Era una hora avanzada de la noche cuando la reunión se deshizo para que cada cual se fuera por su camino, y el Padre Superior había anunciado que no sería sino hasta el lunes siguiente cuando las tres jóvenes novicias deberían ser examinadas en cuanto a su índole y su educación.
—De esta manera, padre Lorenzo, tendréis tiempo de sobra para conversar con ellas y tratar de inculcar en sus mentes despiertas el suficiente vocabulario inglés a fin de que entiendan que cuando comparezcan ante nosotros, tienen que ser dóciles y obedientes sobre todas las cosas, ya que somos por igual sus maestros y sus confesores.
—Aprenderán prontamente, os lo prometo. Pero ¿qué pensáis del proyecto de que os hablé cuando tomábamos el queso, la cerveza y los bizcochos, distinguido Superior?
—¿El de ayudar a las dulces hermanas a encontrar a su hermano, perdido hace tanto tiempo? Puede hacerse, y hay oro suficiente para la causa si son novicias dignas y sinceras. Podría yo enviar un correo a Barcelona, donde se dice que algunos astutos capitanes que comercian con el poderoso bey pueden llevarle el mensaje de petición.
—Pero, seguramente no guardáis vuestro oro en el seminario, ¿verdad. Padre Superior?
—¿Qué mejor que una de las celdas que reservamos para las novicias y que sólo se usa para un confesional extremo? —respondió el Padre Superior—. Se encuentra bajo el reclinatorio que está en el rincón. Quitándolo, no tiene uno más que levantar una parte del piso, una especie de trampa, y allí hay una bolsa con monedas de oro y plata.
—Es un escondrijo muy ingenioso. Padre Superior. Y ahora, ¿dormiré con los demás sacerdotes?
—Esta primera noche, no. En verdad —y dijo esto con una sonrisa indulgente—, puesto que en cierto sentido nos trajisteis el tesoro de tres virginidades, mi estimable colega, os permitiré que guardéis este tesoro terrenal. Vuestra presencia en esa celda hará más segura su custodia.
—Os agradezco vuestra confianza. Permitidme tan sólo bendecir a mis pupilas, y luego entregadlas a la tierna misericordia del padre Ambrosio —repuso mi antiguo carcelero. Luego habló rápidamente en francés, y la esencia de lo que dijo fue que las tres deberían recordar sus votos y esperar hasta que se comunicara de nuevo con ellas.
La dulce Marisia, que llevaba el medallón en el que me encontraba acomodado, vio que se le acercaba el padre Ambrosio, quien con su voz ronca y sibilante le pidió astutamente que le permitiera conducirla a sus habitaciones, donde, si así lo deseaba la muchacha, se arrodillaría a su lado para elevar una plegaria. Pude imaginar sus refulgentes ojos negros, sus gruesos labios, su frente sonrojada, y casi la palpitación de su poderosa arma, oculta bajo la sotana.
Los siguieron Denise y Louisette, después de que las tres hubieron dado las buenas noches al padre Lorenzo y un sueño tranquilo. Cuando se fueron, se escucharon suspiros universales de admiración que dejó escapar el resto de la concurrencia y escuché algunos epítetos reveladores de que las doncellas habían despertado ya el anhelo camal entre los allí reunidos.
El padre Lorenzo fue conducido a la celda de los novicios nada menos que por el Padre Superior en persona, así que no oí su conversación cuando se despidieron. Pero oí que el padre Ambrosio, cuando acompañaba a las tres muchachas por el estrecho corredor, seguía dirigiéndoles palabras floridas y taimadas insinuaciones en cuanto a su aptitud, si les resultaba imposible dormir en una cama nueva, para darles los soporíferos más excelentes que pudieran imaginar.
—Y ahora, las dos hermanas deben entrar allí… Venid, hijas mías. Ah, qué piernas tan encantadoras, qué trenzas tan gloriosas —susurró—. Vosotras dos, aquí… Muy bien.
Veréis, queridas mías, que nos llevaremos muy bien, a pesar de que no sabéis hablar inglés. Mientras las dos estéis dispuestas a hacerlo a la francesa, sentiré que mis ardores más íntimos se excitan deseando vuestra presencia, y pronto me haréis el honor, como pienso hacéroslo a vosotras… ¡Nunca vi piel tan hermosa ni ojos tan líquidos y ardientes!
Denise y Louisette, al parecer, entraron juntas en una de las celdas. Entonces quedó solo con mi dulce carcelera, Marisia.
—Ven, querida niña —ronroneó el padre Ambrosio con una voz llena de ansias—, debes entrar allí, en la celda contigua a la de tus queridas amigas. Te haré compañía un momento para que no te asuste la oscuridad. ¡Oh, qué trenzas tan negras, qué tez tan blanca y cremosa, qué rostro tan encantador! Hemos llegado, hija mía, ¿no te parece cómodo? Ahí está tu catre con una manta más de lana para que duermas caliente, aunque conozco un método mejor cuando hace frío. ¡Qué piel tan bonita y tan blanca, hija mía! Te adoraré, no te haré daño. Nuestra orden enseña el amor, inmortal y eterno, y te juro que incluso en esta vida mezquina hay innumerables modos de amar. ¿No ves lo que tengo de regalo para ti, niña mía? Observa… ¿habías visto alguna vez una lanza tan poderosa? Contempla cómo la cabeza parece separarse del tronco con una vitalidad propia, ¡y quitársela es una hazaña muy encomiable para cualquier virgen!
Marisia lloriqueó:
—Oh, he hecho un voto, padre.
—¿Qué cosa? ¿La moza habla inglés? —preguntó al padre Ambrosio casi para sus adentros.
—Oui, un poco —volvió a lloriquear Marisia. No era de extrañar, visto que el sacerdote parecía un toro, cuya negra pelambrera de la picha habría sido suficiente para hacer que una virgen pura perdiera el juicio, por no mencionar lo que destacaba debajo de ella.
—Entonces, entiendes lo que te propongo, hija mía —prosiguió el padre Ambrosio—. De todos los confesores que encontrarás aquí, yo soy el más hábil para quitarle la timidez a una doncella. Sin jactancia, te diré que más de una virgen ha derramado gustosamente su sangre para aceptar el regalo de mi hombría, que la toma mujer hecha y derecha en un instante y la pone en estado de gracia. ¡Ven, permíteme quitarte el vestido, hija mía!
—Non, non, he hecho un voto, je vous dis —insistió Marisia.
—¿Un voto? ¿Qué voto es ése, antes de que seas siquiera novicia? —gritó él, airado.
Me sentí conmovido. Marisia se sacó el medallón del seno y lo sostuvo para que lo viera el gordo sacerdote.
—He hecho un voto por esta medalla de Santa Laurette —gritó.
—¿Santa Laurette? Pero, ésa es una santa francesa de la que nunca he oído hablar. No pertenece a este recinto, hija mía. Ven, me muero por ti… ¿no ves cómo me tiembla de deseo la lanza? Las gotas viscosas de blanca savia que gotean de sus labios hablan elocuentemente de mi pasión. ¡Ah, qué deliciosos pechos tiene la moza, y qué boquita tan roja! En verdad, se ve que habla el francés muy bien, y se lo hablará a mi lanza toda la noche, si así lo desea.
—Non, non, ne me touchez pas[34]! He hecho un voto, no puedo entregarme en contra de mi voto, padre —exclamó de nuevo la dulce Marisia en un inglés pasadero.
—Ten cuidado de no despertar mi ira más de lo que has despertado ya a mi picha, hija mía —tronó el sacerdote—. Dame ese medallón… ¿es esta tu sagrada reliquia de Santa Laurette? Veamos qué misterioso símbolo contiene.
Otra vez me sentí zarandeado violentamente… y entonces, ¡oh, momento bendito!, soltó el cerrojo del medallón con los gordos dedos, y se abrió… ¡y de nuevo quedé libre! ¡Oh, libertad bienaventurada y deleitable!
Ahí estaba, con la picha monstruosamente rígida y palpitante, y, como él mismo lo había descrito, le escurrían blancas gotas de savia de sus hinchados labios, y Marisia, abierta la boca al ver su virilidad, retrocedía hasta la pared de la celda con los ojos desorbitados de horror y de imploración, y los encantadores senos se le agitaban violentamente.
—¿Qué es esto? —rugió el sacerdote arrojando el medallón al suelo—. No es una reliquia, sino una horrible blasfemia. Alcancé a ver un montón de vellos sedosos y rubios, hija mía, y mi experiencia de hombre me hizo reconocer que son del coño de alguna mujer… una santa. Y si lo es, entonces será demasiado joven todavía para que la adoremos en nuestra orden. ¿Querías engañarme, verdad? ¡Oh, muchacha ingeniosa y astuta, te haré gemir por tus pecados y suplicarme que te dé la bendición entre tus dulces y blancos muslos! Ven, que se acabe esta engañifa. ¿Quieres o no quieres desnudarte para que pueda catequizarte acerca de nuestros conocimientos sobre los vellos del coño y todo lo demás, y todos los métodos con los que los bendice el emblema de mi poder y autoridad?
Con estas palabras, y riendo roncamente, lamiéndose los labios, el padre Ambrosio se dirigió a la aterrada Marisia, quien verdaderamente creyó que había sonado la última hora de su virginidad. Pero al tomarla de la cintura, salté del sitio en que me había posado, en un rincón de la ventana de la celda, y lo mordí precisamente en la monstruosa y obscena ciruela de la picha palpitante, con todas mis fuerzas, chupándole la sangre que necesitaba para alimentarme después de un ayuno tan largo.
Con el bramido de un buey herido, el sacerdote retrocedió tambaleándose, se llevó las manos al órgano y, en su ciego dolor, no vio el pequeño reclinatorio que había detrás de él. Tropezó y cayó cuán largo era, golpeándose la cabeza en las baldosas de piedra de la celda, y quedó inconsciente. Me precipité sobre él, me posé un momento en la parte izquierda de su pecho, lo bastante para asegurarme de que aún se escuchaba el aliento de la vida en su velludo pecho. Luego, deseando hacer justicia, lo mordí por segunda vez en uno de sus velludos cojones, gruesos y llenos de savia, para enseñarle a romper virginidades y obligar a sus pudorosas dueñas a romper sus votos.
Esperé a ver qué haría Marisia. Recobrándose, se inclinó sobre su atacante y le puso la mano en el corazón, después de lo cual dejó escapar un suspiro de alivio. Después salió apresuradamente de su celda y entró en la contigua, donde Denise y Louisette, grandemente alarmadas por el estrépito, estaban de pie, abrazándose, en un rincón.
Marisia les contó rápidamente lo que había ocurrido.
—Estoy muy asustada —confesó—, pues tengo miedo de que, cuando recobre el sentido, quiera darme una paliza por mi engaño. El ardid que me enseñó tan industriosamente el padre Lorenzo no ha servido de nada, y temo que ese feo y gordo cura y todos los demás quieran violarnos.
—Oh, eso no puede ser —exclamó Denise con su grave voz—, pues yo no me entregaré a nadie que no sea nuestro amado padre Lorenzo.
—Entonces, sólo nos queda una esperanza: debemos esperar hasta que sea muy noche y todos se encuentren dormidos, e iremos a buscarlo para pedirle que nos lleve muy lejos del seminario, donde los votos de una doncella no sirven de nada —declaró Marisia.
Y así se decidió. Acurrucándose en la celda ocupada por las dos hermanas, mi morena y joven benefactora consoló a Denise y Louisette con tiernos besos y palabras, y me quedé hasta ver que las suaves manos desaparecían bajo las crujientes faldas para apaciguar sus nervios terriblemente tensos, con lo que las encantadoras vírgenes comenzaron a acariciarse una a la otra. En cuanto a mí, me fui a buscar al padre Lorenzo.