidas, más dulces y más largas. Es natural, es de esperar y Boone, incluso cuando era un grumete de lo más repelente —y pocos hubo que fueran más repelentes que él—, descubrió que, si dabas vueltas por ahí y mantenías cerrada la estúpida bocaza, podías aprender mucho de aquellos tíos, porque realmente había algo valioso detrás de tantas gilipolleces.
Todo lo que uno cree que es el primero en ver aquellos tíos ya lo han visto. En la Hora de los Caballeros sigue habiendo gente mayor que ha inventado aquel deporte, que te pueden hablar de salir a remar hacia olas que nunca nadie había surfeado antes, que todavía te pueden dejar vislumbrar a través de ellos algo de la época dorada.
Algunos de los tíos de la Hora de los Caballeros no es que sean mayores; solo son triunfadores. Son profesionales o los dueños de sus negocios y todo les va tan bien que no tienen necesidad de presentarse en ningún sitio, más que en la playa.
Uno de aquellos afortunados es Dan Nichols.
Si alguien quisiera hacer un anuncio de televisión con un surfista californiano de cuarenta y cuatro años, le daría el papel a Dan. Alto, fuerte, con el cabello rubio peinado hacia atrás, bronceado, con una sonrisa blanca radiante, ojos verdes y guapo, Dan es la versión masculina del sueño californiano. Con todo esto, cualquiera diría que el tío es odioso, pero no es así.
Dan es un buen tío.
Eso sí, Dan nunca ha sido pobre, ni remotamente. Su abuelo estaba en el negocio inmobiliario y le dejó un buen fondo fiduciario, pero él tomó aquel huevo del nido e incubó un montón de pollitos. Lo que Dan hizo fue combinar su oficio con su vocación y creó una línea de prendas de surf que tuvo muchísimo éxito. Comenzó con un pequeño almacén en Pacific Beach y ahora dispone de su propio gran edificio reluciente en La Jolla. Y no hace falta estar en San Diego para ver el logotipo de la N de Nichols, porque uno puede encontrar chavales con la ropa de Dan en París, Londres y, probablemente, Uagadugú.
Es decir, que Dan Nichols tiene mucha, muchísima pasta.
Y además surfea muy bien, de modo que es un miembro prestigioso de la Hora de los Caballeros de Pacific Beach. Sale remando más allá de la rompiente apenas discernible y encuentra a Boone tomando el sol sobre su tabla larga.
—¿Qué hay, Boone?
—De todo, menos olas —dice Boone—. Hola, Dan.
—Hola, tú. ¿Cómo es que te quedas después del Club del Amanecer?
—De perezoso —reconoce Boone—. Pereza y subempleo.
Si Boone no fuera autónomo, estaría subempleado y muchas veces las dos cosas se reducen a lo mismo.
—En realidad, de eso quería hablar contigo —dice Dan.
Boone abre los ojos. Dan tiene cara de serio, algo insólito en él, por lo general jovial y de lo más despreocupado. ¿Por qué no? Cualquiera lo sería, si tuviera varias decenas de millones en el banco.
—¿Qué pasa, Dan?
—¿Podríamos alejarnos un poco más? —pregunta Dan—. Se trata de algo personal.
—Sí, claro.
Deja que Dan tome la delantera y rema tras él cincuenta metros más, donde los únicos que podrían escuchar la conversación serían una bandada de pelícanos pardos que pasan volando. Los pelícanos pardos son algo así como los pájaros mascota de Pacific Beach. Hay una estatua de una de aquellas aves junto a la nueva torre del socorrista que en aquel momento David está escalando para comenzar otra jornada de evaluación de turistas.
Dan sonríe, atribulado.
—Esto cuesta…
—Tómate el tiempo que necesites —dice Boone.
Lo más probable es que Dan sospeche que algún empleado lo está desfalcando o vendiendo secretos a la competencia o algo así, lo cual sería una putada, porque se enorgullece de dirigir una nave feliz y leal.
La gente que va a trabajar en Nichols tiende a quedarse y quiere seguir allí toda su carrera. Dan ha ofrecido a Boone un empleo cuando quisiera y ha habido ocasiones en las que Boone ha estado casi a punto de caer en la tentación. Si uno tuviera que tener un trabajo fijo —¡qué horror!— de nueve a cinco, Nichols sería un lugar agradable para trabajar.
—Creo que Donna me engaña —dice Dan.
—No puede ser.
Dan se encoge de hombros.
—No lo sé, Boone.
Le presenta el panorama habitual: sale a horas insólitas, con explicaciones poco claras, y pasa mucho tiempo con amigas que, aparentemente, ni se enteran; se muestra distante, distraída y menos afectuosa que antes.
Donna Nichols está como un tren. Alta, rubia, pechugona y con unas piernas preciosas: un once en una escala californiana de diez. Una auténtica mujer madura que está para echarle un polvo. Dan y ella son como la pareja del cartel para la división californiana de la gente guapa, capítulo de San Diego.
«Pero son muy agradables», piensa Boone.
No conoce a Donna, pero los Nichols siempre le han parecido buena gente de verdad: prácticos, con increíblemente pocas pretensiones, discretos, generosos, con espíritu comunitario. Le da mucha pena que ocurra algo así…, si es que está ocurriendo.
Eso es lo que Dan quiere que Boone averigüe.
—¿Podrías ocuparte de esto por mí, Boone?
—No lo sé —dice Boone.
Los casos matrimoniales son una mierda.
Un trabajo de pacotilla de lo más sórdido, de olisquear sábanas, y que por lo general acaba mal. Y a uno siempre le queda la sensación de ser un mirón pervertido, que lanza miradas lascivas, hasta que al final consigue presentar al cliente las pruebas de la traición o, por el contrario, la confirmación de la paranoia y la desconfianza que terminan destruyendo el matrimonio de todos modos.
Mal asunto, desde todo punto de vista.
Hay que ser muy hijoputa para disfrutarlo.
A Boone le desagradan los casos matrimoniales y muy pocas veces —casi nunca— los acepta.
—Para mí sería un favor personal —dice Dan—. No sé a quién más recurrir. Me estoy volviendo loco. La quiero, Boone; estoy enamorado de ella.
Eso agrava la situación, desde luego. Hay varios miles de relaciones totalmente cínicas en la vorágine marital del sur de California: hombres que consiguen esposas trofeo hasta que la fecha límite de venta los separa; mujeres que se casan con hombres ricos para obtener independencia financiera por la vía de la pensión alimenticia; jovencitos que ligan con mujeres mayores para conseguir casa, comida y tarjetas de crédito, mientras se cepillan a camareras y modelos… Si uno no tiene más remedio que dedicarse a «matrimoniales», estos son los casos que prefiere, porque prácticamente no involucran ninguna emoción auténtica.
Pero ¿amor?
¡Guau!
Está perfectamente documentado que el amor hace daño.
No cabe duda de que a Dan Nichols le está atizando una paliza. Da la impresión de estar a punto de echarse a llorar, con lo cual violaría un apéndice importante de las normas de la Hora de los Caballeros: nada de llanto, nunca. Estos tíos son de la vieja escuela; son de los que piensan que Oprah es una mala pronunciación de un tipo de música que jamás escucharían. Está bien tener sentimientos —por ejemplo, cuando uno mira fotografías de sus nietos—, pero no se pueden reconocer y manifestarlos es pasarse mucho de la raya.
—Me lo miro —dice Boone.
—Cueste lo que cueste —dice Dan y a continuación añade—: ¡Dios mío! ¿De verdad he dicho eso?
—Es el estrés —dice Boone—. Oye, ya sé que es delicado, pero… vamos a ver, es que… ¿acaso sospechas de alguien?
—No, de nadie —dice Dan—. Pensé que podrías seguirla. Someterla a vigilancia, vamos. ¿Es ese el procedimiento habitual?
—Es uno de los procedimientos habituales —dice Boone—, pero vayamos primero por un camino más fácil. Supongo que tendrá teléfono móvil.
—Un iPhone.
—Claro, un iPhone —dice Boone—. ¿Puedes acceder a su historial de llamadas sin que ella se entere?
—Sí.
—Pues, hazlo —dice Boone—. Así veremos si se repite algún número inexplicable.
Por extraño que resulte, a las personas que engañan no parece importarles llamar a sus amantes por el móvil, como si no pudieran estar sin ellos. Los llaman por teléfono, les envían mensajes de texto… y, además, usan el correo electrónico. La tecnología moderna ha vuelto estúpidos a los adúlteros.
—Y revisa también su ordenador.
—Entiendo. Buena idea.
«Pues no —piensa Boone—, no es buena, sino que apesta.»
Sin embargo, es mejor que someterla a vigilancia y, con un poco de suerte, no encontrará nada en el historial del teléfono ni en los correos electrónicos y podrá bajar a Dan de aquella ola tan desagradable.
—Dentro de un par de días me marcho de la ciudad por negocios —dice Dan—. Creo que entonces es cuando ella…
No acaba la frase.
Vuelven remando a la orilla.
De todos modos, la Hora de los Caballeros casi ha llegado a su fin.