Nutrida ya vigorosamente, sintiendo que el corazón me cantaba en el pecho, y felicitándome de mi prudencia al haber decidido seguir la fortuna de tan inteligente e imaginativa moza como era la gentil Marisia, volé por el corredor hasta que llegué a la celda en que se encontraba alojado el padre Lorenzo. Era la celda aislada de las demás, con una verja de hierro entre ella y el siguiente edificio, donde los sacerdotes tenían sus lechos. Era la celda del confesional extremo, como había advertido el Padre Superior. La primera noche que pasaron en San Tadeo, Julia y Bella habían sido secuestradas aquí para una hora de meditación antes de que se unieran a ellas los sacerdotes, a los que las entregaron para una orgía de fornicación.
¿Qué sería eso? Al acercarme a la celda oí una voz femenina… y reconocí que era la de la dulce Julia:
—Oh, padre, sois nuevo en este seminario y parecéis más bondadoso que los otros, pues habéis traído con vos a tres tiernas y abandonadas vírgenes a través del tormentoso Canal. ¿No podéis ayudarnos a mí y a mi amiga Bella?
—Te daré gustosamente el consejo que pueda, querida hija. Pero soy el acólito más nuevo de esta justa institución.
—¡Oh, padre si tan sólo supierais! Desde que entramos aquí como confiadas novicias, hemos sido poseídas diariamente por todos los sacerdotes. No pasa una sola noche ni un solo día, padre, sin que se nos exija que nos sometamos a sus más bajos caprichos. Incluso en aquellas ocasiones en que tenemos la maldición de las doncellas, debemos prestar nuestras bocas… u otra cosa… a… sus órganos. ¿No podéis salvarnos?
—¿Dónde está ahora Bella, hija mía?
—Está con el padre Clemente y el Superior, quienes expresaron su deseo de tener compañía para calmar la inflamación que sufrieron al ver a las tres encantadoras neófitas que trajisteis aquí para su futura educación.
—¿Y, como ella, eres huérfana?
—Sí, padre. Pero ahora tengo demasiados padres a quienes servir, y esto excede mis débiles fuerzas de mujer.
—¿Qué quieres que haga?
—¿No podríais ayudarnos a escapar de aquí y tal vez llevarnos con vos, padre?
—Lo que quieres es que rompa las reglas de la disciplina y que desobedezca una orden de los superiores que me enviaron al seminario, ¿verdad?
—Sí, padre. Vuestras pupilas no estarán mucho tiempo bajo vuestra protección, os lo aseguro. El padre Clemente, que me pidió que lo fuera a ver antes de las plegarias matutinas, se rio y le dijo al Padre Superior que estaría contando los vellos íntimos de vuestras tres pupilas antes de que hubiera pasado una semana.
—Entonces, todo está perdido —reflexionó el padre Lorenzo hablando para sus adentros—. He sido enviado aquí, sin saberlo, a una guarida de iniquidad, pensando que por fin llevaba a Denise y Louisette al lado de su hermano, y a Marisia, que es mi encantadora protegida. —Luego, en voz alta, dirigiéndose a Julia—: Si es cierto lo que dices, niña, debo pensarlo serenamente. No quisiera traicionar a estas amadas niñas que sólo tienen mi protección.
—Ni tan siquiera os permitirán que os acostéis con vuestras pupilas, padre —confesó Julia—, así que tendréis que contentaros con Bella y conmigo, pues nuestros encantos empiezan a cansar a nuestros dignos confesores. Como los de ellos a nosotras, si queréis creer en mi sinceridad.
—Es éste un deplorable contretemps —dijo el padre Lorenzo, que no había olvidado su facilidad para hablar el francés—. Pues bien, tendré que ir a hablar con mis pupilas.
—Debéis esperar hasta después de la media noche. Para entonces, todos se habrán quedado dormidos tras la francachela. Bella podrá, salir a hurtadillas del cuarto del Padre Superior, y yo os la traeré.
—Os ayudaré, hija mía.
—¡Oh, padre, os lo agradeceré tanto!
—Tate, tate, hija mía, ¡no llores! Las cosas no están tan mal… Ven, pon tu cabeza sobre mi pecho, y rezaré para que la fortuna te oiga a ti y a tu amiga Bella, sirviéndole yo de instrumento. Hija mía… no debes tocarme allí… Hija mía…, tu mano es exquisitamente blanda y experta… Oh, me temo que te han enseñado en San Tadeo algunos preceptos bochornosos.
La dulce Julia, acurrucada contra él y con el brazo rodeando la cintura del clérigo inglés, astutamente le había levantado la sotana y, metiéndole los delgados dedos en los calzones, le había sacado la picha, violentamente hinchada.
—Oh, es fuerte, y firme, y muy buena, y no es fea como la del padre Ambrosio, ni monstruosa como la del padre Clemente —suspiró Julia. Luego se arrodilló y besó la tensa y roja punta—. Preferiría serviros a vos y ser vuestra humilde criada, padre, a permanecer aquí como concubina de todos esos implacables curas.
—Tu muestra de devoción me deleita, hija mía. Sí, os ayudaré a ti y a Bella. Ah, qué dulcemente tomas mi arma entre tus labios; a pesar de lo que te hayan enseñado, adivino que tienes aptitudes propias e imaginativas, hija mía —jadeó mientras ella empezaba a chuparlo con el más lánguido y atento cuidado.
El padre Lorenzo se inclinó para levantarla tomándola de los hombros, la atrajo a su pecho y le besó ardientemente la sonrosada boca, mientras ella le echaba los brazos al cuello y lo oprimía apretadamente. La muchacha no vestía más que una larga y blanca camisa y sandalias, y en un abrir y cerrar de ojos la camisa se deslizó por sus flancos y quedó hecha un montón en el suelo, junto a sus delicados pies, y su cuerpo cremoso y flexible surgió desnudo ante él: los espesos rizos de su nido de amor formaban un atrevido contraste con la blancura de su tez. Sus pechos eran dos globos suculentos, los pezones ya se habían puesto rígidos y duros en la tumescencia, porque, como acababa de decir el clérigo inglés y como sabía yo por mis observaciones pasadas, Julia Delmont era una muchacha excepcionalmente apasionada que saboreaba el dulce acto de la fornicación quizá aún más que su compañera, la rolliza Bella, igualmente dotada.
El padre Lorenzo se quitó la sotana y llevó a la muchacha a su catre, acomodándola suavemente sobre la espalda; luego se subió sobre ella mientras los brazos de Bella se levantaban para apretarlo y atraerlo contra sus senos. La mano izquierda del clérigo inglés se metió entre los dos cuerpos, y mientras me acercaba yo para ver mejor la escena, pues sólo brillaba la débil luz de un cabo de vela junto a la pared, pude ver que el dedo índice del sacerdote se había metido en el sonrosado coño y le frotaba el pequeño clítoris.
—Ohhh… ohh… padre, cómo me excitáis… oh, qué bonito —gimió Julia, y sus desnudas y blancas piernas se cruzaron sobre la espalda del padre Lorenzo para oprimirlo contra ella.
—Es una ciencia, hija mía, eso es todo —murmuró él con la voz enronquecida mientras empezaba a fornicaria con acometidas lentas y regulares, al mismo tiempo que el dedo seguía frotándole el botón del amor.
La cara de Julia estaba extasiada, le brillaban los ojos, y resultaba evidente contemplar que consideraba esa experiencia exquisitamente singular y de ninguna manera como la voraz violación que acostumbraban perpetrar en ella los sacerdotes del seminario. Unió su boca a la de él, lo estrechó fieramente entre sus brazos, y entonces vi que su cuerpo empezaba a ondular al mismo tiempo que amoldaba su ritmo al del clérigo inglés, hasta que ambos dejaron escapar un largo grito de deleite.
Cuando por fin el sacerdote se retiró y se incorporó, la muchacha quedó tendida, con las piernas abiertas y una mano sobre sus pechos, que aún jadeaban, sonriéndole con deliciosa dicha.
—¡Oh, ohh, qué alegría, qué placer! Es como si hubiera nacido de nuevo. Y Bella, mi querida Bella, mi fiel amiga y partícipe del miserable y odioso llamado que nos arrastra noche tras noche para sacarnos de nuestros lechos y obedecer a nuestros amos… pues no son otra cosa… oh, qué feliz será cuando sepa que encontré un amigo y un guardián.
Y así, esperaron hasta que el débil tañido de la campana anunció en la sacristía la medianoche.
—Venid —susurró Julia poniéndose la camisa y dando a la flácida lanza un último apretón—. Iré a buscar a Bella, y vos a ver a vuestras pupilas.
—Ve en paz, hija mía, y trae a tu amiga a ese sitio. Entonces determinaremos lo que vamos a hacer —le dijo él. Y se fue por el corredor, después de abrir cuidadosamente la verja de hierro, para buscar a sus pupilas.
Marisia se halla, como vi —pues me adelanté al sacerdote para buscarlas— en el acto de aplicar la boca en el nido de amor de Denise. Louisette, de pie, contemplaba la escena y se frotaba con el dedo, y fue la primera que vio a su salvador, al que se apresuró a relatar todo lo que había ocurrido. El padre Lorenzo entró en la celda contigua para descubrir que el padre Ambrosio aún yacía en el suelo, cerrados los ojos, y roncaba con regularidad.
Rápidamente les narró su encuentro con la hermosa Julia, y lo que ésta le había contado de los peligros que amenazaban a las tres. Y así, se apresuraron a volver a la celda del confesional extremo, allí estaba Bella vestida con una camisa, y sus ojeras revelaban muy elocuentemente cuáles habían sido sus recientes ocupaciones en manos del Padre Clemente y del Padre Superior.
—Mira, Bella —dijo el sacerdote a la encantadora y rolliza sirvienta—, ve si puedes encontrar dos o tres sotanas, pues la noche es fría y tú y Julia contraerán alguna enfermedad mortal vestidas solamente con esas camisas.
Y mientras la hermosa muchacha —por la que aún podía sentir yo un poco de nostálgica benevolencia, recordando que sus rollizos y blancos muslos, su bella espalda y sus pechos me habían proporcionado a menudo un sabroso alimento— se apresuraba a ir a cumplir lo que se le ordenaba, el padre Lorenzo hizo a un lado el reclinatorio, levantó la trampa y sacó una pesada bolsa llena de monedas.
—Con esto, hijas mías —dijo a las cuatro atentas bellezas que lo rodeaban— encontraremos y rescataremos a Jean, y devolveremos a los tres, a Denise, Louisette y su hermano, a su hogar. Asimismo, proveeré lo necesario para las dotes de Julia y Bella, a fin de que encuentren dignos maridos en cuyos brazos puedan algún día olvidar el tedio y le exacerbación de ser fornicadas constante e implacablemente sin consideración a sus antojos. Con el resto, Marisia y yo iremos a Barcelona, de donde zarparemos para Argel con objeto de intervenir ante el poderosísimo bey. ¿Queréis acompañarme, hijas mías?
—¡Oh, sí, sí, padre! —exclamaron a coro las cuatro muchachas.
—Así, cuando Bella regresó apresuradamente con dos sotanas, ella y Julia se pusieron una cada una, y fue Bella quien sugirió la manera en que podrían salir del seminario, tomando un camino que volvía a las celdas de las novicias y de allí pasaba por el desierto y oscuro fregadero y salía al espacioso jardín en el que los buenos padres sembraban sus nabos, rábanos, puerros y coles.
Y yo, libre otra vez como el aire, volé por encima del quinteto que salía del seminario, destinado a nuevas aventuras que, por tener el ingenio y la imaginación de que carecía el maldito seminario, me propuse seguir en busca de mí propio destino.