Al parecer, las dos deliciosas hermanas Denise y Louisette no habían terminado realmente su cuenta cuando se apoderó de ellas una inevitable somnolencia después de que habían aflojado la tensión de sus jóvenes sistemas nerviosos por medio de ese estimulante juego de con conocido con el nombre de sesenta y nueve. Poco después de que todos los rincones del camarote habían retumbado con la multitud de sonidos amorosos que dos hermanas núbiles y una moza con su protector-guardián emitían mientras jugueteaban con el deleite camal, oí la suave respiración de Denise y Louisette, y, no mucho tiempo después, los robustos ronquidos del buen padre Lorenzo, quien no hacía más que demostrar la vieja máxima de que aunque el espíritu esté dispuesto, la carne muchas veces es débil, particularmente cuando se le ha pedido con tanta repetición que dé cuenta de sí misma y se mantenga erguida ante esas ciudadelas de la carne que, puedo garantizarlo, han hecho que se derrumben más atacantes heroicos que todas las murallas de los castillos de la antigüedad.
En todo caso, ya sea cual fuere la razón, los cuatro se durmieron plácidamente poco después, en tanto que el buen barco Bonaventura se abría camino, en paz, a través del Canal. El balanceo de las suaves olas me adormeció también, y me dormí en el interior de mi prisión metálica, pero esta vez pude soportar más de buena gana las tribulaciones de la fortuna, siempre tornadiza, pues al fin le había pasado por la cabeza a mi inconsciente carcelero la importancia que imparten al destino del hombre, y no sólo de la mujer, los flexibles y sedosos vellos y folículos, y el atisbar el nido de amor de una mujer.
En verdad, tan profundamente dormían las hermanas, la tierna Marisia y su guardián, que el grito del marinero en lo alto de la cofa: «¡Tierra a la vista! ¡Dover!», resonó en todo el barco antes de que el padre Lorenzo gimiera en voz alta, refunfuñara y luego, golpeándose el pecho y mascullando alguna frase latina inaudible que, según sospeché, no era en modo alguno una bendición, se pusiera de pie y advirtiera cuán tarde era ya.
—Abrid los ojos, hijas mías —exclamó—, y saludad el nuevo día. Hemos llegado a la costa inglesa, y veréis la tierra que os dará albergue después de vuestra despedida de la bella Francia.
Marisia, la cual, según confío, se había puesto de nuevo el camisón, fue la primera en volverse a un lado para asomarse por la porta.
—Veo los acantilados, padre —gritó—, pero, oh, no son tan bonitos como el paisaje de la aldea de Languecuisse.
—No debes apresurarte a juzgar las cosas por la primera impresión que te produzcan, hija mía —repuso él con voz afable—. Conforme crezcas, irás rectificando tus opiniones. Así es el mundo. Pero es cierto que, cuando el cielo está gris y el viento sopla a rachas, los gredosos acantilados no dan al visitante de la asoleada Provenza la sensación de estar en su hogar. Mas no temas, hija mía, yo cuidaré de ti, y aun cuando estés en un ambiente sombrío, te daré un tibio lugar en mi corazón a fin de que no creas que los ingleses somos seres fríos.
¡Oh, bribón pedante y astuto! Un tibio lugar en su corazón, si… Debió haber dicho más bien que en su cama, y no era su corazón el que anhelaba a la morena jovencita que ya había demostrado más interés licencioso en las cuestiones fornicatorias que más de una virgen frígida de veinte años que se acostara con un compañero vehemente. ¡Lo malo, o quizá lo bueno, de todo ello era que la anhelaba con su embaucadora lanza!
Entonces, el padre Lorenzo preguntó:
—¿Y no sabes si tus nuevas hermanas Denise y Louisette acabaron de contar anoche, mi querida niña?
Marisia soltó una risita.
—Oh, no, pero no lo creo, padre. Cuando volví a mi litera, se estaban besando y deseándose bonitos sueños, y oí a Denise decir que alguna otra noche tendrían tiempo de hacer el recuento.
—Entonces, deberá ser esta misma noche, pues nos quedaremos en una hospitalaria posada que se encuentra a mitad del camino entre Dover y Londres. Será nuestra última noche juntos, ya que mañana por la noche tú y Louisette y Denise dormirán por primera vez en el seminario de San Tadeo.
Y luego se dirigió a las dos hermanas:
—Vestíos deprisa, Denise y Louisette. Apenas tendremos tiempo de desayunarnos antes de que nuestra vigorosa nave atraque en Dover, y entonces tomaremos la diligencia hasta la pequeña aldea de Somerset, donde pasaremos la noche antes de que hagamos nuestra feliz entrada en la vieja ciudad de Londres.
Y dirigiéndose a Marisia, agregó:
—Ayúdalas a hacer sus preparativos, Marisia, pues deseo que seas para ellas una compañera y amiga tan tierna y constante como si fueras también su hermana.
Dicho esto, se puso la sotana, pero al tomarla del lugar donde la había dejado la noche anterior, se la acercó al pecho, y casi me volví loca de miedo en virtud de que el medallón golpeó contra el duro cofre de madera con un ruidoso choque que me hizo bailar de un lado a otro dentro de mi reducida prisión de metal, y todos los rizos de amor de Laurette se amontonaron sobre mí y casi me ahogaron con su suave y acariciadora masa.
—Ah, ¿qué es esto? —murmuró el sacerdote para sus adentros, y enseguida metió la mano en el bolsillo, con lo que sentí que me levantaban en el aire. Oh, feliz momento aquél en que se dignó tomar nota del conmovedor recuerdo que la rubia y gentil Laurette había dado a su joven sobrina Marisia, pues por fin iluminó mi ser el rayo de la esperanza de que, a pesar de todo, quizá recobraría la libertad.
Pero no en ese momento, ay de mí. Lo oí decir entre dientes:
—¡Ah, reconozco esta chuchería! Agraciaba el blanco cuello de la dulce y pequeña Marisia, y por eso la tengo en gran estima, y la guardaré en mi persona como recuerdo de nuestro jubiloso encuentro. Como es tan impresionable la querida niña, no sería correcto que la dejara yo suspirar por los bucólicos días que vivió en Languecuisse, ya que tiene un destino que no tolera recuerdos del pasado.
Y diciendo esto, volvió a meterme en el bolsillo de la sotana, más profundamente que antes, con lo que froté una pata contra la otra en un furioso estallido de impotente rabia.
¿Cuánto pasaría antes de que volviera a advertir mi existencia?, me pregunté con cierta ansiedad. Es cierto que transcurriría algún tiempo antes de que necesitara alimentarme de nuevo, pero inevitablemente habría de llegar el día en que los tormentos del hambre me harían sentir el deseo de saltar sobre algún hombre robusto o, mejor aún, sobre la delicada, muelle, perfumada y dulcemente nutrida carne de una mujer en la flor de la vida, y tomar de ella el sustento para darme fuerzas. ¿No habría manera de salir de este calabozo de metal, cuyos límites eran demasiado estrechos por lo que toca al paisaje y libertad de movimientos? Nunca olvidaría a Laurette; no necesitaba yo este encarcelamiento entre sus dulces rizos para recordarla, pues su tentadora intimidad me había acompañado desde el primer momento en que tomó las tijeras y depiló el delicado jardín de amor privándolo de esa dulce fuente de vellos dorados en cuyo sedoso lecho había estado reposando, olvidada de todos.
En este punto, sin duda una pulga ordinaria habría dado rienda suelta a sus temores y, resignándose a morir de hambre y sofocación, habría creído que, por lo menos, si había de morir, no podía haber mejor manera de exhalar el último suspiro que junto a la persona de un denodado clérigo que había mostrado su temple contra más de un pecador. Pero no soy una pulga ordinaria, y, por lo tanto, no habría podido soportar tan mansa resignación. No. También yo estaba destinada a grandes cosas, o no se me habría escogido entre millones de colegas para narrar las flaquezas del hombre y la mujer y para observar cómo se comporta la rectitud antes de la caída (en la cama de una doncella o incluso de una viuda).
Me consolé recordando que Marisia había mencionado varias veces, con nostálgica ternura, su relación con su joven tía Laurette. Entonces, algún día este tierno sentimiento habría de devolverle la nostalgia por esos dichosos días en que ella y su tía se confabularon con vehemente colaboración carnal para satisfacer las ansias seniles del viejo monsieur Villiers. Y cuando llegara ese día, le vendría a la memoria el medallón y convencería al padre Lorenzo de que se lo devolviera: de esto estaba yo segura.
Y entonces me asaltó un pensamiento horroroso: ¿qué sucedería si, al llegar a San Tadeo, el padre Lorenzo tuviera la obligación de usar un nuevo estilo de sotana, pues cada orden tiene un hábito que la identifica? ¿Y qué sucedería si la sotana en la que me encontraba oculta era enviada a que la lavara una de esas mujeres que son unas orates, unas amazonas de voluminosos bíceps que lavan la ropa en un río y, para secarla, la golpean contra grandes piedras, que arrojan sin piedad sobre ella con sus vigorosas manos? ¡Oh, que fuera yo a morir ignominiosamente despachurrada por el golpe de una piedra contra el metal, provocado por la mano robusta y desamorada de una mujer corpulenta después de haber rendido homenaje a la delicadeza de las mujeres en todos los días de mi vida!
Pero me reproché severamente el considerar tan siquiera esta posibilidad teórica, si no del todo imposible. No, yo estaba hecha de materia más delicada, o de otra manera habría perecido desde hacía mucho por la incómoda palmada de algún pomposo prelado cuyo trasero, fláccido y obeso, había mordido en busca de alimento, o el petulante y rápido golpe del dedo de una cortesana que, al advertir que sentía una comezón indeterminada en sus partes posteriores o púbicas, por mala suerte me encontró buscándome a tientas para apagar la llama de mi juventud. Y como todas las pulgas son necesariamente fatalistas, al grado de que incluso la vanidad que a menudo copian de la especie bípeda no las hace engañarse y creer que son o pueden ser inmortales, me consolé pensando que no habría podido vivir tanto tiempo, y haber hecho tantas cosas, y haber explicado tantas debilidades humanas y tantos de sus caprichos, de no haber sido porque me encontraba destinada a seguir viviendo para saber qué fin tendrían las peregrinaciones del padre Lorenzo y, más particularmente, por qué el hado había dispuesto que volviera yo, de buena o de mala gana, al odioso seminario de San Tadeo.
Durante mis reflexiones, se escuchó que llamaban a la puerta y entró un humilde marinero, encargado por el cocinero de llevar el desayuno para los cuatro pasajeros. El hombre tenía perspicacia, a pesar de las otras cosas que pudieran decirse de él, ya que después de que el padre Lorenzo tomó la bandeja dando efusivas gracias, el marinero silbó suavemente y dijo entre dientes con su grosero francés, que tenía un verdadero sabor al puerto de Marsella:
—Ma tete, si ces jolis cons-la ne sont gatées d’demeurer avec un pere qui est aussi Pére et ne peut pas les baiser comme il faut.
Lo cual constituía un caprichoso juego de palabras, ya que la traducción venía a ser, más o menos: «Por la cabeza de mi picha, es una vergüenza que estos bonitos coños se desperdicien pasando la noche con un padre que también es Padre y no puede darles el zangoloteo que merecen».
Pero el padre Lorenzo tenía oídos tan agudos como su herramienta rompehímenes, pues contestó enseguida, antes de que el marinero tuviera tiempo de salir del camarote:
—Les bon vintages ne gatent jamais d’attendre.
Lo cual quiere decir: «El buen vino no se hecha a perder esperando a que lo beban».
Oí una exclamación apagada del marinero, que sin duda no había esperado tan atinada respuesta, y luego cerró la puerta de un golpe, y el padre Lorenzo, con voz suave, cual si este intercambio de agudezas le hubiera abierto el apetito de comida y no sólo de coño, exclamó:
—Hijas mías, acercaos y comed hasta que os hartéis mientras doy gracias al Cielo por el pródigo maná que nos ha enviado el Señor, y luego subamos a cubierta para desembarcar entre los primeros. Ansío llevaros a la diligencia que va por el alto camino de Somerset, a fin de que podamos estar a nuestras anchas en la hospedería de esa aldea. Da la casualidad de que conozco al posadero como si fuese mi hermano, y nos servirá un banquete de buena carne asada con budín de Yorkshire y queso de Stilton, y con cerveza clara y una tarta de grosella de cuya costra escurrirá el rico jugo, y luego, os lo garantizo, hijas mías, no miraréis con malos ojos a Inglaterra.
Así, durante las cuatro horas que siguieron al desembarco, fui zangoloteando en su bolsillo mientras el carruaje, meciéndose y rechinando, tomaba el alto camino a Somerset. Marisia iba sentada junto al clérigo inglés, y cuando el cochero tomó una curva peligrosa del camino con un ruidoso restallido del látigo y un estentóreo juramento a sus caballos, Marisia se inclinó tan súbitamente contra el padre Lorenzo que casi sentí que el medallón de metal se aplastaba y me dejaba despachurrada; si hubiera sido Marisia una muchacha obesa, seguramente habría sucedido esto y mi historia habría terminado en este alto camino a la aldea de Somerset, que se encontraba a la mitad del camino a Londres y el odioso seminario.
Nunca había conocido un camino tan tortuoso, tan retorcido, pues casi cada dos o tres minutos, con una risita, Marisia daba un tumbo contra el buen padre, el cual murmuraba alguna fórmula de reproche o apaciguamiento a fin de aliviar la dulce confusión de la niña. Pero después de unas diez o más presiones de esta índole contra mi prisión, empecé a creer que no era posible culpar del todo al camino por estas pérdidas de equilibrio, pues el padre Lorenzo no parecía balancearse por mucho que la morena se arrojara contra su costado. Y de ello saqué la conclusión de que la ingeniosa virgen campesina simulaba deliberadamente ser arrojada por las errantes pezuñas de los caballos por la sola razón de que deseaba hechizar al padre Lorenzo a fin de que éste renunciara a su voto de castidad y continencia por lo que tocaba a ella (pues no había oído yo que el sacerdote hubiera hecho semejante voto con ninguna otra mujer desde que mis ojos se posaron por primera vez en su viril semblante) y le concediera la gracia de quitarle la virginidad.
Por último, para mi alivio, el padre Lorenzo murmuró:
—Vamos, hija mía, apoya tu cabeza en mi hombro y pon tu brazo en torno a mi cintura para sostenerme contra los horripilantes ardores de nuestro viaje, pues no quisiera que te fatigaras y magullaras más de lo debido. Tu tierna y cremosa piel no debe tener ninguna contusión en su superficie de lirio, o mis colegas, al examinarte cuando llegue tu noviciado, considerarán que soy un grosero y poco beato perpetrador.
A lo que la moza respondió enseguida:
—Oh, padre, a mí no me importaría que mi piel desnuda estuviese negra y amoratada de la cabeza a los pies si tan sólo cortáis la florecita de mi doncellez y metéis vuestro gran órgano en mi pequeño nido, pues desde que lo he visto y lo he tocado, siento un gran ardor entre las piernas y sólo el acogerlo allí puede apagar ese fuego.
—Es muy cierto que la energía de mis entrañas constituye un remedio infalible para ese fuego interior, hija mía, pero no puede satisfacer tu deseo hasta que mis hermanos hayan tenido tiempo de sobra para examinarte y ponerte a prueba. Mas no olvidarás el importante recuento y el voto que has hecho, ¿verdad, hija mía? Ésa es la única manera en que podrás conservarte para la eventualidad de que yo te satisfaga como tan apasionadamente lo desea tu tierno y virgen coño.
Por bribón que fuese este viril y robusto clérigo inglés, era, sin duda, sincero; y yo, que he visto mucha hipocresía astuta e insinuante en este mundo al que el gran Voltaire calificó cierta vez como el mejor de todos los mundos posibles, no daría un céntimo por un Maquiavelo comparado con un bribón que declarara francamente sus bellacas intenciones. Además, habiendo presenciado tantas escenas de lujuria en el seminario al que nos aproximábamos rápidamente, había decidido defender al padre Lorenzo contra la horda de prelados bien alimentados, complacientes y mundanos que seguramente querían aventajar a este sacerdote novicio en su seno arrebatándole el botín sensual, es decir, si tan sólo pudiera salir volando de este intolerable medallón.
—Oh, lo recordaré, padre —suspiró la dulce Marisia—, pues no tengo a nadie en el mundo para consolarme, fuera de vos.
—¡Has hablado como una hija agradecida y devota, querida niña! Ahora, es importantísimo que tú y tus nuevas amigas, Denise y Louisette, aprendan pronto algunas de las humoradas de nuestra lengua inglesa, a fin de que no os encontréis en gran desventaja ante mis colegas, quienes son tan elocuentes en ese idioma como lo son en el latín. Y hay incluso algunos que pronuncian los más sonoros epítetos latinos haciendo vibrar la lengua y tronando como energúmenos, pensando que así te impresionan y te convierten a sus doctrinas. Debes estar en guardia, hija mía, y cuando te halles ante un dilema imponderable, diles: «He hecho el voto de castidad. Vuestra Reverencia». Permíteme escuchar cómo pronuncian esas palabras tus sonrosados y dulces labios, Marisia.
Sin tardanza, la morena doncella repitió la frase con el acento francés más encantador y ceceoso, y sentí que, dados sus dones innatos de viveza e ingenuidad, tal vez escapara al odioso destino a que habían sucumbido Julia y Bella, poseídas ya hasta el cansancio. Y sin embargo, los peligros con que se enfrentaba Marisia eran legión, pues, ¿cómo podía, con todos los supuestos votos de sostenida castidad que pudiera invocar en el momento inminente de liberación de la virginidad, oponerse a los voraces apetitos de esos monjes cuya afición a los coños sabrosos, frescos e inmaculados superaba incluso a su apetito de buena comida y buena bebida?
—Oh, es admirable, hija mía —proclamó el sacerdote, encantado—, y si tus nuevas amigas aprenden tan sólo esa frase de súplica también pueden abrigar la esperanza de evitar que sus deliciosas cerezas sean devoradas por quienes sólo piensan en sus egoístas placeres gustatorios y les importan un bledo las almas inmortales de las doncellas a quienes roban tan deliciosos manjares.
Como si quisiera responder a unas palabras que no pronuncié, y que aun cuando hubiese pronunciado seguramente habría sido imposible que las hubieran escuchado unos oídos humanos, el padre Lorenzo se extendió en este tema:
—Mira Marisia, hija mía, hay una virtud en lo que podría llamarse resistencia pasiva a la adversidad. Cuando el peligro amenaza y los obstáculos parecen insuperables, la respuesta mansa desvía la cólera. Porque, ¿quién podría culparte de tu preciosa devoción si, cuando el dueño de alguna palpitante y henchida lanza no quiere darse por satisfecho hasta haber sepultado tan horroroso instrumento en el sedoso nicho de tu virginal minino, rebajas tu pudor como corresponde a una gentil e inexperta doncella, y dices: «Oh, no debo hacerlo, Vuestra Reverencia, porque he hecho un voto que si lo rompiera, pondría en peligro mi esperanza de redención»? No, hija mía, ante tamaña humildad y devoción sólo el más villano de los hombres, indigno de usar la sotana de las sagradas órdenes, se atrevería a desdeñar tu petición y abrirse paso por la fuerza, resoplando y bufando, y con el rostro enrojecido de impúdica congestión, hasta introducirse en el santuario.
—Comprendo lo que queréis decir, padre —repuso Marisia, pensativa—, pero no soy más que una muchacha frágil, que apenas ha salido de la pubertad. ¿Cómo puedo negarme a un hombre corpulento, y más aún si se encoleriza conmigo por mi desobediencia?
¿Podría suceder que esta ignorante campesina hubiera previsto ya la sabiduría de un nuevo adagio, el cual dice que cuando la violación es inevitable, «conviene someterse y gozar de ella aunque sólo sea por discreción»? ¡Oh, astuta y engañosa Marisia, alhaja entre las doncellas, a la que le gustaría mucho repicar y andar en la procesión!
—También yo, dulce niña, comprendo lo que quieres decir —respondió el padre Lorenzo—. Mas recuerda que David, un mozalbete, venció al poderoso Goliat, paladín de los filisteos, empleando la oración y la estratagema. Pero aun cuando todo rilo fracasara, reflexiona en que cuando uno se ve sometido a pesar de todos los ardides y súplicas, el pecado recae únicamente en el brutal seductor tan encallecido que no lo conmueve el piadoso ruego o la llorosa timidez.
—Oh, padre —exclamó Marisia, cuya fértil imaginación no estaba aún hecha a esta retórica—, me consuelan vuestras palabras y, sin embargo, me inquieta pensar que incluso si me someten contra mi voluntad, como decís, y no incurro en pecado mortal, mi débil cuerpo puede experimentar anhelos impropios, despertados por la misma fuerza que me somete. ¿Qué sucederá entonces, padre?
—Pues entonces, hija mía —contestó él tras un momento de reflexión—, seguirás siendo inocente, pues sin el brutal uso de la fuerza contra tu tierno nido, no experimentarías esas aviesas emociones por tu propia voluntad. Pero te haré una ultima pregunta, hija mía: ¿No te ha llegado aún la maldición lanzada contra Eva, con lo cual me refiero a tu mes, cuando la Naturaleza te obliga a rechazar incluso al más deseable de los galanes?
Marisia soltó una risita.
—Oh, oui, oui, mon Pe re, mon temps de la lune, oui, apenas un mes antes de que fuera a vivir con la Tante Laurette me llegó.
—Ah —exclamó él, jubiloso—, entonces allí está tu estratagema para oponerse a la fuerza bruta. Sólo el menos melindroso de los bribones se atrevería a imponer su atroz voluntad en un nido virgen, pues entonces tendría que restañar dos flujos de sangre brillante y roja. Así pues, Marisia, dile a tu apasionado libertino que estás en tu mes.
—¡Así lo haré, padre! Pero debéis daros maña para poseerme antes de ese momento —ronroneó Marisia. De nuevo pareció ladearse contra el sacerdote, y éste tosió, sin duda para ocultar su emoción ante súplica tan dulce y graciosa.
Después de una pausa solemne, el padre Lorenzo terminó tan enjundioso discurso murmurando a su morena pupila:
—Debes ingeniártelas para adoctrinar a tus compañeras Denise y Louisette por lo que toca a estas manifestaciones de la castidad, hija mía. Y hoy por la noche tendrás que ayudarlas a terminar la cuenta de sus vellitos, por una razón que he imaginado, como bien podrás suponer, y que evitará que ninguna de las tres corra el riesgo de ser mancillada demasiado pronto en vuestra condición de novicias. Ahora, cerremos los ojos y dormitemos un poco a fin de que el tedioso viaje no agote nuestras energías, mi querida Marisia.
Denise y Louisette, en su rincón de la diligencia, habían ido parloteando en voz tan baja que apenas alcanzaba yo a oír, pero no estaba del todo segura de que su tema fuera la belleza del campo inglés. El carruaje prosiguió su camino y procuré dormirme, pues el sueño disipa las preocupaciones, como dijo una vez el bueno de Shakespeare, y tal vez con el sueño lograría olvidarme por el momento de los vellos de la querida Laurette que habían empezado a cosquillearme cada vez que me sentía arrojado de un lado al otro de mi prisión.
Mucho más tarde, cuando desperté —para descubrir que, para mi dicha, había logrado olvidarme de mis preocupaciones por un buen rato—, oí el murmullo de la voz del padre Lorenzo, y percibí que, una vez más, se dedicaba a enseñar inglés a la dulce Marisia. Había una repetición interminable de frases, repetidas por la voz de la muchacha, de timbre exquisito y de inimitable acento francés, que la hacía aún más provocativa, tales como: «Oh, no, no puedo. Vuestra Reverencia» y «No me obliguéis a hacerlo. Vuestra Eminencia, pues no soy más que una débil y humilde doncella», y, por último, «Mis padres me enseñaron a obedecer a mis mayores. Vuestra Reverencia, pero, ay de mí, este día estoy en mi mes».
¡Oh, qué pareja formaban el clérigo y la zagala francesa!
Por fin empecé a no ver las cosas tan sombrías como las había visto al creer que inexorablemente regresaba a San Tadeo por la voluntad de un destino maligno. El cochero gritó:
—¡Hemos llegado a Somerset!
Y en verdad, debo confesar que casi sentí el ardiente deseo de oír la reanudación de la clase de inglés, por no hablar de la cuenta de las frondas de amor de las doncellas.
No hay nada tan excitante, tan emocionante, incluso para una pulga, como la perspectiva de contar los bonitos y rizados vellos de una criatura que se siente feliz de haber caído bajo la influencia de una picha cadavérica.