Capítulo IX

Cuando por fin el padre Lorenzo y la descarada Georgette salieron de la bodega, el digno posadero bajaba ya las escaleras desde su habitación para averiguar el paradero de su hija con objeto de que le ayudara a preparar la cena para sus huéspedes. Con alguna experiencia en la materia, el buen clérigo inglés había subido primero la escalera de la bodega y detuvo al posadero con su charla, mientras la astuta moza se escurría en dirección de la cocina. Pero el posadero estaba muy irritado, y como sus ojos iban de un lado a otro mientras el padre Lorenzo lo entretenía con su conversación, alcanzó a ver a Georgette. Al verla, le ordenó, furibundo, que le dijera qué había andado haciendo y le explicara por qué, aunque la había llamado a gritos no menos de tres veces, no acudió a su llamado.

—Yo tengo la culpa de ello, mi digno posadero —respondió el galante padre Lorenzo—. Como mis tres pupilas son jóvenes, pues puede decirse que apenas acaban de dejar el pecho de sus madres, y como me pidieron que les permitiera tomar un poco de buen vino para brindar por su despedida de la bella Francia, supliqué a Georgette que me acompañara a la bodega para buscar la beatífica y moderada vendimia que no produzca un efecto embriagador en estas virginales doncellas. Vuestra hija, mi buen hombre, demostró conocer tan bien los vinos de esta comarca que me embebí escuchándola y considerándolos uno tras otro, y por lo tanto, me temo que la detuve más tiempo del que hubiera querido.

Con estas palabras, sacó su bolso y le tendió una moneda de oro.

—Quiero saldar mi cuenta, y, naturalmente, agregaréis la cena que dentro de poco llevará vuestra hija a mis pupilas. Asimismo, me cobraréis el alimento que podáis traer a un humilde sacerdote a fin de darle fuerzas esta noche antes de que ponga los pies sobre la cubierta de la nave que nos llevará a Inglaterra.

Viendo que el posadero titubeaba, sacó otra moneda de oro, y con altivo ademán la añadió a la primera, diciendo:

—Si queda algo de estas dos monedas, que sea una propina para que vos y Georgette bebáis a mi salud y me deseéis buena suerte cuando me embarque sobre el inquieto mar del Canal.

Este gesto grandilocuente hizo desaparecer las últimas sospechas del padre de Georgette, quien irrumpió en un torrente de expletivos franceses, cuya esencia se reducía a que, en todos sus años de dueño de la humilde posada, jamás había dado alojamiento a un huésped tan digno y bondadoso como el padre Lorenzo, no, ni tan siquiera entre la nobleza.

—Y ha sido un bien para mi descarriada hija, que es mi única descendencia y a la que ojalá proteja el cielo —agregó efusivamente.

—¡Amén! —dijo el padre Lorenzo en su fluido francés, enviando una subrepticia mirada hacia la tunanta, la cual fingió estar muy atareada escanciando el vino de un jarro.

—Como iba diciendo —prosiguió el posadero obsequiosamente—, la presencia de Vuestra Gracia en esta posada me ha traído una gran paz, porque, debéis saberlo, esta robusta y apuesta demoiselle pone ojos de ternera cada vez que ve a un hombre que lleve pantalones. Ah, Vuestra Gracia, pero cuando entrasteis en mi humilde posada, me dije que ahora Georgette estaría bajo vuestra protección y se salvaría de cualquier maldad.

—Y así ha sido, pues es una muchacha honorable, a la que sólo preocupan los intereses de su padre. Ya le he dado mi bendición, y también a eso se debió que se tardara para responder al llamado paterno.

—Sois muy bondadoso. Vuestra Gracia. Georgette, ve a la cocina y cerciórate de que lleven directamente a las tres pupilas de Su Eminencia la comida que ha ordenado. Y procura que se le sirva lo mejor de lo que se cocinó hoy.

—No le daré nada que no sea lo mejor, padre —ronroneó Georgette.

Ah, ojalá hubiera yo visto su simpático rostro cuando respondió tan ambiguamente a su padre. Porque, claro está, la palabra francesa que quiere decir «padre» es exactamente la misma que una respetuosa y obediente demoiselle emplea para dirigirse a un sacerdote, como lo era el padre Lorenzo. Y, por supuesto, había dado a éste todo lo mejor que tenía, y de una manera enérgica y ardiente, a no ser que mi sentido del oído me hubiera engañado. Así fue como, dicho sea de paso, pude distinguir que estaba escanciando vino de un jarro, porque el gorgoreo del líquido que sale de tal recipiente es mucho más sonoro que el de una mera botella. Como verás, querido lector, las pulgas no somos solamente las engorrosas criaturas que los seres humanos increpan y maldicen cuando los picamos; y recuerda que cuando lo hacemos, es tan sólo para prolongar nuestra vida, y que únicamente tomamos un poquito de sangre, lo cual es mucho menos perjudicial para vuestro organismo que, si puedo ser preciso, la vitalidad que perdía el padre Lorenzo cada vez que desparramaba su burbujeante leche en el dulce coño de una novicia como Georgette.

Dos horas después, la cena había sido consumida por todos los interesados, el padre de Georgette se había excedido en su florida retórica para despedirse de su digno y distinguido huésped, y Louisette, Denise y Marisia, recatadamente vestidas para el viaje en el Canal esa noche, se subieron en el carruaje que el posadero mismo había llamado para llevarlas al muelle, donde las esperaba su barco.

Sólo hubo una pequeña dificultad cuando subieron a bordo del buen barco Bonaventura. El capitán, que tenía una voz brusca y agria, de mala gana explicó que debido a que la partida se había retrasado tanto en vista del tiempo inclemente, ahora había más pasajeros de los que esperaba, todos los cuales se dirigían a Dover. No podía darles camarotes a las tres encantadoras demoiselles que acompañaban al clérigo inglés.

—Buen capitán —replicó aduladoramente el padre Lorenzo en pulido francés—, no se me ocurriría molestaros con la insignificancia de que deis literas a vuestros pasajeros, cuando tenéis sobre vuestras espaldas la grave responsabilidad de todas nuestras vidas manteniendo el timón en el rumbo debido y desafiando las ráfagas de viento que pretenden echar a pique vuestra resistente nave. Bastará con un camarote, buen capitán. Por mi vestimenta veréis que soy sacerdote, y estas pobres huérfanas están a mi cargo, pues las llevo como neófitas al seminario de San Tadeo. En cuanto a mí, soy todavía vigoroso a pesar de mis años, y mi carne no es débil, así que poco importa dónde duerma o cómo.

Este pequeño discurso impresionó tanto al hosco capitán que ordenó a un marinero que acompañara «al buen y digno padre» a un camarote que estaba frente al que ocupaba el contramaestre. El padre Lorenzo se volvió hacia sus protegidas y les dijo afablemente.

—¿No veis, hijas mías, que el Señor provee incluso ante lo que parecen obstáculos insuperables? Ahora quedaremos resguardados cómodamente, y me alegro de ello, pues me da la oportunidad de conversar en la intimidad con vosotras y de fortaleceros para vuestro ingreso como neófitas. Es un paso que deberá serenar vuestras reflexiones, y por eso me encanta estar tan cerca de vosotras esta noche, a fin de que podamos compartir los pensamientos que indudablemente deben estar pasando por vuestras impresionantes cabezas.

Un poco más tarde, el clérigo inglés y sus tres deliciosas pupilas se encontraban alojadas en el camarote, que el buen padre declaró muy espacioso para sus necesidades. No había más que dos literas, según dijo, por lo que Louisette y Denise, que eran hermanas, no debían separarse y ocuparían la inferior. Marisia subiría a la superior, en tanto que él, si el barco no cabeceaba, guiñaba y se balanceaba mucho, la podría pasar muy bien tendiéndose en el suelo y apoyando la espalda en el cofre de madera que, al parecer, pertenecía al segundo oficial, pues era costumbre en las naves de esta clase, cuando había más pasajeros de los que cabían en ellas, que los oficiales de rango superior cedieran sus camarotes a los pasajeros.

Denise y Louisette se pusieron enseguida los camisones y se metieron en su litera mientras el padre Lorenzo se dirigía a la portilla y se asomaba por ella, dándoles así la espalda y protegiendo su virginal pudor. También Marisia se puso el camisón durante esta tierna señal de respeto. La única luz que había en el camarote era la de una lámpara de aceite que ardía cerca de las literas, pero Marisia, que se sentía más traviesa que nunca en este camarote del barco y encima del lecho que ocupaban sus dos amigas, dijo con voz temblorosa:

—No apaguéis todavía la lámpara, padre, pues tengo miedo, ya que nunca antes me había subido a un barco para cruzar el mar.

—No temas, querida Marisia —repuso el interpelado bondadosamente—. Por la mañana estaremos en Dover y haremos un cómodo viaje a Londres. El mar se ha calmado y no hay nada que temer. Como ya te dije, y a vosotras también, Louisette y Denise, quiero hablaros sobre el seminario en el que tendréis techo, sustento y cuidados.

(¡Y cómo las cuidarían, por dentro y por fuera, y por todos lados, si en mi medallón seguía siendo yo la misma pulga que una vez huyó del lugar en el que Julia y Bella entraron como ingenuas novicias y pronto se convirtieron en precoces conocedoras del arte de joder, y de mamar, y de ser mamadas!).

—¿Seremos felices allí, padre? —preguntó entonces Denise con su voz provocativamente ronca.

—La felicidad, hija mía, es una sustancia intangible. No puede medirse, y no siempre es material. Es una palabra que abarca una multitud de alegrías, y, ay de mí, también una multitud de pecados. Así, por ejemplo, a una niña cándida que nunca haya probado los dulces le puede regalar un caramelo de cebada algún lascivo bribón que quiera tomarse libertades indecentes con su persona. Pero, en su inocencia, al chupar el dulce, puede creer que ha alcanzado la felicidad, en tanto que el villano, que codiciaba su persona, no conocerá la felicidad hasta que haya saboreado su cuerpo a cambio del dulce. ¿Entendéis la parábola, hijas mías?

—Oh, sí —repuso Marisia con una risita—. ¡Pero recordad lo que me prometisteis, padre!

—¿Y qué fue eso, hija mía?

Seguramente el marinero que había ocupado este camarote antes que el buen padre y sus pupilas nunca oyó en todos los días de su vida una conversación tan sorprendente como la que se inició cuando la morena demoiselle expuso con alegría y esperanza:

—Vamos, padre, ¡qué antes de entrar de novicia me poseeríais con vuestro enorme miembro!

El padre Lorenzo tosió, posiblemente a causa de que se coló el viento por la portilla, que el sacerdote cerró de un golpe casi al instante, cuando Marisia pronunciaba la última palabra; luego se acercó a las literas, llevándome consigo, pues aún no se había quitado la sotana.

—Tate, tate, Marisia, ¿no te he dicho que una joven bien educada no habla de esa manera? Sólo cuando tenemos la seguridad de que no nos puede oír algún intruso gazmoño podemos permitirnos semejante libertad.

—Oh, padre —clamó entonces la dulce y clara voz de Louisette—, sería injusto que poseyerais a Marisia y os olvidarais de vuestras dos nuevas pupilas, Denise y yo. ¿Por qué no nos poseéis a las tres?

—Hijas mías, hay algo que he de deciros en confianza, y debéis jurarme por vuestro virginal honor que no lo revelaréis a ningún otro sacerdote. Es esto: como he tratado de explicar, soy nuevo en el seminario, y aunque he vivido mucho y predicado muchos sermones sobre la rectitud, no tendré en el seminario la posición que ocupé en mi antigua bailía, ni tan siquiera en Languecuisse, donde sólo el padre Mourier competía conmigo en la lucha por salvar almas. No, hijas mías, habrá por lo menos una docena o quizá una veintena de fornidos sacerdotes en San Tadeo; y cada uno de ellos, que es tan celoso de su fe como yo de la mía, sin duda querrá convertiros con sus argumentos. En primer lugar estará el Padre Superior, que tiene una especie de derecho de pernada sobre todas las novicias.

Pero la incontenible Marisia, que ya había visto las aptitudes del padre Lorenzo para su puesto, no quiso dejar que se deshicieran de ella tan fácilmente: una vez más, temblándole la voz de esperanza, insistió:

—¡De seguro nadie puede tener en el seminario un órgano tan grande como el vuestro, padre!

—No debes envanecerme con esos cumplidos, Marisia —le reprochó el sacerdote en tono amable—. Sería una falta de respeto para mis colegas.

—¿Queréis decir que también ellos nos poseerán, padre? —Otra vez se escuchó en el pequeño camarote la excitante voz de Denise. El padre Lorenzo tosió y repuso:

—En este momento, hija mía, para responderte con sinceridad, no veo de qué manera puede evitarse. Si fuerais en verdad mis hijas, no se permitiría tal cosa. O también, si alguna de vosotras fuera mi prometida, tampoco se permitiría…, pero, claro está, como no estamos autorizados a tomar mujer, el problema es puramente teórico. Y no puedo, por mucho que quisiera, guardaros para mí. A no ser…, pero no, no puedo pediros que engañéis a nadie, hijas mías.

—Pero a mí me gustáis más que cualquier otro sacerdote, padre. ¡Mucho más que el padre Mourier! —dijo Marisia a mi paladín.

—Me halagas mucho, hija mía. Me llegas a lo vivo. Mas debo poner mi deber por encima de mis sentimientos y entregaros, a las tres, salvas e intactas por lo que toca a vuestra virtud, al seminario para que iniciéis el noviciado. Es un estado solemne, hijas mías. Tal vez pueda arreglar que se me permita ayudaros cuando llegue la hora en que paséis del estado laico al otro, más honroso, en el que seréis recibidas como pupilas del santo seminario.

—Pero hace un momento, padre —intervino Louisette deseando que la oyeran otra vez—, dijisteis que no podíais pedirnos que engañemos a nadie. ¿Quisisteis decir con ello que tal vez haya una manera de conseguir que quedemos bajo vuestra sola protección y que no nos posean todos esos otros sacerdotes que no conocemos y que quizá no nos guste que nos posean?

—Si, hija mía, eso es lo que iba a decir. Pero sería un ardid, un engaño, y un acto egoísta de mi parte.

—¡Pero decidnos cómo, por lo menos! —gritó Marisia.

—Pues bien, hijas mías, habéis oído hablar de los portentos, milagros y señales de gran importancia en la Biblia, ¿no es así?

—¡Oh, sí! —exclamaron las tres a coro.

—Para defender vuestra castidad contra el ardiente y justo celo de los sacerdotes que serán mis superiores por antigüedad (aunque, y en esto soy vanidoso, dudo mucho de que me sobrepasen por lo que toca a la estatura del quinto miembro), si los hicierais aguardar ideando una especie de acertijo, tal vez seria posible que si todos ellos no pueden resolverlo, yo sea quien os inicie en los tiernos misterios.

—¿Qué clase de acertijo? —inquirió ansiosamente Denise.

—En la Biblia hay una parábola que dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos —dijo la voz sentenciosa del clérigo inglés, y casi pude ver la sonrisa que le crispó los labios—. Ahora bien, ¿qué es lo que no deja ver el delicado orificio femenino que el hombre desea poseer?

Reinó un momento el silencio mientras las tres reflexionaban sobre esta parábola perversa; y luego Marisia, la incontenible, exclamó con un grito de alegría:

—¿El himen, padre?

—Sí, es cierto, Marisia, pero no lo oculta. El himen es esa barrera al placer, que se esconde dentro de los blandos labios, pero ésa no es la respuesta a mi acertijo.

—Ya lo tengo, padre —expuso Louisette—. ¡Es el vello que cubre el con!

—¡Exactamente, hija mía! —gritó el sacerdote, jubiloso—. La naturaleza, para protegernos de los elementos hostiles, cuando el hombre y la mujer fueron arrojados del Edén hace una eternidad, se las ingenió para ocultar con una vellosidad esas partes más sensibles de nuestra anatomía. Y así, es cierto que el vello del nido de una virgen es lo primero que lo protege de los ojos y del órgano del hombre que codicia su doncellez. Por lo tanto, antes de quitaros la virginidad, hijas mías, mis colegas tendrán que habérselas con los vellos de vuestros tiernos nidos. Y si les decís que habéis hecho el voto de que sólo os entregaréis al que pueda adivinar el número exacto de delicados y sedosos zarcillos que ocultan vuestra virginidad, muy bien puede suceder que se respete vuestro voto.

—Oh, ya lo comprendo —gorjeó Louisette—. Pero vos conoceréis la respuesta, ¿verdad, padre Lorenzo? Y así, después de todo, vos seréis el que nos poseerá.

—Eres tan ingeniosa como bella, hija mía. Por lo tanto, aunque esta luz de la lámpara no es la más apropiada, volveré a la portilla para mirar el tranquilo mar y decir mis plegarias, mientras cada una de vosotras se apresura a contar cada hebra de seda del vellón que tan pudorosamente oculta vuestros nidos vírgenes.

—¡Oh, padre —dijo Marisia—, nos habéis salvado reservándonos para vos! Pero ¿queréis decir que tenemos que contarlos uno a uno?

—Sí, hija mía, y debes aprenderte de memoria el número exacto y no olvidarlo jamás para que cuando uno de los dignos hermanos del seminario te pida que le abras las puertas del paraíso, le hables de tu voto. Le permitirás que adivine, aunque, si es un hombre que duda de todo, como santo Tomás, tal vez insistirá en el privilegio de contarlos él mismo. Pero incluso en estas circunstancias, si se equivoca aunque sólo sea en un tierno folículo, puedes, honrada y sinceramente, decirle que tu voto sigue siendo válido y que, con toda humildad y honradez, debes rechazar sus deseos.

—Pero nosotras os diremos el número, ¿verdad, padre? —inquirió la ronca voz de Denise.

—No os pido que lo hagáis, querida hija —repuso el padre Lorenzo con una voz más benévola que nunca—. Y debe ser por vuestra propia y libre voluntad, pues no quiero preferencias. Me atengo, como la polaridad de mi condición de hombre, a mis méritos.

Temí que el buen padre se extendería de nuevo ad infinitum[31] sobre este equívoco, pero no lo hizo. En lugar de ello, esperó la respuesta de sus tres encantadoras pupilas, y no pasó mucho tiempo antes de que se la dieran. Fue Louisette la que habló:

—Entonces, es conveniente que comencemos a contar ahora mismo, antes de llegar al seminario, padre. Pero la luz de esta lámpara de aceite es muy débil. Resulta difícil ver, y quizá contemos uno cuando hay dos, y así nosotras mismas nos equivocaremos, y estaremos en peligro de perder lo que preferiríamos concederos, ¡querido protector y salvador nuestro!

—Siempre estoy a vuestra disposición, hijas mías. Si queréis que yo os los cuente, seré exacto, os lo puedo asegurar —repuso con voz ansiosa.

Entonces lo admiré más que nunca, pues era un hombre de buena fe y obras pías que, como los tres jóvenes israelitas que se dejaron arrojar al horno de Nabucodonosor, por su propia voluntad se ofrecía en sacrificio a las más lascivas y excitantes tentaciones. Estaba a punto de revivir la parábola de san Antonio. Tuve la seguridad de que saldría airoso de la prueba, una prueba que difícilmente podrían pasar otros mortales. Recordé la historia de Tais, que se dejó ver en el desierto por el fúnebre sacerdote Ateneo, el cual había clamado contra su lujuria y, sin embargo, sucumbió y cometió el lacado mortal.

Consideré también que en todo esto había cierto simbolismo. Aquí me encontraba yo, resguardada entre un puñado de fragantes rizos de amor, que habían cubierto los pétalos del minino de la gentil Laurette, y ahora estas tres muchachas se hallaban a punto de proteger su virginidad trabando conocimiento con la misma sustancia intima. Tal vez, si tenía yo la facultad de irradiar las expresiones de mi pensamiento a través del maldito medallón de metal, quizá consiguiera llegar a la mente ecléctica del padre Lorenzo e inducirlo a abrir por fin el recuerdo que Laurette había regalado a Marisia. Hay caciques zulúes que, aunque considerados ignorantes y estúpidos por los supuestos hombres civilizados, pueden decirle a uno, hasta el último gamo, cuántos venados hay en su rebaño o cuántas vacas, hasta la última de las terneras. Como ves, querido lector, tienen sus propios métodos de contar, y su historia es mucho más primitiva y antigua que la de los europeos. Pero nunca antes había oído hablar de contar los folículos de sedoso vello que se enredan tan misteriosa y encantadoramente sobre el amuleto de amor de las mujeres.

Entonces oí el murmullo de las sábanas de la litera inferior, donde estaban acostadas Denise y Louisette, y luego, entre risas contenidas y suspiros, la voz apagada de Louisette que decía:

—Mi hermana y yo, padre, hemos decidido contarlos nosotras mismas, ayudando una a otra.

—¡Qué manera tan encantadora y original de contarlos! —exclamó el clérigo inglés y su voz me pareció sospechosamente enardecida por la excitación visual que, evidentemente, estaban dando las dos mozas a sus ojos embelesados—. Pero volveos un poco hacia un lado, hijas mías, a fin de que recibáis el mayor beneficio posible de la iluminación de la lámpara… ah, así está mejor. Louisette, estás encima de tu hermana, y me parece adecuado, pues eres la mayor. Ahora, no os distraigáis en esta buena obra, aunque no creo que la tarea dure mucho porque las dos sois muy jóvenes y todavía no habéis amasado, como decían los antiguos generales, vuestros millares y decenas de millares.

¡Cuán gráfica y eufemísticamente describía el padre sus visiones! Estaba yo en deuda con él por proporcionarme ojos cuando los míos no podían ver a través del metal. Sin embargo, la posición que estaban adoptando Louisette y Denise, a pesar del halagüeño encomio del sacerdote, apenas era original, aunque, sin duda, encantador. Se le conocía con el nombre de sesenta y nueve, y así pude casi ver la escena, con gran contentamíento de mi imaginación: Louisette arrodillada y a horcajadas sobre Denise, con el rostro vuelto hacia los sedosos rizos del minino de ésta, mientras, desde abajo, Denise miraba los dulces confines del coño de Louisette.

Oí más risas y unas palabras apagadas:

—Ma foi[32], me haces cosquillas… ooooh, Denise, muchacha traviesa, atiende a lo que hay que hacer y no me distraigas o no podré contar correctamente.

—¿No sería mejor, padre —inquirió entonces Marisia—, que bajara yo de esta peligrosa altura y descendiera a vuestro nivel con objeto de que podáis ayudarme en mis cuentas?

El padre Lorenzo dejó escapar un débil gemido, el cual me hizo comprender que estaba comenzando su tentación de min Antonio, inflamándolo sin remedio. Por último, respondió:

—Muy bien, hija mía, puesto que pides mi ayuda y soy tu guardián, te ayudaré. Me sentaré aquí, sobre este resistente banquillo, pues el barco ya no se mueve tanto gracias a mis oraciones y a la habilidad marinera del buen capitán. Quítate el camisón y siéntate en mi regazo con las piernas muy abiertas y los brazos en torno a mi cuello para que pueda consagrarme a la tarea y ver claramente cómo lo hago.

Oí que Marisia, de un salto, bajaba de la litera, y después el crujido de la tela cuando se despojó de su único velo, con lo que al padre Lorenzo se le entrecortó la respiración para anunciar que la tentación era aún más exacerbante que antes. Luego se escucharon las pisadas en el piso del camarote y poco después el suspiro y la exclamación con que Marisia se sentó en las piernas de su guardián, deliciosamente desnuda.

—Ya está, padre —anunció jubilosamente—. Ya podéis empezar a contar.

—Verás, hija mía —explicó el sacerdote—. Eres más joven que Louisette o Denise y, por lo tanto, no debes desanimarte si la cuenta que yo haga no es igual a la de ellas. Eso, hija mía, debe atribuirse a la naturaleza. Ahora, estate quieta y deja de suspirar en mi oído y de mordisquearme el lóbulo, o no podré terminar antes de que amanezca, y no te dejaría dormir.

—Oh, padre —suspiró ella apasionadamente. No me importaría que tardarais hasta que lleguemos al seminario con tal de que sigáis acariciándome así con vuestros dedos. ¡Oooooh, aaahhh, es delicioso! ¡Daos prisa y acabad de contar si queréis, padre, para que llegue el momento en que seáis el que me quite la flor de la doncellez!

El sacerdote jadeaba y resoplaba ruidosamente, y no era de extrañar. ¿No había visto yo a Marisia y Laurette desnudas en la cama del viejo protector, esforzándose por fortalecer al incompetente anciano para que poseyera a su esposa legítima, sin ningún resultado?

Por joven que fuera Marisia, pues apenas pasaba de los trece años y medio según su cuenta cronológica, no le habría sido difícil darle fuerzas al padre Lorenzo, y de haberme encontrado yo afuera del medallón, seguramente habría contemplado la monstruosa lanza, o flecha, o como prefiriera él llamarla, prestando toda la atención a los desnudos, satinados y entreabiertos muslos de su encantadora pupila.

—¡No te muevas, hija mía! —le advirtió el sacerdote con la voz enronquecida, pues de seguro la muchacha se había retorcido en sus piernas, o lo había apretado entre sus brazos, o le había dado un beso provocativo, o lo había acariciado con la lengua—. En esta vida hay tiempo para todo, y todavía no ha llegado la hora de tu seducción. Veintiocho, veintinueve, treinta… treinta y uno y dos y tres juntos, treinta y cuatro y cinco y seis y siete y ocho… ¡oh, que sedoso pimpollo brota aquí, en la parte inferior de tu nido virgen, querida Marisia! Treinta y nueve y cuarenta… y uno y dos y tres… luego cuatro, solitarios como si los hubieran abandonado sus hermanos de seda… Te doy mi palabra, hija mía, de que tienes una vellosidad más abundante que la que guardaba yo en la memoria. Pero tal vez se deba al calor y humedad de esta zona que, como un jardín, nutre las dulces plantas que crecen en torno al oasis mismo del placer. Y como sé que eres de naturaleza apasionada y generosa, hija mía, pensándolo bien no debe sorprenderme que la naturaleza te haya dotado de una manera tan pródiga… Pero continuemos. Hemos llegado ya a los cincuenta y nueve, sesenta y uno y dos y tres… ¡Oh, hija mía, no retuerzas tan tentadoramente tus posaderas en mi regazo, o no responderé de las consecuencias!

Y siguió contando, procurando insensibilizarse contra la licenciosa coquetería de la morena Marisia, la cual, y de ello estoy convencido, estaba usando todos los ardides de que era capaz su juventud para conseguir que el padre Lorenzo le quitara la virginidad.

Después de lo que me pareció que era media hora, el sacerdote anunció el número total con una voz que temblaba y se había debilitado, sin duda por haber estado absorto en su metódica tarea:

—He contado ciento ochenta y siete vellos, hija mía, entre los que figuran unos noventa folículos que empiezan a anidarse a lo largo de la ambarina y sinuosa hendidura que conduce de tu virginal orificio al dulce y sonrosado florón que se abre entre tus hermosas posaderas. Ahora, dame un beso para demostrarme tu gratitud por mis afanes, y luego ponte el camisón y regresa a tu lecho.

—Pero, padre —exclamó Marisia con tono entristecido— sé muy bien que no me dormiré, pues mientras contabais mis vellos, mis desnudas posaderas sintieron constantemente vuestra dura lanza, que las rozaba. Además, como seguramente sabéis, la caricia de vuestros dedos mientras apartabais un vello de otro a fin de contar, exactamente me provocó tal excitación y calor en mi pequeño coño que estoy ardiendo, cual si tuviese fiebre. ¿No queréis calmarme a fin de que pueda dormir y soñar en el momento en que estaremos juntos en el seminario, padre?

—¿Hubo alguna vez un padre que tuviese una hija tan exigente? —le reprochó él, juguetonamente—. Pero, como el mejor soporífero de la naturaleza es el dulce agotamiento que sobreviene después de una sesión de zarandeos, sería el paliativo Ideal para tus tensos nervios, hija mía. Sin embargo, los dos hemos estado de acuerdo en que no tomaré ninguna ventaja sobre mis dignos colegas, por lo que te contentaré usando la boca un poco. A tu vez, debes hacer lo mismo conmigo, pues si tus posaderas se quejan de la dureza de mi órgano, se debe sencillamente a que tu atrevimiento provocó esa erección.

—Oh, lo haré con muchísimo gusto, padre —ofreció Marisia.

—Entonces, te llevaré a ese cofre de madera, sobre el cual puedes tenderte con toda comodidad, y serás fácilmente accesible —sugirió el padre Lorenzo.

La tomó en los brazos y seguramente la llevó en peso al cofre, pues la muchacha se rió y lo besó ruidosamente, al mismo tiempo que decía:

—Me habría gustado más que vuestro órgano contara los vellos en el lugar que me habéis dejado ardiente y excitado.

—¡Vade retro, hija de Satanás! —contestó él con voz más ronca aún—. No es correcto que una doncella se muestre demasiado ansiosa, sino, bien, que agradezca los placeres que se le conceden hora a hora en esta vida pasajera. Yo usaré la boca en ti. Marisia, mientras la usas tú en mí, de modo que, en cierto sentido, aunque seas una huérfana abandonada de todos, sentirás cierta afinidad con Denise y Louisette, que están a punto de terminar su cuenta y celebrarán la ceremonia que vosotras las francesas, denomináis sesenta y nueve.

Oí que Marisia se retorcía y suspiraba cuando la dejó el sacerdote sobre el cofre, tendida de espaldas, y se removió para adoptar una postura más cómoda en la que pudiera demostrar su gratitud por los favores que recibía en ese momento. Luego dejó escapar un grito de asombrada delicia:

—¡Oh, es muy grande y roja, y parece de fuego! ¡No me va a caber en la boca!

—Si eso fuera cierto, ¿cómo esperas que quepa en tu virginal nido? —repuso él, riéndose. Sus siguientes palabras sonaron apagadas e ininteligibles, lo cual significaba que había oprimido los labios contra el tierno orificio cuyo hirsuto camuflaje había examinado ya.

—Haré lo posible —prometió Marisia.

—Ni los mismos ángeles podrían hacer más, hija mía. Aahh… sí, delicada y suavemente, ¡no seas muy ansiosa al principio, pues te arrepentirás de tus tentaciones! Ohhh, cómo se pegan tus dulces labios a la punta de mi ardiente lanza, y parece que la queman. Oh, te gustaría usar la lengua a fin de tentarme para que cometiera yo una locura, ¿verdad, hija mía? Entonces, te pagaré en la misma moneda: toma, toma y toma en ese pequeño orificio. ¡Vamos, pero si ya está húmedo y rebosante de lechoso licor!

—No pude remediarlo, padre —jadeó Marisia—. Cuando me estabais contando los vellos, sentí que me derretía por dentro y apenas pude contener un grito.

—Eso es que te viniste, hija mía. Oohhh, muchachita encantadora, ¡dentro de poco me sacarás la poca simiente que me queda!

Ya no se mostraba tan jactancioso acerca de sus proezas amorosas como se había mostrado por la mañana, y me pareció mucho más admirable cuando no era un presumido como el ilustre Casanova, el cual, si ha de creer uno lo que dice en sus memorias, sedujo a todas las mujeres hermosas de Europa, campesinas, viudas y nobles, en el breve lapso de su atareada vida. Empero, como yo le había llevado la cuenta durante las últimas cuarenta y ocho horas, sabía muy bien que no era posible que le quedara mucha energía, pues la había gastado casi toda ni otro lado del Canal antes de subir a bordo del Bonaventura.

Luego habló en voz alta, esta vez con tono imperioso:

—¡Denise y Louisette! ¡No debéis imitarnos hasta que hayáis terminado la cuenta! ¿Aún no termináis?

—Casi ya acabamos, padre —repuso la voz ronca de Denise, temblorosa e insegura—, pero, en todo caso, creo que tengo por lo menos diez vellos más en el con que los que tiene Louisette, aunque sea mayor que yo.

—No os olvidéis de contar los que crecen a lo largo del umbroso valle que se extiende entre vuestros orificios vírgenes, hijas mías —aconsejó, y luego su voz se elevó en un grito apagado—: ¡Aiii! ¡Prepárate, Marisia, prepárate a recibir tu merecido por haber provocado esto con tu traviesa lengua! ¡Tómalo, hija mía, pues es lo único que me queda para darte!

Lo oí gemir, pero fue un gemido apagado también, pues seguramente se había vuelto hacia el blando nicho de su encantadora y morena pupila y le había devuelto con la juguetona lengua lo que le daba, precisamente en el instante en que la de ella provocaba la expulsión de las últimas gotas de su viscosa energía, pues el grito de delicia de Marisia ahogó el gemido del sacerdote, y el cofre de madera hizo ruido con los retorcimientos, jadeos y temblores que se producían encima de él.

—Ya terminamos, padre —jadeó Louisette—, ¿no podréis darnos también un soporífero?

Pero el padre Lorenzo no contestó, sino que tan sólo siguió jadeando y suspirando como resultado de lo que acababa de suceder. Oí que Denise le decía a Louisette en un murmullo:

—¡No debemos interrumpir sus oraciones, hermana! ¡Démonos prisa a fin de que podamos dormir profundamente! ¡Te voy a besar allí, entre esas piernas tan bonitas!

—¡Y yo entre las tuyas, querida Denise!

Y con ello se produjo tal cascada de jadeos, chapaleos, besos, gemidos y suspiros que, debo confesarlo, nunca en mi vida había escuchado nada semejante, desde los primeros días que pasé en el seminario de San Tadeo. ¡Y pensar que estas tres mujeres tentadoras en embrión se encontraban apenas a unos días de viaje de ese refugio de paz, redención, y bellaquería!