Boone Daniels está tumbado boca arriba en su tabla como si fuera un colchón hinchable en una piscina.
Está medio dormido. El sol que le entibia los ojos cerrados calienta la capa marina desde las primeras horas de la mañana. Él ha salido como siempre con el Club del Amanecer —David el Adonis, el Marea Alta, Johnny Banzai y el Doce Dedos—, aunque no hay olas dignas de mención ni nada que hacer, salvo contar anécdotas. La única asidua que no se presenta es Sunny Day, que está en Oz, en la Gira de Mujeres Surfistas Profesionales y también para hacer un vídeo para Quicksilver.
¡Qué aburrimiento! Es uno de esos días letárgicos de canícula, a finales del verano, cuando Pacific Beach está plagada de turistas, la mayoría de los lugareños se han despedido hasta septiembre y ni el propio océano consigue reunir la energía necesaria para producir una ola.
—Kansas —se queja el Doce Dedos.
El Doce Dedos —así llamado porque tiene doce dedos, repartidos, afortunadamente, de forma equitativa entre los dos pies— es el miembro más joven del Club del Amanecer, un cachorrillo perdido al que Boone dio amparo cuando el chaval tenía unos trece años. Es blanco como una asamblea del Comité Nacional Republicano, lleva rastas y una perilla roja beatnik retro, y, a pesar —o tal vez a causa— de los numerosos viajes ácidos de sus padres, es un idiot savant con los ordenadores.
—¿Has estado alguna vez en Kansas? —le pregunta Johnny Banzai algo irritado, porque duda de que el Doce Dedos haya estado nunca al este de la Interestatal número 5.
—No —responde el Doce Dedos.
Nunca ha estado al este de la Interestatal número 5.
—Entonces, ¿cómo lo sabes? —insiste Johnny, ya con tono interrogador a tope—. Que tú sepas, Kansas podría estar llena de cadenas montañosas, como los Alpes.
—Sé que en Kansas no se surfea —dice el Doce Dedos, empecinado.
Está casi seguro de que no hay mar en Kansas, a no ser que llegue hasta allí el Atlántico, aunque en tal caso probablemente tampoco se pueda surfear.
—No se surfea en San Diego —intercede Boone—; por lo menos hoy no.
David, que está tumbado boca abajo, levanta la cabeza de la tabla y vomita otra vez en el agua. Boone y él son amigos desde la escuela primaria, de modo que Boone lo ha visto resacoso muchas veces, muchísimas, pero nunca así.
Anoche fue «el martes del Mai Tai» en The Sundowner.
—¿Sobrevivirás? —le pregunta Boone.
—Pero sin mucho entusiasmo —responde David.
—Si quieres, te mato —sugiere el Marea Alta, apoyando su cabezota en un puño inmenso. El origen del sobrenombre de aquel samoano de más de ciento cincuenta kilos resulta evidente: cuando entra en el mar, sube el nivel del agua; cuando sale, el nivel desciende. Es una cuestión física de desplazamiento—. Por tener algo que hacer, digo.
Johnny Banzai se muestra muy interesado:
—¿Cómo? ¿Cómo podríamos matar a David? Puesto que Johnny es investigador de homicidios en el Departamento de Policía de San Diego, matar a David entra precisamente dentro de su esfera. Da gusto poner a trabajar la mente en un asesinato que no se va a producir, en lugar de las tres muertes totalmente reales que tiene encima del escritorio en aquel momento, incluida una en la que ni quiere pensar. Ha sido un verano caliente e irritable en San Diego: los ánimos se han caldeado y algunas vidas se han extinguido. Una guerra de drogas despiadada por el control del cartel de Baja ha llegado hasta San Diego desde el otro lado de la frontera y han empezado a aparecer cadáveres por todas partes.
—Lo más fácil sería ahogarlo —sugiere Boone.
—Pero ¡qué dices! —exclama el Marea Alta—. Si es socorrista…
Efectivamente, David el Adonis es socorrista y apenas un pelín más famoso por las vidas que ha salvado que por las mujeres con las que se ha acostado en su cruzada unipersonal para incentivar la industria turística de San Diego. Sin embargo, en aquel preciso instante está tumbado boca abajo en su tabla, gimiendo.
—¿Estás de guasa? —pregunta Boone—. Míralo.
—Ahogarlo sería una ironía del destino —dice Johnny—. Pensad en los titulares: «Socorrista legendario se ahoga en un mar en calma». No me cuadra.
—¿Tienes la pistola? —pregunta el Marea Alta.
—¿En el agua?
—Si fueras mi amigo —rezonga David—, irías remando hasta la orilla, cogerías la pistola del coche y me dispararías.
—¿Tienes idea del papeleo que implica descargar un arma de fuego? —pregunta Johnny.
—Pero, vamos a ver, ¿qué contienen los Mai Tai? —pregunta Boone en voz alta.
Él también asistió al «martes del Mai Tai» —su oficina queda al lado de The Sundowner y él es una especie de gorila no oficial del local—, pero, después de tomar solo un par de copas, se marchó y regresó a su oficina, situada encima de la tienda Pacific Surf, para ver si había algún mensaje de correo electrónico de Sunny o alguna oferta de trabajo. Nada de nada de ninguno de los dos: se nota que Sunny está muy ocupada, mientras que en el campo de la investigación privada hay mucha desocupación.
Boone no se deprime demasiado por la falta de trabajo, pero echa de menos a Sunny. Aunque hace mucho que son ex, siguen siendo buenos amigos y la añora.
Todos callan unos instantes, porque sienten que se forma una ola a sus espaldas. Esperan, perciben la pequeña elevación, pero a continuación la ola se rinde, como un tío que llega tarde al trabajo, pero no puede levantarse de la cama y decide llamar y decir que está enfermo.
Más tarde.
—¿Podemos volver al tema de matar a Dave? —pregunta el Marea Alta.
—Sí, por favor —dice David.
Boone se apea de la conversación.
Literalmente.
Cansado de la charla, rueda sobre la tabla, cae al agua y se sumerge. Es una sensación agradable, porque, probablemente, Boone se siente más cómodo en el agua que en tierra. Antes de nacer ya surfeaba en el vientre de su madre; el océano es su iglesia y es de comunión diaria. Trabaja justo lo suficiente para poder darse el gusto de surfear; su oficina queda a una manzana de la playa y su casa, más cerca aún: vive en una casita encima de un muelle, de modo que el olor, el sonido y el ritmo del mar son constantes en su vida.
Contiene la respiración y alza la mirada para observar, a través del agua, el cielo estival implacablemente azul y el sol amarillo claro, distorsionados por la refracción. Siente el suave latido del océano a su alrededor, oye el ruido sordo del agua que corre por el fondo, tres metros escasos por debajo, y contempla el estado de su existencia.
No tiene una carrera de verdad, no tiene dinero de verdad (vale: no tiene dinero y punto) ni tiene una relación de verdad.
Sunny y él se habían separado incluso antes de que ella tuviera su gran oportunidad y emprendiera la gira profesional y, aunque hay algo entre Petra y él, quién sabe dónde irán a parar, suponiendo que vayan a algún lado. Han estado «saliendo» de manera informal desde la primavera pasada, pero todavía no ha pasado nada y no está seguro de querer que pase, porque le da la impresión de que a Petra Hall no le va lo de «amigos con privilegios» y que, si durmieran juntos, al instante tendrían una relación de verdad.
Y no está seguro de querer algo así.
Una relación con Petra Pete Hall es como una rompiente intensa en el arrecife: algo con lo que no se juega. Pete es guapísima, inteligente, divertida e intrépida, pero también es una abogada que da mucha importancia a su profesión, muy discutidora, tremendamente ambiciosa y no practica surf.
Tal vez sea demasiado para rematar un año que ha sido bastante complicado.
Primero fue todo el caso de Tammy Roddick, que hizo entrar a Petra en la vida de Boone y al final estalló en una inmensa red de prostitución infantil que estuvo a punto de costarle a Boone la vida; después, Dave, que dio la señal de la operación de contrabando del gánster local Eddie el Rojo; el gran oleaje que llegó y les cambió la vida a todos, y por último Sunny, que surfeó su gran ola, fue portada de todas las revistas de surf y se marchó.
Ahora Sunny está lejos, montada en su cometa; David está en el limbo, esperando a ver si tiene que testificar en el juicio de Eddie, que cada vez se retrasa más, y Boone fluctúa en el límite de una relación con Pete.
—¿Sube? —pregunta el Doce Dedos a los demás, porque se empieza a preocupar.
Boone lleva un buen rato bajo el agua.
—Me da igual —farfulla David.
«Se supone que el que se va a morir soy yo —piensa— y no Boone. Boone no está resacoso, porque anoche no se ha echado al coleto no sé cuántos Mai Tai, sea lo que fuere lo que contengan. No se merece el alivio decoroso de la muerte.»
Sin embargo, aflora su instinto de socorrista y Dave se asoma por encima del borde de su tabla para ver el rostro de Boone bajo el agua.
—Está bien.
—Ya —dice el Doce Dedos—, pero ¿cuánto tiempo puede contener la respiración?
—Mucho —dice Johnny.
La verdad es que, cada vez que competían para ver quién aguantaba más la respiración, siempre ganaba Boone. Johnny abriga la siniestra sospecha de que en realidad Boone es una especie de mutante y que sus padres eran alienígenas procedentes de algún planeta anfibio. Aguantar la respiración es importante para un surfista que va en serio, porque una ola grande te puede mantener bajo el agua y entonces te conviene poder resistir un par de minutos sin respirar, porque no te va a quedar otra. Por eso, los surfistas se entrenan para esa eventualidad, que, en realidad, es una inevitabilidad: algo imposible de evitar.
Johnny mira dentro del agua y saluda con la mano.
Boone responde a su saludo.
—Está bien —dice Johnny.
Entonces se ponen a discutir sin demasiado entusiasmo sobre si es posible que una persona se ahogue a propósito o si el cuerpo empuña las riendas y te obliga a respirar. Si el día hubiese sido más fresco y hubiese habido más oleaje, este es el tipo de tema que habría generado un debate encarnizado, pero, con el sol abrasador y las olas ausentes, el intercambio de opiniones tiene tan poca fuerza como el mar.
Agosto es un rollo patatero.
Cuando Boone por fin vuelve a salir a la superficie, Johnny le pregunta:
—¿Has logrado desentrañar el sentido de la vida?
—En cierto modo —dice Boone, mientras se sube otra vez a la tabla.
—Estamos impacientes por oírte —masculla David.
—El sentido de la vida —dice Boone— consiste en permanecer bajo el agua todo lo posible.
—Eso no sería el sentido de la vida —comenta Johnny—, sino el secreto de la vida.
—De acuerdo —dice Boone.
El secreto, el sentido, el sentido secreto, ¡qué más da!
El sentido secreto de la vida podría ser tan simple como el propio Club del Amanecer. Pasar el tiempo con buenos y viejos amigos. Hacer cosas que a uno le gustan con la gente que le gusta en un lugar que le gusta, aunque no se pueda surfear.
Pocos minutos después renuncian y vuelven remando a la orilla. Se ha acabado el Club del Amanecer, la sesión de surf de primera hora de la mañana, antes de trabajar. Todos tienen algo que hacer: Johnny ha acabado el turno de noche, pero tiene que ir a su casa, porque su mujer, que es médico, trabaja de día; el Doce Dedos tiene que ir a abrir Pacific Surf; el Marea Alta se tiene que presentar en su curro como supervisor del Departamento de Obras Públicas, encargado de los desagües de tormenta, aunque no haya tormenta, y Dave tiene que subir a la torre del socorrista para proteger a los bañistas de un oleaje que no existe.
El Club del Amanecer son los mejores amigos de Boone.
Sin embargo, él no sale del agua con ellos.
Como de momento no hay trabajo, no tiene sentido que vaya a la oficina a ver si los números rojos enrojecen más aún.
De modo que se queda en el agua para la Hora de los Caballeros.