Capítulo XI

Cuando por fin se detuvo la diligencia y oí las pisadas de los lacayos y los roncos gritos del cochero, comprendí que habíamos llegado a la posada de Somerset. Recordé también la descripción que había hecho el padre Lorenzo, descripción que me hizo agua la boca, del banquete que esperaba a sus tres tiernas pupilas y a él mismo, y mis mandíbulas se movieron envidiosamente al pensar en la comida. A pesar de ello, aún no tenía mucha hambre, así que podía esperar con relativa imperturbabilidad el momento de la liberación, cuando me prometía un magnífico festín en diversas anatomías.

El hecho de que el padre Lorenzo no se había jactado en vano de su familiaridad con el posadero de Somerset quedó demostrado unos momentos después de nuestra llegada, cuando una voz jovial y estentórea le dio la bienvenida:

—¡Por Júpiter, padre, bajad a la tierra firme y sed bienvenido después de vuestro largo viaje! Os he echado grandemente de menos, y me encantaría, si vuestras obligaciones espirituales no os lo impiden, que cenemos juntos esta noche en la que seréis mi invitado, y cambiemos confidencias.

—Nada me gustaría más, mi buen Tomás —dijo el clérigo inglés—, pero mañana saldremos enseguida a San Tadeo, donde me alojaré para cumplir mi misión sacerdotal.

—¿No será por casualidad en ese seminario que está dirigido por un pillo, conocido como el padre Clemente, verdadero ogro para el desgraciado pecador y para la moza que caiga en sus vigorosas garras?

—Ese mismo. Pero, mira, Tomás, necesitaré dos habitaciones en tu cómoda posada esta noche, para mis tres pupilas. Venid, hijas mías, estamos en Inglaterra y he aquí al más digno de los posaderos que os saluda y cuidará de vuestra comodidad corporal. ¡Vaya, ni tan siquiera el propio Rey y toda su corte podrían encontrar mejor alojamiento ni platos más sabrosos que en esta posada!

—Me hacéis mucho honor, buen padre —repuso riéndose el posadero—. ¡Oh, no! Esta noche mi humilde establecimiento se verá agraciado con una belleza como nunca ha puesto su pie en ella… y no una, sino tres hermosas zagalas, cada una más tentadora que la otra, de modo que un pobre diablo de protestante no sabría con cuál de ellas empezar.

—Sí, pero sin duda sabría cómo hacerlo, mi buen Tomás —contestó el clérigo inglés—. Ahora, presta atención antes de que entremos en tu honrada hostería: Estas tres niñas hablan muy poco inglés, ya que las tres provienen del corazón de la tibia Provenza en ese país tan notable por tanto que besan la mano en la corte. Por lo mismo, procura no sobresaltarlas ni asustarlas con tus modales burdos y directos, pues no son mujeres comunes, no lo olvides, sino más bien delicadas y virginales novicias destinadas a ser entregadas a los santos hombres de San Tadeo, y por ello sus virginidades no deben sufrir daño alguno con los embates de que eres capaz.

—Que me lleve el diablo, pues ya estaba yo creyendo en honor de nuestra fraternal reunión (os conocí cuando no erais más que un mocoso y en modo alguno candidato para el púlpito y la melosidad, no lo olvidéis), que habías traído estos sabrosos pimpollos para que pudiéramos dejar fluir nuestra vigorosa savia y hacerlas crecer, si no del vientre, por lo menos de experiencia en la cama y en la dulce ciencia de la fornicación.

Pero antes de que el buen padre pudiese hacer callar a su exuberante amigo, Marisia, con su dulce entonación francesa que impartía una excitante entonación a la palabra, intervino en tartamudeante inglés:

—Oh, padre, ¿es este el seminario donde vamos a fornicar?

—¡Calla, hija mía! —ordenó enseguida el padre Lorenzo, y luego, dirigiéndose a su viejo compañero de hazañas amorosas, agregó—: No prestes atención a la dulce Marisia, mi buen Tomás. La niña tiene el espíritu de un loro, y ahora que le estoy enseñando las complicaciones de nuestra honrada lengua inglesa, aprende aquí y allá alguna palabra que por casualidad resuena en sus delicados oídos y, sin previo aviso ni mala intención (pues es una virgen pura, de eso no te quepa duda), la pronuncia en la primera ocasión.

—No, no haré que la niña se sonroje reprochándole lo que acaba de decir, pero que me aspen si no ha comprendido la esencia de lo que le espera en esa academia de grandes pichas —declaró el posadero—. Y más aún, tan sólo con la enunciación de tan deliciosa palabra, provoca en mis entrañas el deseo de ese acto placentero al que la palabra se acomoda tan descriptivamente.

—Pero, sea lo que fuere de ello —contestó el padre Lorenzo—, la chica no es para ti, como tampoco lo son estas deliciosas jovencitas, Denise y Louisette.

—Que me ase yo en los fuegos eternos si no digo la verdad y te confieso, antiguo hermano en los combates contra las servidoras de Venus (que, te lo garantizo, son mucho más hermosas de lo que jamás te parecerán esas prostitutas y badulaques contra cuya cepa infernal, truenas en tu nueva ocupación), que esta criatura de suave y sonrosada piel y largos hueles del color del trigo me trae a la memoria una época, hace apenas treinta años, en que, durante una tempestad, me refugié en una hacina de heno y encontré, para mi júbilo inolvidable, a una moza que sólo llevaba una blusa rota y que, como yo, quería esconderse de la tormenta. Una doble tormenta, según parece, pues hacía poco había huido por los campos para escapar de un gordo alguacil que quería tumbarla y, en su intento, le rompió la blusa hasta dejar al descubierto los dos pechos más hermosos y redondeados que le haya sido dado contemplar a un hombre, y a acariciar, y chupar.

—Basta, basta, Tomás. He oído tu relato más de cien veces. Si, y al consolarla, ¿no sucedió que, a pesar de que entonces sólo tenías, si tu relato es verdadero, unos diecinueve abriles, la conociste en el sentido bíblico unas seis veces antes de que la tormenta se apaciguara, y la chica hiciera lo mismo? Y cada vez que lo vuelves a contar, los pechos de esa mujer hechicera crecen de tamaño, igual que, según me temo, las hazañas de tu picha.

—Que me condene a la pena eterna si no es cierto que para entonces ya había iniciado yo mi picha en unas diez damas y doncellas, pues mi primer polvo fue cuando no tenía yo más que catorce años y era un mozalbete que sabía muy bien cuál era su lugar.

—Sí, entre los esforzados muslos de cualquier moza que los abriera para recibirte —lo interrumpió el clérigo inglés, riéndose—. Pero la damita que has comparado con tu compañera de ayuntamiento carnal en el heno se llama Denise, y esta hermosa es su hermana Louisette, que sería su gemela si no fuera porque transcurrió una hora entre su salida del digno vientre de su madre.

—¿Y también estas hermosas hermanas son doncellas, padre?

—También, aunque en diversos grados por lo que toca a su vehemencia y ardor. Pueden defenderse por sí mismas, de eso estoy cierto, pero las he tomado bajo mi protección pues imploran que su secuestrado hermano se libre de los calabozos del malvado bey de Argel. En San Tadeo me esforzaré por interesar al Padre Superior en su caso especial a fin de que pueda hacerse alguna intercesión ante el infiel gobernante. Pero ahora, ordena que lleven el equipaje a nuestras habitaciones, y que me traigan un jarro de cerveza para brindar a tu Salud mi amable Tomás.

—El sobrino menor de mi hermana, Jemmy, acompañará a las mozas a sus cuartos. Venid conmigo y os daré un refrescante vaso de cerveza de un barril que acabo de abrir.

Y después oí que el robusto posadero llamaba impacientemente:

—Jemmy, pícaro despreciable e inútil, mueve tus perezosas extremidades y ayuda a estas jovencitas para que vayan a las dos habitaciones del segundo piso. Y recuerda que no debes ofenderlas con tu labia y tus ojos de borrego o te apalearé hasta que no te quede un hueso sano. —Luego, en voz más baja, y dirigiéndose al padre Lorenzo—: Es un buen chico, pero lo mantengo sumiso haciéndole temer constantemente mi ira. Alabarlo y consentirlo sería permitir que se tornara perezoso.

—Buen precepto ése. ¡Pero cómo se pone colorado al ver a mis pupilas!

—Eso se debe a que aún no tiene experiencia en el juego de la bestia de dos espaldas, aunque lo he sorprendido más veces de las que quisiera sacándose de los pantalones el instrumento de aprendiz y fingiendo que se lo va a meter a una moza.

—¡Pobre chico! Es ése un placer mucho más decoroso en los últimos años de la vida que en los primeros —se rió el padre Lorenzo—. Pero tengo reseca la garganta, así que sírveme esa cerveza que tanto aprecias, Tomás.

P-por a-aquí, se-señoritas —oí que decía tartamudeando el joven, y a ello siguieron las apagadas risas de las tres hermosas pupilas. Tal vez no pudieran hablar en la lengua nativa del muchacho, pero habría podido apostar a que ya sabían que ese hijo de Onán era tímido y vergonzoso, y que se había quedado hecho un bobo al ver a los tres deliciosos y tentadores manjares.

—Id con este estimable joven, hijas mías —les ordenó en francés el padre Lorenzo—, y yo iré más tarde a veros, cuando Tomás haya preparado la cena. Les he hablado, amigo mío, de tu carne de res y tu budín de Yorkshire, que le hacen a uno agua la boca, y de la tarta de grosella. Será un banquete para ellas.

—Sí, pues en San Tadeo tendrán que alimentarse de pan negro y agua, y su postre serán las incesantes plegarias.

—No será así, sacrílego bribón. Confío en que mis colegas habrán de ser lo bastante astutos para tentar a mis pupilas con budines, confites y dulces, si esperan iniciarlas en los deleites de la comunión carnal.

—Por lo que sé del velludo padre Clemente —repuso el posadero—, es capaz de fornicar antes del banquete, durante el banquete y mucho tiempo después de él, sino echar ni tan siquiera un mirada a los aparadores llenos de alimentos.

—¿Y en que te basas para difamar así a ese digno prelado?

—En lo que vieron mis ojos no hace ni una semana, cuando él y otros dos fornidos sacerdotes requisaron mis mejores habitaciones, la cerveza y un cuarto de res, hicieron que mis criadas salieran pidiendo a gritos la ayuda del alguacil para que las salvara de ser violadas, cabalgaron en mi aprendiza Emilia, aunque, para ser justo, debo decir que se deja montar fácilmente. Venid, nos está esperando la cerveza. Jemmy no es de temer con vuestras queridas corderas, así que olvidaos de vuestras importantes obligaciones por el momento y hablemos de los apacibles días en que las muchachas nos miraban a uno y al otro y luego escogían a aquél cuya hinchada arma tenía mayor alcance.

—¡Ah, lejanos días de la juventud! Pero incluso en esos distantes tiempos, Tomás, me escogían tres veces por cada una que te escogían a ti —respondió riéndose a carcajadas el clérigo inglés.

—Ahora que lleváis la sotana de un hombre santo que oye las confesiones de Dios sabe cuántas adúlteras —dijo el blasfemo posadero—, no me atreveré a calificaros de embustero. Pero si tan sólo por una noche antes de que os consagréis a vuestros deberes, permitís que nos dediquemos en cuerpo y alma a esas jovencitas, veremos por la mañana si no os sobrepaso con una ventaja de dos a uno.

—¿Y qué probaría eso, mi buen Tomás, fuera de que eres un hombre de apetitos impacientes, cosa que sé desde hace muchos años? —contestó el padre Lorenzo—. No, tengo el encargo de llevar a mis pupilas al seminario, sanas y salvas, y sin que hayan sido adulteradas. Y aunque en lo privado, como pecador que fui en otro tiempo, cuando vestía pantalones como tú, mi buen amigo, puedo inclinarme a despojarlas de su virginidad con más rapidez que mis colegas de San Tadeo, me reprocharía hasta el día de mi muerte el haber faltado así a la fe que mi nueva orden y el Padre Superior han depositado en mí al enviarme con instrucciones de convertir las almas jóvenes para que ingresen en la bendita grey, como quieren él y sus colegas. ¡Ah, esta cerveza no ha perdido su vigor!

—En cuanto a eso, lo mismo sucede con su dueño —insinuó Tomás.

—Y también con el que la bebe, y puedo jurarlo. Pero brindemos otra vez a tu salud.

—¡Y a la vuestra! —Los dos hombres chasquearon los labios y luego dejaron los picheles sobre el mostrador. El medallón se sacudió en el bolsillo del sacerdote, y quedé muy impresionado, aunque no desfavorablemente, pues ahora me había enterado de muchas cosas acerca de mi carcelero; había sido un hombre de grandes prendas al que le gustaba lo bueno de la vida hasta que, tal vez alguna noche melancólica, después de una francachela, tuvo una visión y se arrepintió. Pero precisamente por haber sido un pecador, era más indulgente que la mayoría de los que se sienten llamados a usar la oscura indumentaria del sacerdocio. Así que me compadecí de sus desvaríos nocturnos, cuando Lucifer lo asaltaba con sus tentaciones.

Después de varios picheles de cerveza y muchos intercambios de reminiscencias del pasado, en los que se daban palmadas en la espalda, por fin el buen posadero se fue a la cocina para ordenar que prepararan la cena de sus nuevos huéspedes. Oí que el padre Lorenzo suspiraba nostálgicamente, cual si esta reunión le hubiese traído recuerdos aún demasiado vividos para ser eclesiásticos, y luego escuché el rumor de unas pisadas, seguido por una exclamación entrecortada y el sonido de una voz que decía, tartamudeando:

—¡Oh, perdonadme, vuestra señoría, pero no os vi! ¿Hay algo en que pueda serviros, santo señor?

—No te dé miedo mi negra sotana, hija mía. ¿Acaso tienes el nombre cristiano de Emilia?

—¡Sí, así es. Vuestra Señoría! ¿Me conocéis? Sin embargo, confieso no haberos visto antes en la hostería de mi amo.

—¿Qué edad tienes, hermosa criatura?

—D-dieciocho años, V-vuestra Señoría. —Siguió otra exclamación entrecortada, y luego una voz vacilante—: ¿D-de verdad os parezco bonita?

—Si te viera a solas en tus oraciones, hija mía, considerarla que eres un ángel, o por lo menos un serafín, tan bonita así eres. ¡Qué manto de cabello castaño oscuro, como el matiz de esta agradable cerveza! ¡Y ese semblante de alta frente y delicada nariz, y de boca carnosa en cuyos suaves labios seguramente las oraciones deben llegar más deprisa a los comprensivos oyentes que de los labios de un duque o un barón! De estatura mediana, pero no muy pequeña, de contornos ardientes y redondeados que se dibujan bajo el velo pudoroso de la falda y el corpiño. Y esos grandes e infinitamente dulces ojos de color castaño con largas y rizadas pestañas que, de eso estoy cierto, se cierran para no ver ninguna iniquidad. Y, sin embargo, obligada por un contrato a permanecer al lado de un amo rigoroso y a desempeñar labores viles que, a pesar de todo, no han estropeado la lozanía de tu piel, hija mía. ¡Y toda esa maravilla de gracia, juventud y belleza se llama Emilia!

—¡Ohhhhh, V-vuestra Señoría! —exclamó Emilia, conmovida por aquellas adulaciones.

Oí que el padre Lorenzo reía suavemente, con benevolencia.

—Hija mía, te diriges a mí con un tratamiento que sólo corresponde a un juez en el tribunal, cosa que estoy muy lejos de ser, pues no soy más que un humilde sacerdote. Empero, como no quiero ser descortés con tu tratamiento, evidentemente sincero, que es demostración del más profundo respeto, muy bien podría decirte que, como juez (un juez mortal y sin sotana), declararía que tus encantos y tu porte son en verdad admirables. ¿Cuánto hace que estás obligada por contrato con mi buen amigo Tomás?

T-tres años. Vuestra… quiero decir… ¿cómo he de llamaros? —tartamudeó la moza.

—Padre, o Vuestra Reverencia, o por mi nombre, que es el de padre Lorenzo. Y a mi vez te llamaré mi hija Emilia. ¿Vives feliz aquí, teniendo en cuenta que nadie que esté obligado a otro por un contrato de aprendizaje, puede conocer realmente la verdadera felicidad?

—Oh, sí. Vuestra… Vuestra Reverencia. Mi amo es rudo, pero bondadoso, y no me golpea más que cada dos meses, casi siempre porque soy descuidada en mis quehaceres.

—El hecho de que reconozcas la autoridad y la disciplina demuestra tu buena índole, hija mía, y me alegra constatar que no ha exigido por fuerza sus derechos como tenedor de tu contrato. Pero dime —agregó con voz suavemente untuosa—, ¿ha procurado tener otros derechos sobre tu encantadora persona?

—¡Oh, señor! ¡Quiero… quiero decir, V-vuestra Reverencia! A mi amo no le gustaría que hablara yo de esas cosas, estoy segura —exclamó Emilia.

—Entonces, ¿se ha acostado contigo, hija mía?

P-pero no fue un pecado, ya que no está casado y es un hombre vigoroso que tiene sus necesidades como incluso una humilde aprendiza como yo tiene los suyos, Vuestra Reverencia.

—¡Lo has dicho con una tolerancia que demuestra el espíritu esencialmente libre que te mueve, hija mía! Escucha, deseo hablar más privadamente contigo después de que termines tus deberes esta noche. ¿Será posible, hija mía?

S-sí, señor. Quiero… Quiero decir, V-vuestra Reverencia. Salgo a las diez, y tengo mi cuarto; el amo es muy bueno en esas cosas, pues no me hace dormir en un montón de paja en la bodega, como hacía con la criada que estuvo aquí antes de que yo viniera.

—¿Y dónde está tu cuarto, querida Emilia?

—En la parte alta de la escalera, junto al armario donde se guardan las escobas, V-vuestra Reverencia. Es un cuartito, pero, como dice el amo, lo único que necesita el cuerpo es espacio suficiente para dormir.

—Opinión muy sabia hija mía. Entonces, espero que podamos reanudar nuestra conversación después de las diez. Gracias, hija mía, por tu amabilidad, y no te detendré más.

—Yo soy la que os da las gracias, Vuestra Reverencia.

Y dichas estas palabras, con una risita ahogada (¿porqué la mayor parte de las mujeres deja escapar ese sonido que parece el apagado rebuzno de un borrico cuando están dominadas por emociones perfectamente fundamentales?). Emilia se alejó, pues escuché un porrazo y supuse que había vuelto a la cocina a fin de cuidar de la carne de res y todos los demás condimentos de la cena.

Escuché que el padre Lorenzo suspiraba y decía para sus adentros:

—¡Qué encantadora criatura! —Y luego, tras una pausa—: Y ahora, a ver a mis encantadoras pupilas para asegurarme de que están cómodamente alojadas.

Y con esto, subió la escalera a las habitaciones que había tomado, mientras el medallón y mi persona íbamos de un lado al otro en el bolsillo de su sotana con cada paso que daba.