Capítulo XIII

Emilia no quería dejarlo ir, pero el sacerdote la exhortó a volver la cabeza sobre la almohada y buscar el solaz del sueño, en el que, según insinuó el clérigo inglés, volvería a visitarla, ya que necesitaba ir a ver a sus pupilas, quienes seguramente se sentirían abandonadas. Así que una vez más fui bailando en el medallón cuando se puso de nuevo la sotana, y luego regresó de puntillas a la habitación que, de las dos, era la que ocupaba. No encontró allí a nadie, lo cual le habría podido decir de antemano, pues supuse que Marisia había estado tan absorta completando la cuenta de los vellos entre Denise y su hermana mayor Louisette, que el tiempo había pasado casi sin que se dieran cuenta de ello.

Así que se dirigió a la otra habitación, llamó ligeramente con los nudillos a la puerta y luego la abrió, y fue recibido por un coro de exclamaciones y gritos entrecortados. No necesitaba yo el sentido de la vista para ver los detalles de lo que contempló el sacerdote: sin duda, las tres vírgenes se acariciaban y mimaban comparando lo hirsuto de sus pelambreras. El padre Lorenzo dijo:

—Hijas mias, parecéis tan atareadas que debo retirarme a fin de no incomodaros.

Mas la dulce Marisia contestó:

—Oh, padre, Denise y Louisette casi han terminado su cuenta, como me pedisteis que les dijera.

—Qué admirable obediencia, qué docilidad, qué rectitud ante la tentación —las encomió él—. Entonces, esperaré aquí hasta que acaben de contar, a fin de que os instruya sobre la manera en que habréis de aprovechar esas mágicas cifras cuando seáis novicias en San Tadeo.

Entonces se repantingó en una silla, dejó escapar un lánguido suspiro —indisputablemente manifestación del apaciguamiento que había experimentado entre los rollizos y satinados muslos de Emilia— y esperó pacientemente hasta que las doncellas hubieron terminado su delicada labor. Apenas alcanzaba yo a distinguir excitados murmullos, como: «No, ese cuenta por dos, porque parecen crecer en el mismo poro, Denise» y «No, te equivocas, debes separarlos cuidadosamente y hacer a un lado los que ya hayas contado», así como muchos. «Aii… oooh, deja de acariciarme o nunca podré contarlos». Pero por fin, después de unos quince minutos, según me parece, Denise exclamó:

—Oh, padre, he terminado la cuenta de los cheveux de con de Louisette y calculo que no son menos de doscientos noventa y cuatro.

—Entonces eres más hirsuta que Marisia, hija mía. ¿Y qué pasó con tu cuenta? ¿Louisette ya…? Ah, sí, veo que la querida niña atisba afanosamente entre tus hermosos y redondeados muslos separando asiduamente cada sedoso vello.

—Ya le dije que no debe dejarse llevar por sus impulsos y besarme o lamerme allí, padre, hasta que termine la tarea —expuso Denise con su voz grave.

—Encomiable manifestación de celo y disciplina, sin ceder a los caprichos de la momentánea tentación carnal —respondió el padre Lorenzo con acento benévolo.

—¡Ayy…, me arrancaste uno! —gritó de pronto Denise, indignada, a lo que Louisette respondió malhumoradamente:

—No hice más que separar uno del otro, y si te lavaras con más frecuencia allí, estos pelos no se pegarían juntos como si nacieran del mismo folículo.

—Niñas, niñas, contengámonos y sigamos siendo amigos —les reprochó el padre Lorenzo—. ¡Pronto, hay que terminar la cuenta!

Y así, después de unos momentos, la chica terminó, y anunció que en el dulce y doncellil orificio de su hermana Denise había exactamente doscientos noventa vellos.

—Ahora, eso plantea una interesantísima cuestión teórica —dijo el clérigo inglés—. Eres una hora mayor que Denise y, al parecer, más madura, a juzgar por lo que me contaste de tus hábitos con Guillaume y con tu hermano Jean, y, sin embargo, ella tiene cinco vellos más. ¿Son esos vellos adicionales el resultado de una mayor humedad y calor en ese jardín, que deben acelerar el crecimiento de las frondas, o la suave constitución de su piel propende a tener más poros de los que brotan estos zarcillos que intentan trepar hasta el orificio de la doncella y ocultarlo misteriosamente de la vista de los profanos? En todo caso, ya es tarde, y debemos hacer lo posible por descansar para la última parte de nuestro viaje. Ahora, queridas Denise y Louisette, escuchadme cuidadosamente: Cada una de vosotras debe aprenderse de memoria el resultado de la cuenta. Y así, cuando uno de esos fornidos hombres del seminario os llame aparte y os inste a entregaros a la fornicación, debéis responder dulcemente (pero con los ojos bajos y en la actitud de la más piadosa humildad) que habéis hecho el voto de proteger vuestra castidad hasta que el que esté destinado a poseerla pueda adivinar, con cinco vellos de diferencia, el número total del follaje íntimo que crece en vuestro nido virginal.

—Comprendo muy bien, padre —exclamó Denise riéndose, y Louisette expresó enseguida su total comprensión del juguetón ardid. Me pregunté qué tan eficaz sería para aplacar la vehemencia de un hombre como el padre Clemente.

—Hacedlo concienzudamente, pues de lo contrario no responderé de la duración de vuestras virginidades —les advirtió.

—Pero, padre —dijo Denise—, puesto que ya conocéis el total correcto, ¿qué será lo que os impida adivinarlo cuando os diga, a vuestra vez, que he hecho semejante voto?

El padre Lorenzo dejó escapar una gran risotada que puso de manifiesto la vehemencia de su temperamento.

—Para ser franco contigo, niña mía, no habrá nada en el mundo que me lo impida, salvo mi conciencia y la tuya, y si estas dos se interponen en un momento en el que el imperioso impulso de la madre naturaleza quiere eliminar las diferencias de condición que existen entre tú y yo, entonces ya sabes qué es lo que responderás.

—Ahora lo sé, padre —confesó la ronca voz de Denise—. Me gustaría mucho que pusierais vuestro becque en mi pequeño con y me enseñarais lo que es realmente fornicar. Me encanta que Louisette baise mon con, mon Pére, mais je prefére infiniment le vrai baiser de con, qui est fait et accompli avec un bite enorme[42a].

La virgen ingenua, la moza francesa, la ingenua de sangre ardiente, la virga intacta, superaba al padre Lorenzo en su habilidad para los juegos de palabras. Traduciré literalmente lo que acababa de decir, querido lector, y debes recordar, como ya lo indiqué, que la palabra francesa baiser tiene un significado deliciosamente licencioso, pues lo mismo significa besar que fornicar: «Me encanta que Louisette me bese el coño, padre, pero prefiero infinitamente que me besen de verdad (forniquen) el coño, lo cual se hace mejor con una picha enorme».

—No es posible contradecir la corrección de tus palabras, hija mía —le dijo el sacerdote—, pero para que duermas apaciblemente seré yo mismo el que baise to con exquise con, mais avec ma bouche. Le bite este reservé pour une occasion d’autre temps celébre[32b].

Una vez más se quitó la sotana, dejándola caer en una silla o en algún otro mueble cerca de la cama, y se subió en la muchacha. Marisia y Louisette lo aclamaron con apagados suspiros y palabras susurradas en voz baja, y alcancé a oír la clara voz de su hermana, que decía:

—Seguramente, Marisia, en el seminario no habrá nadie que sea tan enorme allí abajo, y por eso no podré descansar hasta que sienta su bite dentro de mi pequeño con.

A lo que la morena repuso descaradamente:

—¡Pero sabes muy bien que si fornica a alguna de las tres, yo seré la primera, pues me conoció mucho antes de que supiera que existes, Louisette, así que espera tu turno y no lo atosigues!

¡Oh, qué harén había adquirido el más indulgente de los sacerdotes en tan poco tiempo, en tanto que los seglares pueden considerarse afortunados si consiguen una mujer para casarse con ella, y son aún menos los que conservan una secreta compañera de amores que los espere en citas clandestinas cuando se cansan de sus esposas! Allí tenía a tres muchachas tentadoras, núbiles, todas ellas teóricamente vírgenes, aunque difícilmente tan puras como la nieve, símil este que los escritores han acuñado para describir la castidad sexual. Y todas ellas rivalizaban por el honor de recibir en su doncellil conducto la enormidad, la anchura, el vigor y la estructura cartilaginosa de su picha viril, y más aún, abiertamente, y al alcance de su oído, le decían cuánto estaban languideciendo por recibir ese honor. ¿No estaba él, querido lector, en mejor situación que el despótico bey de Argel, el cual había secuestrado al hermano de las dos chicas francesas, pues el bey tenía que ordenar a sus concubinas que se prostituyeran con él so pena de recibir latigazos o morir estranguladas si no se sometían gustosamente? En cambio, el padre Lorenzo no tenía más que mover un dedo (y dejar al descubierto su masculina y siempre incansable picha) para tener un festín de fornicación.

Pero ahora, a juzgar por los ruidos apagados que producían la lengua y los labios aplicados al coño, y luego, a su vez, los que producen la blanda boca de una muchacha oprimidos contra una picha vigorosa y palpitante, comprendí que el padre Lorenzo y Louisette, la hermana mayor, formaban una sola persona en la postura conocida con el nombre de sesenta y nueve, y no había pasado mucho tiempo cuando distinguí, por los murmullos, suspiros y gritos de amor exquisitamente agudos, que Marisia y Denise estaban emulando al clérigo inglés y su compañera.

—Tened cuidado, hijas mías —dijo el padre Lorenzo, quien abandonó su ocupación con Louisette el tiempo suficiente para prevenir a las otras dos—, en vuestros dulces devaneos con la boca; no vayáis a arrancar de raíz un solo folículo de virginal vello, pues eso haría equivocada la cuenta, y así, si algún digno prelado os tomara la palabra y quisiera que cumplierais vuestro voto, e insistiera en que contarais los vellos o en hacerlo él mismo, diría que sois unas mujerzuelas embusteras, y descargaría sobre vosotras su ira, y declararía que vuestro voto no tiene validez ante las exigencias de su lanza.

—Previendo ese peligro, padre, le pedí a Marisia que apartara los vellos para dejar al descubierto mi pequeño con —respondió Denise con su voz grave.

—¡Qué previsión, hija mía! Armada con tan imaginativa prudencia, te digo que no me sorprendería mucho que pasaras el noviciado sin fornicación alguna y de ese modo conservaras tu preciosa virginidad —replicó el sacerdote—. Pero apresurémonos a dar alegría a nuestras dulces y condescendientes compañeras, y a nosotros mismos, a fin de que podamos dormir y recobrar las fuerzas para el resto del viaje. Ah, Louisette, qué modo tan delicado tiene tu coño de abrir su sonrosada boca para mi lengua, y cómo se pavonea, erguido y palpitante, ese botoncito que se encuentra en la parte superior de los dos labios que conducen al místico cauce de tus amores, cual si se jactara de su afinidad con mi turgente arma. Ven, pues, y lo saludaré… así… y… así… y así.

—¡Ahh… ouua… ohhh, je meurs… je meurs… ahh ohh, baise moi vite… je viens, je viens, ouuooooahh! —gritó Louisette con voz ronca y temblorosa, diciendo que se moría y se venía, y que deseaba que la fornicaran enseguida, pero, claro está, el clérigo inglés no hizo más que apaciguarla, y su fornicación con la lengua, aunque deliciosa, no fue la consumación de sus deseos más íntimos.

Sin embargo, fue suficiente. Y entonces Marisia y Denise formaron su propio coro apasionado de apaciguamiento del coño y cada una dejó escapar su rocío de amor. Reinó la dulce serenidad y el padre Lorenzo volvió de puntillas a su habitación, dejando que sus tres pupilas durmieran en la cama más angosta y soñaran con lo que les esperaba el día de mañana.