Capítulo XII

Apenas media hora más tarde, sin duda después de refrescar sus dulces personas del rigor del viaje en diligencia desde Dover, Marisia, Louisette y Denise, acompañadas por mi inconsciente carcelero, bajaron a tomar asiento ante una mesa del comedor principal de la posada para consumir los platos que les habían preparado. El buen Tomás agasajó a las tres hermosas jovencitas con extravagantes y floridas frases, la mayoría de las cuales no habrían sido entendidas de no haber sido por la rápida traducción que hacía el padre Lorenzo del inglés al francés. Emilia sirvió la mesa ante la que tomaba asiento el clérigo inglés con sus virginales pupilas, y de vez en vez, cuando se acercaba a rellenar la jarra de cerveza (o de leche para las jovencitas, por supuesto), o a traer otra hogaza de pan moreno y a rebanar otra generosa porción de carne, oí al padre Lorenzo encomiarla en términos tan floridos como los que usaba su anfitrión para atraer la atención de las tres damitas.

Por último, terminada la cena, Tomás y mi carcelero apuraron un último vaso de cerveza, y luego Tomás bostezó ruidosamente y dijo que tenía que acostarse temprano, pues al día siguiente debía dar alojamiento y comida a una docena de galanes y sus servidores que iban a Dover a fin de embarcarse para Francia, a la temporada de festejos sociales en la corte del Rey.

—Estás disculpado, mi buen hermano —exclamó afablemente el padre Lorenzo—, pero me maravilla que con tan poca servidumbre puedas atender a todos tus huéspedes sin que haya negligencia en el servicio. ¿A qué se debe que no hayas buscado una esposa en todos estos años, una esposa que ahora mismo podría estarse disponiendo a compartir la carga contigo?

—No es necesario tener una vaca para beber leche, como sabes muy bien —replicó el otro—, y nunca he sentido el deseo de encadenarme y someterme a los sermones de día y de noche. Soy más feliz con dirigir a las criadas, como Emilia, que es humilde, sabe cuál es su lugar y, por lo que se refiere a los encantos femeninos, es lo bastante agradable para que mis parroquianos hagan justicia a mi cocina y mi cerveza. Sí, si tuviese una esposa, ahuyentaría a la clientela despotricando contra los dignos caballeros que se atrevieran a pellizcarle el trasero. Pero Emilia no es de esa índole y, en verdad, sonríe y se pone muy ufana cuando algún parroquiano la favorece con esas atenciones a posteriori, considerándolas lisonjeras para su condición. ¡No, prefiero una aprendiza de éstas a una esposa! Pero estoy bostezando, y esto es una descortesía.

—Es la cerveza y que ya estás entrado en años, hermano mío.

—¡Entrado en años! ¡Permitidme deciros que no sois tan joven que no pueda yo superaros en cualquier punto, ya sea el de retozar con las mujeres o apurar la cerveza!

—No puedo aceptar tu desafío a causa de mi sotana. Pero te garantizo que, si procuras averiguarlo en el futuro, oirás buenos informes sobre mi virilidad. Venid, hijas mías, dad las buenas noches a Tomás y deseadle los sueños más embrujadores en su solitario lecho.

Esto último lo dijo en francés a sus pupilas, y sus palabras provocaron un nuevo coro de exclamaciones que divirtieron a Tomás, pues alabó al padre Lorenzo por su excelente buen gusto y le deseó una especie de envidiosa alegría en su cuidado a las chicas. Y así, por fin se alejó de la mesa, y el padre Lorenzo, oyendo que el reloj daba las nueve, instó a sus pupilas a retirarse.

—Te suplicó Marisia —susurró al oído de la morena y joven sirena—, que ayudes a Denise y Louisette a que se acomoden en su habitación, y asegúrate de que se acuesten en la cama más ancha. Pídeles que hagan de nuevo la cuenta que ensayamos anoche, pues es importantísimo que antes de que crucen las puertas de San Tadeo, conozcan, hasta el último folículo, el número exacto de vellos que adornan sus virginales muslos. Ve ahora con mi bendición, y no les permitas (y tampoco lo vayas a hacer tú, hija mía) pasar la noche en vela una vez que hayan terminado esta obligación.

—Me encargaré de ello, padre —exclamó la deliciosa morena.

Entonces oí el chasquido de un beso, seguido por un suspiro juvenil. Era evidente que el apasionamiento de Marisia por el viril clérigo inglés crecía a pasos agigantados y que éste, antes de que pasara mucho tiempo, tendría que hacer frente a más tentaciones que las que, según se dice, eludió San Antonio.

Después de que Marisia salió de la habitación, el padre Lorenzo suspiró, satisfecho, y se sentó en una cómoda silla para entretener el tiempo, de eso no me cabía duda, hasta que la aprendiza hubiera terminado sus ocupaciones, momento en el que, seguramente, se proponía darle otras. Poco después empezó a tararear, y era la misma tonada licenciosa que tan melodiosamente había declamado antes de su encuentro con Georgette en Calais. Pero en esta ocasión, después de algunos intentos, inventó nuevos versos que hablaban del momento que se acercaba. Según lo recuerdo, decían más o menos así:

De Somerset en la humilde posada, tra-la-la,

hay una chica que es toda una monada, tra-la-la,

la cual, tímida y con la faz sonrojada, tra-la-la,

se me entregará, feliz y apasionada, tra-la-la.

Tomás, el amo que la tiene contratada, tra-la-la,

y que le da comida y ropa remendada, tra-la-la,

según parece la dejó desvirgada, tra-la-la,

y a fornicar la tiene acostumbrada, tra-la-la.

En nuestra juventud, hace mucho pasada, tra-la-la,

peleamos por dejar a una mujer revolcada, tra-la-la,

y más de una vez nuestra pasión desbordada, tra-la-la.

fornicó a la misma muchacha descocada, tra-la-la.

Pero veinte o más años después de eso, tra-la-la,

tengo ahora el instrumento sin hueso, tra-la-la,

mucho más largo y claro, de más peso, tra-la-la,

y, por supuesto, muchísimo más tieso, tra-la-la.

Así que hoy con la bella Emilia iré, tra-la-la,

y lo que acabo de decir lo probaré, tra-la-la,

y las dudas del buen Tomás disiparé, tra-la-la,

y a la chica satisfecha dejaré, tra-la-la.

Una vez más me maravillé de su versatilidad e imaginación. Improvisados sin pensarlo mucho, estos versos podían compararse favorablemente con más de una de las baladas que cantan por las calles de Londres a cambio de unos peniques, del mismo modo que, metafóricamente hablando, el padre Lorenzo podía compararse con cualquier hombre robusto que sea capaz de acercar una ardiente y palpitante picha al tembloroso y expectante coño de una mujer.

Dos veces más, el clérigo inglés, enamorado de la vida, repitió la ingeniosa copla con toda la suave persuasión de su dulce voz de barítono, una voz que podía haber hecho su fortuna si hubiera escogido esa profesión. Y por fin pasó el tiempo hasta que el viejo reloj del piso de abajo indicó que había llegado la hora de ver a Emilia, en cuyo momento el sacerdote se levantó poco a poco y en silencio salió de su habitación.

Cuando entró en el vestíbulo, oí unas voces apagadas que venían de la parte alta de la escalera, y el padre Lorenzo dejó escapar en voz baja una especie de impaciente imprecación que, sin duda, enviaba a todos los Tomases a las implacables llamas de los más apretados infiernos, a donde van a parar todos los pecadores impenitentes, y se ocultó arrimándose a la pared. Aguzando mis sentidos de la audición, apenas distinguí el diálogo que empezó con la voz querellosa de un hombre:

—Vamos, Emilia, mi buena muchachota, ¿no vas a acceder a los deseos de tu amo?

A estas palabras siguió un murmullo melancólico:

—Oh, nunca lo haría, digno señor, pues sois el tenedor de mi contrato, pero os suplico que tengáis compasión de mi fatiga y cansancio, porque con la llegada de vuestros nuevos huéspedes, he agotado mis fuerzas y lo único que deseo es conciliar el benévolo sueño a fin de estar mañana fresca y vigorosa para las tareas que me encomendasteis.

Escuché un gruñido de decepción, sin palabras, y luego un áspero refunfuño:

—Ah, está bien. No soy yo el que vaya a obligar a una mujer, aunque sea el tenedor de su contrato. Acuéstate, pues, sola Emilia y no dejes de despertar antes de que amanezca, ya que debemos dar un suntuoso desayuno a nuestros viajeros antes de que emprendan el viaje al perverso Londres.

Y luego:

—Oh, sí, lo haré de todo corazón, amo. Gracias por vuestra compasión que una muchacha pobre y honrada como yo encuentra muy rara vez en este mundo.

A lo que respondió una voz maliciosa:

—Escucha bien, Emilia: no me gustaría que confundieras mi buena índole con las santurronas trivialidades de los hombres de negra sotana y rostro sombrío, y que rezan el rosario, o de lo contrario no tardarás en pedir que te dé los domingos por la mañana para ir a oír sermones que no harán más que deprimirte. Así pues, acuéstate y piensa únicamente en tu indulgente amo, que no te ha dado más bastonazos ni azotes en las regordetas posaderas que las que merece una aprendiza como tú. ¡Buenas noches!

—¡Y que también vos paséis buenas noches, mi buen amo!

—Sí, así las pasaría si estuvieras menos fatigada, pero, mira, Emilia, puedes descansar al mismo tiempo, pues no soy un importuno y puedo fornicar a una mujer mientras se tiende cómodamente de espaldas sin moverse siquiera. Y si me dejas intentarlo te prometo que no te reprenderé si descubro que te has quedado dormida antes de que yo complete mi placer.

Pero una risita hizo que el hambriento lobo se alejara del umbral de este dulce y temeroso cordero:

—Oh, amo, ojalá pudiera ser así, y entonces os invitaría a entrar. Pero sabéis muy bien, señor, que cada vez que habéis introducido vuestro enorme órgano en mi pequeño orificio, me he visto precisada a olvidarme de la sumisión pasiva y dócil ante sus acometidas, pues su tamaño me frota y penetra tan vitalmente que tengo que responder, o me quedo como muerta. Y creo que, cansada como estoy en este momento, os haría un flaco servicio si no respondiera.

Siguió un largo suspiro de deseo frustrado, después de lo cual el buen Tomás anunció malhumoradamente:

—No, es cierto. No me gustaría poseer a una mujer que no me oprimiera con piernas y brazos, y me mordiera y rasguñara como una raposa en una trampa, ya que la fornicación es algo más que carne con carne; es substancia y substancia y combate y dulce unión. Así pues, acuéstate pronto, antes de que me arrepienta de mi buena índole, que me impide arrancarte a pedazos la camisa y entrar en tu tímida y pequeña rendija, me lo permitas o no. Pues está en mi naturaleza, cuando fornico, exigir que mi compañera de retozos anuncie con grandes exclamaciones de alegría y frenéticos movimientos del tras que se siente feliz entre todas las mujeres de tener dentro de ella tan poderoso chafarote ya que recibirme de otra manera sería una injuria para mi condición de hombre.

—Y eso nunca lo haré, aunque me costara la esperanza de que destruyerais mi contrato, buen amo —repuso al momento, graciosamente, la jovial Emilia.

—Entonces, puesto que las cosas son así y no pueden cambiar, precisamente debido a mi buena índole, te deseo buenas noches, hermosa Emilia.

¿Se quedaría allí toda la santa noche esperando que se cumplieran sus deseos, y sin hacer otra cosa que dar una y otra vez las buenas noches?

—De nuevo buenas noches, buen amo. —Y esta vez, Emilia cerró suavemente la puerta.

—¡Por las barbas de mi abuela! No sé por qué soy tan indulgente con esa pelandusca —oí que gruñía el posadero al descender las escaleras, que rechinaban bajo su peso al grado de hacerme creer que su peso horizontal sobre la dulce Emilia habría producido un ruidoso crujir de la cama que anunciaría a todo el mundo su unión carnal.

El padre Lorenzo esperó un largo momento hasta que la posada quedó en silencio, y luego se dirigió lentamente a la puerta de Emilia y llamó con cuidado. Se abrió al instante, y oí que la muchacha decía en voz baja:

—Pronto, Vuestra R-reverencia, antes de que os oiga mi amo.

—Bajó ya y ha de estar en su cama, hija mía.

—Ohhh, entonces, ¿oísteis lo que me dijo?

—Hasta la última palabra hija mia. Pero si estás muy cansada, no te entretendré ni un momento más.

—Estoy cansada de él, para deciros la verdad, Vuestra Reverencia.

—¿Sí? ¿Y cómo es eso?

—Se porta conmigo como un toro cuando no estoy de humor para hacerla de ternera ante sus arremetidas, V-vuestra Reverencia. Y porque estoy obligada por contrato con él, sé que debo hacer su voluntad, aunque de esa manera no siento placer. Es como si fuera yo una cosa de su propiedad, y no me da gusto complacerlo. Porque, Vuestra Reverencia, hasta una aprendiza como yo quiere a veces que le hagan la corte, que le permitan decir si accederá o no, sin miedo a que le den una paliza… aunque, para ser justa, debo decir que, en ese sentido, es muy bondadoso.

—Estoy de acuerdo contigo querida niña, pues no apruebo la esclavitud de ninguna especie. Y conozco muy bien a tu amo desde hace treinta años, desde que éramos unos mocosos. Tenía buen corazón, y eso te lo puedo asegurar. Pero ¿no te deja complacida cuando estás de humor para dejarlo que te posea?

—¡Oh, V-vuestra Reverencia, no me atrevo a contestaros!

Una vez más, la tonta risita expresó su emocionada confusión. Pero se quedó cerca de mi carcelero, ya que, aunque hablaban en voz muy baja, y quizá porque su rostro se apoyaba contra su viril pecho, los oía claramente.

—¿Cuándo termina tu contrato, querida niña?

—Cuando cumpla los veintiún años, Vuestra Reverencia.

—Yo cuidaré de que no sufras ningún daño hasta entonces, hija mía. Lo exhortaré a que te busque un buen marido cuando termine tu plazo, y a que te dé una dote igual al salario que has ganado en todo este tiempo, pues eso dice la ley en esta clase de contratos.

—¡Oh, Vuestra-Vuestra Señoría! —exclamó ella, agradecida.

La voz del sacerdote se escuchó más ronca que nunca:

—No me des ese título, hija mía, pues no soy tu juez, sino tu confidente. Y así, en confianza y hablando confidencialmente, que es el objeto de mi papel esta noche, te digo otra vez que eres tan hermosa como las hijas de Jericó, las cuales dieron a sus guerreros fuerza para resistir ante las murallas y luchar valerosamente por el Señor.

—¡Hacéis que… la cabeza me dé vueltas, V-vuestra Reverencia!

—Mira, Emilia, me gustaría que ahora la volvieras para contemplar ese resplandeciente y lustroso manto de encantador cabello que casi te llega a las caderas. ¡Ah, si estuvieras destinada, como la buena lady Godiva, a recorrer las calles montada en un palafrén para conmover la pertinaz tiranía de un noble señor que no quisiera condonar los tributos de sus súbditos, te aseguro que casi podrías envolver toda la intimidad de tu persona con tan suave y sedosa capa!

—¡Ay, V-vuestra Reverencia, me decís las palabras más hermosas que me haya dicho nunca un hombre!

—¿Acaso tu amo (pues lo conozco desde hace mucho y sé que saborea las alegrías carnales de nuestra efímera existencia) no te halaga con dulces palabras en el calor de sus placeres cuando está contigo?

Una vez más la risita de una doncella a la que gustan tan emocionantes atenciones, tanto más quizá cuanto que, siendo una aprendiza, sus favores no podían concederse siempre tan quijotescamente como habría deseado su ardiente naturaleza.

—¡Oh no, V-vuestra Reverencia! Cuando está en mi cama haciendo su voluntad conmigo, deja escapar más pujidos que palabras.

—Tate, tate, hija mía, eso es más propio de un cerdo ante una batea hartándose sin detenerse a reflexionar sobre el buen sabor de lo que come ni sobre la generosidad con que se lo dan. Ay, de mí, a mi viejo camarada de armas se le ha embotado el ingenio con el transcurso de los años. Y dime, hija mía, ¿suspira extáticamente cuando pone su boca sobre estos labios carnosos y sonrosados… así? —Con lo cual, uniendo la acción a la palabra, el clérigo inglés puso su boca en la de la hermosa Emilia y le dio un vigoroso y sonoro beso.

—¡Ohhh! ¡Ohhh, últimamente nunca lo hace! —repuso Emilia con la voz entrecortada.

—¡De cuántas cosas se pierde tu amo, que es un ciego! Y esto, hija mía, ¿hace esto a menudo?

Oí el crujir de la ropa, una débil lucha y luego el excitado grito de:

—Oooh… ahh… ouohh… V-vuestra Reverencia qué suaves se sienten vuestras manos en mi parte posterior, ohh, no, me pellizca y me entierra cruelmente los fuertes dedos cuando está fornicando… ohhhh, ¿qué está haciendo allí vuestro dedo? …ohh, ¡qué delicioso se siente, me haréis gritar y entonces mi amo me oirá y sabrá que le he mentido, pues me estáis quitando toda la fatiga!

—Tierna niña, lo que sientes es la punta de mi dedo en el umbral de esa entrada posterior al placer que algunas doncellas desdeñan por considerarla contra la naturaleza… ¿te parece perturbador?

—Oh, sí, sí, Vuestra Reverencia, claro que sí, me perturba tanto que apenas puedo esperar a meterme en la cama… Ohhh, dejad tan sólo que me quite estas ropas a fin de estar más dispuesta a satisfacer los deseos de Vuestra Reverencia, que son completamente nuevos para mí.

—¿Acaso se debe a esto, mi gentil Emilia, que prohibiste a tu amo cruzar el umbral, pues deseabas medir tus poderes carnales con los míos?

—¡Ay, ay! ¡Oooh, Vuestra Reverencia… ahh… Oh, Vuestra Reverencia, ahh… ohh…! De antemano sabéis todo lo que se refiere a mí, ¿no…? Ohh, que bonito se siente… oh, qué duro y rojo es, en verdad mucho más grande que el de mi amo… pero no debéis insinuar jamás ni tan siquiera que me parece así, o me dejaría amoratado el culo durante un mes.

—¿Por qué gritaste hace un momento, niña?

¡Qué ronca y palpitante sonaba ahora la voz de mi inconsciente carcelero!…

—No pude… no pude remediarlo, Vuestra Reverencia, cuando vuestro dedo penetró en el pequeño orificio de atrás, pues me excitó tan malévolamente que casi sentí el deseo de… oh, no me atrevo a decir más… ohh, venid a la cama, os lo suplico… Ansío que esa pistola tremendamente cargada, explote dentro de mí.

—¿Tal vez en el orificio dónde estaba mi dedo?

—¡Oh, eso nunca me lo han hecho, V-vuestra Reverenda!

—¿Te asustas al pensarlo?

—No tanto al pensarlo (pues ya os veo fuerte, apuesto y desnudo, como un nuevo hombre que nunca hubiera visto, ahora que os habéis quitado la temible vestidura, Vuestra Reverencia), sino al hacerlo. ¡No podría soportar tan macizo artículo dentro de tan estrecha hendidura, de eso estoy cierta!

—Pero todas las cosas son posibles si de antemano no les pone uno un impedimento en la mente, hija mía, y podemos hacer la prueba una vez que te haya convencido de que no hay nada que temer. ¡Ven, dame tus labios, dulce Emilia!

Ahora, y huelga decirlo, se encontraban ya en la cama, y me habían arrojado sin más ceremonias a un rincón, metido en el medallón de la sotana abandonada. Pero el cuarto era pequeño y, por ello, aún podía distinguir claramente lo que pasaba entre ellos por lo que decían, aun cuando todavía no pudiera contemplar lo que ocurría, aunque, gracias a mi parlanchín carcelero, tenía una imagen gráfica de lo que tú, querido lector, puedes a tu vez, delinear, según tu capricho y fantasía.

Así, pude distinguir la respuesta de Emilia, ambiguamente traviesa, a la última pregunta del sacerdote:

—¿Qué labios, Vuestra Reverencia? —lo cual me dio a entender que la bella muchacha entendía que una naturaleza pródiga la había dotado de tres pares para dar y recibir placer.

—De los que tienes bajo la nariz respingada, hija mía —especificó el padre Lorenzo, y se escuchó entonces la meliflua música de un beso largo, apasionado y húmedo, después del cual Emilia dijo, jadeando:

—¡Ohhh, s-señor… mi amo nunca ha empleado la lengua!

—¿Lo dices en broma?

—No, nunca bromeo cuando se trata de f-fornicar, V-vuestra Reverencia —gimió Emilia en un tono que me hizo suponer que estaba profundamente absorta en la manera extraña, pero nada desagradable, en que el padre Lorenzo la acariciaba.

—Pero debes hacerlo, hija mía, pues fornicar, que es un don que nos fue concedido después del Edén, no debe hacerse nunca de una manera grave o apresurada, de lo contrario, se embotan los sentidos y no perciben los complicados matices con que la carne recibe incomparables alegrías.

¡Qué bien hablaba de las proezas fornicatorias! No creo haber encontrado nunca en mi vida a nadie que fuera tan imaginativamente capaz de componer incluso un sermón sobre este incitante tema.

P-pero a mi a-amo no le gusta que las mujeres bromeen cuando las está f-fornicando —titubeó Emilia.

—Entonces, ahora me explico por qué me abriste la puerta, Emilia, como estás a punto de abrir esos otros deliciosos portales de tu persona más íntima para que mi instrumento viaje como no ha viajado nunca, pues he de advertir que ningún hombre consciente e inteligente debe perder nunca de vista las admirables e indirectas maneras de obtener la satisfacción carnal cuando está, sobre todas las cosas, acostado con una mujer a la que el arte, aunque conocido, resulta aun relativamente nuevo. Y como tu amo ha descuidado lamentablemente estas ramificaciones mi mayor placer será el de conseguir que tu persona, deliciosamente desnuda, las conozca. Por ejemplo, ¿alguna vez ha utilizado la membrana con la que prueba sus alimentos y su sabrosa cerveza de esta estimable manera?

—¡Ohhh! ¡Vuestra Reverencia! ¡Aiii! ¡Ohh, nunca de ese modo en mi nido de amor, ohhh, me estoy muriendo, es más de lo que puedo soportar, ohh, qué bonito, qué delicioso, vuestra reverencia…! ¡Aohhhhhouuuu!

—Calla, calla, hija mía, baja la voz, pues cuando uno goza hasta llegar al cielo, no puede ni debe lanzar su voz más allá de lo que la lanza una trompeta, la cual no puede recorrer ni la milésima parte del camino que la separa del sol poniente. ¡Sin embargo, los ángeles escuchan el más leve murmullo del penitente y del que está animado por la esperanza; por lo tanto, modera tu tono para que el buen Tomás no se levante, como Lázaro, de la muerte de su solitario sueño! —advirtió el padre Lorenzo, a lo que Emilia repuso con voz enronquecida:

—Perdonadme, perdonadme, Vuestra Reverencia, pero lo que hicisteis no puede compararse a nada en este mundo. ¿No queréis hacerlo de nuevo, y me meteré el pañuelo en la boca para contener mis gritos de agradecimiento?

—En esas condiciones, gustoso me esforzaré contigo, hija mía, por llegar otra vez al paraíso —repuso el sacerdote riéndose—. Pero, para que haya justicia y equidad, ¿no querrías usar tus suaves labios y lengua dando placer a mi instrumento, mientras procuro llevarte al cénit del deleite camal?

—Ohhh, ¿qué estáis haciendo… subiéndoos sobre mí con la cabeza entre mis piernas…? Y ahora veo las grandes y colgantes bolsas con pelo y …

—Y savia, hija mía, una magnífica ofrenda que es como vino recién fermentado para que lo bebas, del mismo modo que yo beberé el dulce licor destilado en el blando y oculto alambique de tu delicioso nido.

Había tomado la postura del sesenta y nueve sobre la muchacha. Tal vez lo movía el pensamiento de que mañana pasaría la primera noche en la santa atmósfera del seminario, donde tal vez no se le permitiría pasar a más, y por ello quería algo así como lo que buscan los solteros que celebran una fiesta de despedida a la bendita soltería en la que hay una última orgía antes de contentarse con un solo coño, que se les entrega legalmente, en el cual deben emplear sus efusiones eróticas.

—Oh, os lo imploro. Vuestra Reverencia, ¿qué estáis haciendo en mis delicadas partes con vuestros labios y vuestra lengua? Ooooh, eeeem, ahhh, ohh, ¡nunca había sentido tanto placer y tanta tortura al mismo tiempo! —gimió la muchacha, pero ahora con la voz apagada por el pañuelo.

—Te estoy mamando, hija mía, y debes hacer lo mismo conmigo, ya que acabo de llegar de ese hermoso país en que se practica con tanta frecuencia y aún me siento imbuido con el alegre espíritu de sus habitantes.

—¿Cómo… cómo hace uno para mamar, Vuestra Reverencia?

—¿Quieres decir, hija mía, que tu amo no te ha enseñado todavía ese seductor preludio al arte de la fornicación?

—Oh, no… me tumba en la cama, o en la mesa, según se le antoje, y luego, levantándome la falda y bajándome los calzones, me introduce el arma y la mueve como si fuera yo un jabalí atravesado por una lanza y herido de muerte, hasta que por fin le brota el veneno y entonces se queda tendido sobre mí, como muerto.

—¡Qué barbaridad! Los años le han embotado la percepción y la potencia genésica —exclamó el padre Lorenzo, de muy buen humor al ver que había superado a su antiguo compañero de armas—. Entonces, te enseñaré para que, a tu vez, puedas mostrar a tu ignorante amo una nueva habilidad en sus años de decadencia, y así mejorará tu suerte, pues en su gratitud al descubrir las embriagadoras alegrías de que se ha perdido todo este tiempo, sin duda te dará un puesto de honor en su casa. Entonces, querida niña, abre tus labios al mismo tiempo que pasas tus blandos brazos en torno a mis vigorosos muslos, que no cederán, así que no temas que te dañe mi peso, el cual, si no me equivoco, no es tan grande como el de tu rechoncho amo.

—Lo… lo estoy haciendo ya, V-vuestra Reverencia, y… ¿qué viene después?

—Después, hija mía, roza tus labios, que deben estar ahora formando una pequeña letra O, contra los labios de la reluciente e hinchada cabeza que encontrarás en la punta de mi lanza… ahhhhh, es ¡exquisito! Para ser una neófita, lo haces sospechosamente bien.

—Ohh-ohhhh…

La estridencia de estos gemidos me hizo suponer que Emilia se había quitado el pañuelo de la boca, pues de otra manera difícilmente habría podido llegar al registro de la soprano.

—Shh, hija mía. Te estoy mamando el coño, eso es todo. Ahora, abre los muslos un poco… muy bien, niña mía… ah, que excitante oasis percibo aquí, cubierto tan espesamente de oscuros y sedosos rizos que ocultan pudorosamente los sonrosados labios de tu apetitoso orificio. Veamos si mi lengua puede apacentar en el follaje hasta llegar por fin al sacrosanto nido.

—Mmm… ahh… ¡ouououooohhhhh!

A juzgar por el penetrante grito de Emilia y el esporádico rechinar de su camastro, pensé que el clérigo inglés había tenido éxito en su expedición lingual a través de la selva de su vellón… y aquello hizo que me acordara tristemente de mi prisión entre los ahora flojos y rubios rizos de amor de Laurette.

—Por fin he encontrado el abrigado rincón y pastaré allí hasta que te lleve a la felicidad, hija mía. Concédeme ahora la misma dulce gracia abriendo un poco más tus labios a fin de que quepa la punta de mi lanza… así, un poco más… y ahora cierra los labios sobre esa golosina de la que te has apoderado… ¡ahhh, ohh, es infinitamente placentero, hija mía! Ahora, respira fuerte y en rápida sucesión, lo cual, como no tardarás en percibirlo, obra maravillas incluso en los hombres más tardos… precepto este que puedes guardar en la memoria la próxima vez que tu amo quiera cruzar el umbral… Sigue, sigue así, hija mía… ooh, hija mía, qué obediente desempeñas tu tarea, ¿y no sientes que se me está endureciendo el órgano?

S-sí, V-vuestra Reverencia… ¡y su calor me quema los labios, de verdad me los quema!

—No tengas miedo, pues conozco una manera muy eficaz de apagar esas llamas incendiarias, —confesó el padre Lorenzo, enronquecido, y entonces escuché el chapaleo que hacía su lengua en la linda horcajadura entre los muslos, y oí los convulsivos estremecimientos que se apoderaron de la parte posterior de Emilia y que hicieron crujir ruidosamente la cama, así como sus jadeos, suspiros y pequeños quejidos de placer. Sin embargo, la chica no descuidaba sus obligaciones, como comprendí por los apagados ruidos que se le escapaban de la boca.

—Y ahora, prepárate, hija mía, pues me propongo tocarte en lo más vivo —jadeó a su vez el padre Lorenzo. Y entonces se escuchó una exclamación entrecortada, y luego Emilia lanzó un gemido:

—¡Aii… ouuououoohhh… ohhhh, me voy a morir, es tan lindo que no puedo quedarme callada más tiempo, V-vuestra Reverencia…! Ohhh, ya no, me siento traspasada como por una corriente de relámpagos que me pasaran por las piernas.

—Si no te puedes estar quieta, niña mía, solázate apretando tus blandos muslos contra mis mejillas, y gracias a sus convulsivos movimientos contra mi carne percibiré exactamente dónde eres más sensible —le ordenó el clérigo inglés.

Durante un momento Emilia volvió a mamarle la punta de la picha, pero seguramente la lengua del padre Lorenzo se acomodó en una partícula aún más sensible de su clítoris (pues estoy segura de que esa piedra de toque de su Venus era a lo que había aludido el sacerdote), porque la cama rechinó violentamente y su agudo gemido llegó al mismo techo, si no al cielo:

—¡Eeeeohhhahhhouuuuu! ¡Ohh ohh ohhhh, os estáis llevando la vida de mi pobre cuerpo. Vuestra Reverencia, oh, ya no puedo soportar más, oh, haced lo que tengáis que hacer para poner fin a mi tormento!

—Bueno, había pensado hacer que brotara tu delicado licor por este medio lingual, hija mía, pero como todavía eres una joven neófita, no puede uno esperar un progreso muy rápido, y ya tendrás otras ocasiones de practicar con tu amo. Por lo tanto, abre bien las piernas para recibir mi espada, que tu deliciosa boca ha dejado afiladísima para penetrar en tu hermoso nido.

Se oyeron más rechinidos cuando, indudablemente, el sacerdote tomó su lugar en la antiquísima postura, y luego un grito apagado de Emilia, pues él lo había acallado con sus labios, dejando de manifiesto su quejido de éxtasis en el momento en que su esforzada picha penetró en el palpitante y sonrosado abismo de su joven orificio.

—¡Ohhhhhh, nunca había sido tan bonito, Vuestra Reverencia! Tendré que pedirle a mi amo que me… ¿cómo dijisteis que se dice, Vuestra Reverencia?

—Que te mame, querida niña. Y a tu vez debes ofrecer hacer lo mismo con él porque, y adviértelo bien, cuando una mujer puede excitar a su amo en dos lenguas, su valor se duplica, por lo menos. De consiguiente manera, harás saber a tu amo que fornicas en inglés y en francés, y te garantizo, hija mía, que te recompensará generosamente con más atenciones que las que has tenido desde que firmaste el contrato. Pero ahora, apriétame contra tus firmes y redondos muslos, niña, y entiérrame los delgados dedos en mi vigorosa espalda, pues me propongo fornicarte hasta que mi savia apague el fuego del que tanto te quejas.

Y así lo hizo, querido lector, con el acompañamiento de jadeos, sollozos y suspiros, y luego besos apasionados y frases incoherentes y temblorosas que le dieron la acolada de la chica que, de creer lo que manifestaba, nunca había sabido lo que era verdaderamente fornicar hasta ese extático momento en que la picha del valeroso seminarista se sepultó en su ansioso y ardiente coño. Y a tal grado cumplió él la promesa de extinguir el fuego del que tan lastimeramente se había quejado la muchacha, que no quedó más remedio que, casi inmediatamente después, inició él una segunda acometida, para la que ella lo fortaleció, por su propia voluntad, usando los labios y la lengua para hacer que su incansable órgano la saludara muy erguido antes de hundirse una vez más en su vaina…