Capítulo XIV

Eran más de las doce del día siguiente cuando el cochero de Somerset depositó al buen padre y a sus pupilas francesas ante las puertas del seminario de San Tadeo.

—Recordad ahora, hijas mías —les aconsejó el sacerdote a las tres—, que en el momento en que haga sonar esta campanilla para que acuda el viejo sacristán (el cual, dicho sea de paso, no participa en las nocturnas confesiones a las que se someten todas las novicias por orden de los sacerdotes) pasaréis de los juegos infantiles y los caprichos de doncella a los duros rigores de una disciplina que tal vez os asombre. Hay aquí tres de los que debéis cuidaros especialmente: el Padre Superior, quien nunca dice a ninguna mujer su nombre de pila por temor de que ésta conciba una secreta pasión por él guardándolo en su corazón después de que su miembro se ha alojado muy dentro de su nido de amor; el pelirrojo y membrudo padre Clemente, y el padre Ambrosio, que parece un toro y es un verdadero sátiro, de negro y rizado cabello que casi oculta los grandes sacos donde almacena sus interminables pociones de ardiente y burbujeante savia. Los otros, y de ellos hay, contándome a mí, una docena completa, son de diverso peligro para vosotras, mis castas pupilas. Por ello, recordad seriamente vuestro voto, y mejor aún, la cuenta que ha servido para fraguarlo. ¿Estáis dispuestas a seguir mi buen consejo?

—Padre, quiero hacer una pregunta —dijo de pronto Marisia.

—Dos, si es necesario, pero date prisa. La cena es aquí de una excelencia que incluso sobrepasa a la de los manjares que nos sirvió anoche el buen Tomás.

—Se me ha ocurrido una idea —explicó Marisia—. Eso del voto está muy bien, pero ¿y si el sacerdote pregunta sobre qué sagrada reliquia lo hicimos? Decidme, padre, el medallón que confiscasteis, ¿no podría yo enseñarlo y decir que me lo dio la propia Santa Laurette?

—Hija mía, a juzgar por lo que he oído decir ninguna virgen ha conseguido terminar sus días de novicia en San Tadeo y salir después al mundo temporal a enclaustrarse en un convento cercano conocido como el Convento de Santa Ana la Sorda (la cual, según se cuenta, alcanzó la santidad porque cuando un lujurioso bribón de grandes medidas y nobles facciones se metió en su alcoba una noche oscura y le susurró al oído que estaba loco por poseerla, ella, que era sorda, no pudo oírlo, así que se fue al cuarto de baño y se encerró con llave, y desde entonces el bribón juró que no había conocido una mujer tan casta) con la virginidad intacta aún. Pero con el artificio que se te ha ocurrido, juro por todos los santos que a ti no te sería imposible. Aquí tienes, pues, el medallón, querida niña.

Sentí que metía la mano en el bolsillo de su sotana de seda. ¡Oh, alegría indescriptible, estar una vez más con la dulce Marisia! Y entonces sentí que me movía de un lado al otro cuando el padre Lorenzo le entregó el medallón.

—Guárdalo con cuidado, pero tenlo a la mano, hija mía, a fin de que cuando te acorrale un sacerdote que sólo oirá tu «Sí» de obediencia y nunca tu «No» de negativa virginal, puedas sacarlo y enseñárselo como una venerable reliquia, del mismo modo que los santos cruzados que saqueaban los campamentos sarracenos, una vez, según dicen, encontrando la mandíbula de una jaca (que es una burra, hijas mías), la tomaron por el fémur de Solimán el Maldito. Sin embargo, con tanta buena fe sostuvieron su errado descubrimiento que muchas grandes batallas fueron ganadas y muchas doncellas fueron violadas, encaminándolas así a la verdadera fe, pues una picha cristiana está bendita, como sabe todo el mundo. ¡Ahora, tocaré la campanilla, hijas mías!

Y así lo hizo, mientras la dulce y morena Marisia me guardaba en su seno, poniéndose la cadenilla en torno al cuello y dejando que el medallón se deslizara bajo el corpiño, así que quedé descansando —o por lo menos lo hizo mi prisión conmigo en su interior— tan cerca de la desnuda carne femenina como lo estuve una vez con la hermosa Bella y luego con Julia, cuando conocí el seminario habitado por tan vigorizadas pichas que habrían aterrorizado a todas las doncellas de la Cristiandad.

Se oyó un gran rechinido de la pesada puerta de roble, y un anciano de pelo blanco y sencillo hábito negro asomó a la puerta y preguntó:

—¿Quién llama con tan indecente impaciencia? Ésta es una casa santa y todos se encuentran sumidos en la meditación.

—Ve a decirle al Padre Superior que el padre Lorenzo ha venido a cumplir su misión en este venerable seminario. ¡Oh, venerable sacristán, da prisa a tus ancianas piernas! (Esta respuesta fue, queridos lectores, la que me enteró de los padecimientos físicos del sacristán).

—Está rezando el rosario en la celda de penitencia.

—Supongo que en compañía de una novicia —observó el padre Lorenzo.

—¡Sí! Pero ésa es cosa que no os importa. ¿Cómo sé yo que realmente deberéis alojaros aquí? —inquirió suspicazmente el anciano.

—Quítate las legañas de los ojos, sacristán, y contempla estas tres hermosas novicias, sí, tan hermosas como nunca entraron en San Tadeo. Dile al Padre Superior qué espectáculo has visto, y te garantizo que te dará una tajada de carnero más grande que la que hayas comido en los últimos quince días. ¡Ve, apresúrate, no tengas en espera a tres tiernas vírgenes!

La puerta se abrió entonces aún más, el anciano se alejó cojeando y mascullando entre dientes y el padre Lorenzo ordenó con voz afable:

—Venid, hijas mías, bajad los ojos y no seáis atrevidas en vuestro modo de hablar o en vuestros modales, y recordad el poco inglés que os he enseñado. Debéis acordaros, sobre todo, de estas frases inglesas: «He hecho un voto, padre» y «No puedo entregarme en contra de mi voto, padre». Asimismo, cuando veáis los desorbitados ojos y las ansiosas manos que anhelan vuestros dulces cuerpos, debéis decir: «Oh, no, os lo imploro, padre, ¡eso es contra mi voto!». Esas tres expresiones os servirán, por lo menos, para esta noche. Más tarde, cuando pueda, os iré enseñando otras contestaciones, y a vuestra vez deberéis comunicarme el comportamiento de vuestros santos y vigilantes benefactores. Recordad que bajo cada sotana, por gruesa que sea y por negra que parezca para disimular los pensamientos de goce carnal, se mueve una lanza que se estará muriendo por poner fin a vuestra condición de novicias hasta quedar satisfechas. ¡Ah, aquí viene el Padre Superior! Tiene más canas que la última vez que lo vi, está sonrojado y se le ha torcido el cuello de la camisa. Según pensé, lo interrumpieron en el momento más grave de la confesión. —Luego, elevando la voz, el padre Lorenzo dijo animosamente—: Os saludo, Reverendísimo Padre Superior, como sacerdote novicio asignado por mis estimables superiores para educarme con voz y vuestros devotos familiares. Sin duda os enviaron recado de ello, pues soy el padre Lorenzo.

—Os doy la bienvenida a San Tadeo —repuso la meliflua voz del Padre Superior, la cual era un instrumento que podía tocar tantas melodías como el órgano de la abadía de Westminster, pues he escuchado muchas de ellas en mis años mozos, según recordarás, querido lector—. Ah, pero cuando el sacristán me dijo que venían con vos tres hermosas vírgenes, no pude dar crédito a mis oídos y me di prisa a venir para verlas por mi mismo.

—Ésta es la tierna Marisia, que quedó huérfana y luego fue adoptada por el respetable protector francés de una humilde aldea de Provenza, el cual, y que su alma esté en la Gloria, se fue de este mundo, por lo que la niña me suplicó que la trajera a este lugar de paz y santidad.

—¡Ah, qué devoción, qué gentil gracia irradia de su incitante rostro! ¡Qué cabello tan negro y sedoso cae en tiernos rizos en torno a sus garbosos hombros! Hija mía, olvida tu pesar y tus lágrimas, y entra a este bendito lugar en el que estarás segura. ¿Y las otras dos, padre Lorenzo?

—Son hermanas, mi distinguido Superior, y se llaman Denise y Louisette. Denise ha sido agraciada con unas trenzas del color del trigo y esa deliciosa tez sonrosada que sin duda ya han advertido vuestros perspicaces ojos, en tanto que Louisette tiene el pelo del color del cobre, y sus verdes ojos son tan claros como los del ángel más puro, porque, al igual que Denise, es una virga intacta.

—Entonces, ¿las tres son francesas?

—Por nacimiento, mi digno Superior. Les he enseñado algunas palabras de inglés a fin de ayudarlas a pasar el periodo del noviciado.

—Les enseñaremos muchas más, y de latín también, puesto que el francés proviene de la lengua madre de la Santa Iglesia —indicó el Padre Superior con una sonrisa—. Pero ¿por qué desean estas hermanas conocer la luz en una tierra extraña?

—Su hermano menor fue secuestrado y entregado al malévolo bey de Argel, de quien es esclavo. Las encontré en Calais, a donde habían viajado desde su remota aldea a fin de implorar la ayuda de algún galante y valeroso capitán que estuviera dispuesto a llevarlas a un puerto del bey con objeto de suplicar al despótico gobernante que ponga en libertad a su hermano. Y les dije que aquí, donde tenemos feligreses que dan monedas de oro para dedicarlas a obras buenas y pías, encontrarían tal vez la ayuda que imploraban.

—Ah, os habéis portado heroicamente y no es necesario que apliquéis el humilde calificativo de novicio a vuestra condición, buen sacerdote. Sed cuatro veces bienvenido, por vos mismo y por estas tres vírgenes inmaculadas sin pecado que vienen bajo vuestra ala protectora a buscar refugio en San Tadeo. Pero entrad, estamos preparando la cena, y los cuatro tomaréis asiento a mi mano derecha y participaréis de nuestra hospitalidad y nuestra compañía, para que estas tiernas doncellas se acostumbren a nuestra jovialidad. Pues nuestra orden de San Tadeo, a pesar de lo que hayáis oído decir acerca de su condición, no es una reunión de sacerdotes que gozan con el fuego del infierno y respiran azufre, que nunca sonríen, ni hacen obras buenas, sino más bien de hombres sanos y sinceros vestidos de sotana, reunidos en una feliz unión para dar la luz y fortalecer a las tímidas novicias con sus espíritus amables y valerosos.

En francés, Marisia murmuró dirigiéndose al padre Lorenzo:

—¿Qué es todo eso que dice?

A lo que replicó el clérigo inglés en una voz tan baja como le fue posible:

—Es como el cebo para el ratón, que el gato, acechando, le pone en la trampa. No hagas mucho caso, pero cuídate de tan prodigiosas frases para darnos la bienvenida.

—¿Qué es lo que decís a la niña, a esa que llamáis Marisia? —intervino el Padre Superior.

—Le decía únicamente, distinguido director de la orden, que puede cruzar los siete mares y nunca volverá a oír tan placentera bienvenida, que es al mismo tiempo una bendición y una gracia.

—Habláis con fluidez varios Idiomas, y creo que seréis muy valioso ayudándonos en nuestras humildes tareas en San Tadeo —indicó el Padre Superior con tono muy afable—. Venid ahora, os presentaré a todos los demás.

Pero apenas habíamos dado unos pasos para dirigirnos al edificio que se levantaba más allá de la reja, cuando el Padre Superior soltó una risita.

—Ah, vuestro vigoroso llamado con la campanilla ha sorprendido a algunos de los otros. Ahí está el padre Clemente, y también el padre Ambrosio.

Volviéndose hacia sus pupilas, el padre Lorenzo murmuró en francés:

—Estos tres son los peligrosos; estad en guardia cuando se os acerquen, hijas mías.

—Buenas tardes, buenas tardes, y sed bienvenidos a nuestro seminario —oí que decía la sonora voz del padre Ambrosio, el sacerdote de baja estatura, corpulento y un tanto grueso que había sido el primero en convertir a Bella un poco antes de su ingreso en esta gentil morada de socorro y santidad para las muchachas descarriadas, las huérfanas y las vírgenes tímidas.

El padre Lorenzo se apresuró a presentar a sus pupilas al padre Clemente, el hombre de pelo rojizo y descomunal picha que había poseído a la dulce Bella después del Padre Superior y, según recuerdo, había sometido a la tierna muchacha a tal prueba que la hizo perder el conocimiento, aun cuando con anterioridad había podido soportar a los dos primeros santurrones en su sensible abismo del amor.

—¡Qué querubines, qué ángeles! —suspiró el padre Ambrosio—. ¡Qué encantadoras adiciones a nuestra orden! ¿Son vírgenes?

—Puedo asegurarlo, puesto que las he protegido de todo daño corporal o de cualquier pecado mortal desde los primeros días que pasé en esa aldea de Provenza, y luego, más tarde, en Calais, y, como me era imperativo, las induje a que me hicieran sus confesiones —declaró el padre Lorenzo.

—¡Oh, qué dicha será instruirlas en las artes del noviciado! —exclamó el gordo sacerdote, cuyo sibilante aliento me indicó que ya se encontraba en celo tan sólo con pensar en abrir por la fuerza los tiernos y sonrosados pétalos de los tres virginales nidos de placer.

También el padre Clemente agregó sus observaciones de admiración, así que se hizo evidente para Marisia, Denise y Louisette que ya tenían tres potentes admiradores y que si el padre Lorenzo decidía abandonar su deber de guardián, no quedarían de modo alguno sin amigos ni protectores.

En el refectorio se escuchó un grito unánime de aclamación que dejaron escapar los sacerdotes, ya sentados, al contemplar al encantador trío. Ocupando su lugar a la cabecera de la larga mesa, el Padre Superior pidió silencio y declaró que San Tadeo era famoso por su hospitalidad para aquellos que se encontraran en circunstancias desdichadas, y como estas tres hermosas doncellas habían venido a postrarse de hinojos a la puerta del seminario en busca de protección, impondría un solemne juramento a todos sus colegas de que satisfarían todos los caprichos de las vírgenes.

El padre Lorenzo fue presentado con un efusivo encomio del Padre Superior, como el hombre que había cruzado el tormentoso Canal para llevar a esas tímidas vírgenes, salvas y sanas, al redil de los justos, y luego todos se pusieron a comer entusiásticamente al compás de sus ruidosas masticaciones.

Supuse que los sacerdotes eran servidos por algunas criadas, como era la costumbre cuando pude observarlo con mis propios y agudos ojos, porque, a mitad de la sopa, el padre Lorenzo exclamó:

—¡Si San Tadeo puede ufanarse de tan encantadoras novicias, entonces agradezco mucho que se me haya asignado a esta sagrada orden!

—Ésta, mi buen colega —dijo el Superior con tono untuoso—, es nuestra dulce Bella, que no tiene rival en sus cuidados para todos nosotros, cual si fuésemos en verdad sus progenitores. Nos conoce a todos y cada uno, y conoce muy bien nuestra devoción. Quince dulces veranos han pasado ligeramente por blancas y bonitas espaldas, pero ya ha demostrado la paciencia y seguridad de una desposada que la duplicara en edad.

Sin embargo, a juzgar por el envidioso ardor de su voz, supuse que, familiarizado ya excesivamente con los rollizos y lozanos encantos de la joven Bella, se estaba relamiendo los labios al compararlos con las bellezas más núbiles y puras de Marisia, Denise y Louisette.

—Son francesas —explicó a los otros sacerdotes.

—Eso explica por qué hablan tan tímidamente, y por qué se contentan con miramos y guiñar sus bellos ojos —dijo el padre Lorenzo entre un coro de carcajadas.

—La cuestión consiste en determinar, no si son francesas, sino si son capaces de hacerlo a la francesa —sugirió un sacerdote calvo que tendría unos treinta o cuarenta años, llamado padre Diomedes. Y este lascivo juego de palabras provocó un nuevo coro de homéricas carcajadas. Sí, todo volvía a mi memoria: podía recordar la voz y los equívocos de cada uno.

No, San Tadeo no había cambiado mucho desde los días en que anduve libre en sus confines.

—Eso, querido padre Gregorio, debe incorporarse en el catecismo que se enseñará a las encantadoras criaturas —observó el Padre Superior—. ¡Pero aquí viene la bella Julia con el asado!

Julia Delmont, estuprada por su sensual padre, había sido llevada a la santa orden con su querida amiga Bella, y los lectores recordarán que presencié su iniciación, en la cual no pudo caber ninguna duda de que habían dejado de ser vírgenes de todos los orificios. Ahora, según supuse, las dos muchachas habían sido ampliamente ensanchadas en los tres orificios, y como consecuencia de esa disminución del placer fricciona, sus devotos y viriles guardianes estarían anhelando nuevos canales en los que pudieran introducir sus insatisfechas pichas.

—¡Qué bonita! —exclamó el padre Lorenzo—. ¡De seguro estas fascinadoras y jóvenes criaturas son dos de las Tres Gracias originales!

—Un poco desgastadas, padre Lorenzo —repuso el Superior, pero son estimablemente dóciles y su buena voluntad compensa el hastío de esta vida.

—¡Amén! —dijeron a coro los sacerdotes.

—Pero ahora, ya que hemos cenado, ordenaré al padre Ambrosio que lleve a vuestras pupilas a sus nuevos alojamientos, los cuales son pequeñas celdas en un corredor separado de nuestras moradas de solteros por una verja de hierro, de la cual yo soy el único que tiene la llave —explicó el Superior.

Prends garde[33] —murmuró el padre Lorenzo a sus pupilas—, cet homme este le plus vilain et lechereux de tous! (Tened cuidado, este hombre es el más feo y lujurioso de todos).

—¿Qué decís a vuestras pupilas? —inquirió la varonil voz del padre Clemente.

—Que todos los santos padres reunidos aquí son los más indicados para conducir a las jóvenes, y que no podrían esperar tener guías más rectos —declaró mi antiguo carcelero entre una salva de aplausos, pues el padre Ambrosio, como seguramente sabrán los lectores que leyeron el primer volumen de mis memorias, era, en muchos sentidos, el alcahuete de la sagrada orden, ya que, gracias a sus maquinaciones, la bella Julia y Bella habían sido obligadas a satisfacer las furiosas excitaciones de estos hombres viriles de carne y hueso bajo la austera sotana.

Y así pasó la primera velada, y a juzgar por el tono del Padre Superior se hizo evidente que el padre Lorenzo, al traer tan sabrosos manjares consigo, había ascendido hasta ocupar un lugar digno en esta sociedad de hombres buenos que apreciaban los placeres temporales cuando iban unidos a la virtud.