No sé qué plegarias dirigió el padre Lorenzo a Eolo, el mitológico dios de los vientos, pero el hecho es que, al atardecer, el sol asomó entre las grises nubes y cesó el aullido del viento. Tuve que atenerme a las noticias que de este aparente milagro dio el propio padre Lorenzo, pues después de haber iniciado a las hermanas Denise y Louisette en una incipiente familiaridad con la parte más viril de su persona, les dijo que debían dormir un poco en su habitación recién adquirida mientras él se repantingaba en un sillón, y pidió a su pupila que cerrara los ojos y se reconfortara en los brazos de Morfeo a fin de que tuviera fuerzas para el viaje nocturno en el buen barco que los habría de llevar de regreso a Inglaterra.
Después de la siesta, que debe haber durado toda una hora o algo más, despertó, se dirigió a la ventana y dejó escapar un grito con su estentórea y resonante voz:
—¡Hija mía, hija mía, abre los ojos y contempla el hermoso espectáculo del sol, pues será el último día que pases en tu tierra natal!
Soñolienta, Marisia despertó y acudió al lado del sacerdote, ante la ventana. Oí el chasquido de un tierno beso, un poco más casto de lo que hubiera querido el padre Lorenzo. Además, a juzgar por su tono afable, deduje que estaba a punto de sermonear a su encantadora pupila sobre la inevitable buena fortuna que le esperaba bajo su protección, aunque no pensé que fuera lo suficientemente jactancioso para ti afirmar que era él quien había detenido al viento y sacado el sol de detrás de las iracundas y negras nubes.
—Es costumbre que los sacerdotes usemos la expresión «hija mía» cuando conversemos con una mujer de cualquier edad, de los nueve a los noventa años —explicó—. Pero contigo, mi pequeña Marisia, siento una mayor intimidad, como si realmente fueras mi carne y mi sangre, y, por lo tanto, mi hija. Por eso, cuando estés en el seminario de San Tadeo, tendrás que responder ante otros sacerdotes cuya autoridad es mayor que la mía, por ser yo el último en llegar. Sin embargo, antes de que entres bajo ese techo, querida niña, quiero que me prometas (y espero que sientas sinceramente esta afinidad entre nosotros) que cuando te diga «hija mía» sabrás siempre que tiene una significación secreta y una bendición que lleva mi buena voluntad personal, y que no te lo digo por simple afabilidad.
—Sí, padre —suspiró Marisia—. También yo siento algo muy parecido, pues no tengo a nadie más que me cuide, y, a pesar de todo, lo que siento por vos no es exactamente lo que siente una hija, padre.
—Shh —la previno el buen clérigo inglés—. Recuerda que tenemos un pacto, de modo que en cuanto estés en el seminario no dirás palabra a los otros sacerdotes acerca de las tiernas alegrías que hemos compartido tú y yo. Será, por decirlo así, una especie de secreto de familia entre nosotros. Y cuando descubras que tienes que dedicar tu fervor a otros, que sin duda tratarán de someterte a la obediencia mediante ruegos e incluso intimidaciones, piensa cariñosamente en mí. Si se presenta la necesidad, cierra los ojos y recuerda los episodios idílicos que hemos vivido juntos, que nadie podrá quitarnos aun cuando pasen los años.
En verdad, hablaba tan apesadumbradamente que muy bien podía haber compuesto un soneto sobre su tristeza al ver que envejecía. Pero no pensé que tuviera que preocuparse durante muchísimos años acerca de la pérdida de vinculación entre él y el bello sexo.
—¿Es cierto que vais a ayudar a Denise y Louisette a buscar a su hermano, padre?
—Pues en cuanto a eso, mi hija bienamada, me propongo poner la cuestión en manos de mis hermanos de sotana una vez que hayamos llegado a San Tadeo. Como verás, un seminario al que enriquecen las caritativas aportaciones de muchos feligreses acomodados (que, como podría agregarse, son tanto más generosos precisamente porque son los más pecadores, y desean comprar la absolución por adelantado para salvarse de las llamas del Infierno cuando les llegue la hora), tiene infinitas riquezas monetarias que pueden dedicarse a empresas costosas. Con ello quiero decir, querida Marisia, que si a mis hermanos de San Tadeo los impresionan la virtud y la belleza de Denise y Louisette, tal vez, por su índole caritativa, distraigan una parte de esos fondos para enviar un mensajero o un correo al poderoso bey de Argel e incluso comprar la libertad de ese digno joven, Jean. No te puedo decir de antemano si lo harán, pero les prometo, como te prometo a ti, que haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a tus nuevas amigas a fin de que su pequeña familia pueda reunirse una vez más. Diremos juntos una oración por esta justa causa. Arrodíllate junto a mí ante esta ventana y mira el cielo, donde el hermoso sol recorre otra vez los cielos. ¿No es un buen augurio para nuestro viaje en barco a la caída de la noche?
—Oh, sí, padre.
—Entonces, pidamos a Dios que tú y yo estemos siempre tan juntos como ahora, para compartir los deleites y las alegrías, para que me confíes tus penas y sueños (especialmente estos últimos, pues los sueños de una doncella son la materia de que están hechas las mujeres) y yo te los interpretaré, del mismo modo que José interpretó los sueños de Putifar y luego del Faraón en aquellos antiguos días de Egipto.
Oí el crujido de las ropas y un breve suspiro. Sin duda, Marisia se estaba acurrucando contra su guardián como una manera de prometerle la tierna cercanía que él le había pedido. Admiraba yo el celo del sacerdote, pero también admiraba su dominio de si mismo. Había estado a solas tantas horas con ella que muy bien podía haberle quitado la virginidad mil y una veces; sin embargo, aparte de algunos deliciosos regodeos digitales, en realidad no había menoscabado su estado virginal. ¿Realmente se propondría llevarla a ese seminario, dónde la fornicación era la consigna, sin hacer una sola vez el intento de medir su vigorosa lanza contra la barrera de esa membrana que los mortales llaman himen? Y como sabía yo que era un hombre de muchas prendas personales y ardorosa vehemencia debajo de la sotana (y más aún cuando se la quitaba), me pareció muy divertido hacer conjeturas sobre la manera exacta en que se proponía salvar esa joya para apropiarse de ella, una vez que él y Marisia hubieran cruzado el umbral de San Tadeo. A juzgar por mis recuerdos del tiempo que estuve allí (con los que tú, querido lector, puedes regodearte leyendo el primer volumen de mis memorias), podía nombrar por lo menos a cuatro sacerdotes vigorosos y robustos que se precipitarían sobre Marisia cual ni fuera un delicioso filete que devoraran en una época de hambre. ¿Cómo, entonces, a pesar de todo su vigor y casuística, podría el padre Lorenzo exceder a esos voraces colegas en labia y en hábiles maniobras para ser el primero que se acomodara entre los bien formados y núbiles muslos de Marisia?
El padre Lorenzo rumiaba este problema, aunque entonces no podía yo saberlo. Pero después de su oración común, se levantó y pidió a Marisia que se vistiera, diciendo que ordenaría que enviaran la cena a las tres muchachas y que luego debían prepararse para bajar al muelle a abordar el barco, pues ahora tenía la seguridad de que estaban en la última etapa de su largo viaje.
Cuando se puso la sotana, fui arrojada con violencia de un extremo al otro del medallón, interrumpiendo así mis meditaciones. No podía entender por qué, con la natural curiosidad del buen padre, no había considerado aconsejable abrir el medallón y ver qué recuerdo dio Laurette a su encantadora y joven sobrina (por adopción de su marido). Me puse en cuclillas, lista para saltar, esperando el momento en que girara el resorte y se abriera la tapa del medallón para poder huir. Pero ni tan siquiera metió la mano en el bolsillo de la negra sotana que anunciaba su piedad. En lugar de ello, bajó las escaleras para ordenar al posadero que enviara una bandeja de platos selectos y una jarra de leche a las dos habitaciones, lo suficiente para alimentar a las tres muchachas. Pero sucedió que encontró a la hermosa Georgette, la cual le informó que también su padre estaba durmiendo la siesta y que, por lo tanto, ella se encargaría de complacer sus deseos.
—Pero, hija mía, ya los has complacido más de lo que hubiera podido yo pedir —insinuó el sacerdote con afable risita—. Sin embargo, hoy por la noche será la última vez que me veas en estas playas, pues como ya se calmó el Canal, nuestro barco saldrá al anochecer. Te echaré de menos querida Georgette, y diré una plegaria por ti cuando eleve mis preces dentro de dos días en el santo seminario de San Tadeo.
—Yo creía, padre —advirtió curiosamente Georgette, que erais inglés. Sin embargo, padre, el nombre de San Tadeo sugiere más bien el de un santo belga. ¿Cómo es eso, padre?
—Ahora que lo mencionas, mi inteligente y bella amiga —repuso él pensativamente—, confieso que me siento un tanto perplejo al advertir que el seminario no tiene el nombre de un buen santo inglés. ¡Ah, ya caigo! Dices que este San Tadeo es belga. A fe mía, cada uno de mis colegas, con los que me uniré dentro de poco, y según se me informa de manera fidedigna, debe descender en verdad de algún belga de buen tamaño y gran valor, puesto que cada uno posee una espantable belga entre las piernas, una lanza de tanto vigor que el mismo Lucifer se aterraría si alguien la clavara en las puertas del Infierno.
Esta alusión alegórica dejó a Georgette aún más perpleja pues lo único que hizo fue soltar una risita y abandonar el tema. O tal vez, en un sentido diferente, no lo abandonó pues oí su voz mucho más cerca del padre Lorenzo, como si casi estuviera encima de él, con una dulce y triste expresión, que decía:
—Pero ¿quiere eso decir que no volveré a veros, padre?
—En tus sueños, o en tu pensamiento, o, si así es la voluntad de Dios, hija mía, en carne y hueso si mis superiores me llegan a asignar a estas playas francesas —fue la respuesta.
—Oh, cien veces preferiría veros en carne y hueso, padre —murmuró ella con coquetería—, pues cuando hayáis cruzado el Canal y estéis con todos esos belgas, no os acordaréis de mí.
—Vamos, hija mía, eso no es cierto en modo alguno. En realidad, cuanto más me vea obligado a pensar en mi belga, más a menudo ella y yo nos acordaremos de la encantadora hospitalidad que nos brindaste recientemente. Y creo que todavía pasará algún tiempo antes de que me vaya de esta posada cordial, tiempo que dedicaré a la dulce tarea de pedirme de ti, querida Georgette.
—¿Y… y qué queréis decir con eso padre? —titubeó muchacha.
—Quiero decir que te explicaré el enigma del belga y de la belga, de modo que los dos son a menudo uno solo, pero uno no es necesariamente la otra, lo cual depende no sólo del nacimiento, sino también de la geografía.
—No soy más que una pobre y honrada mujer que ayuda a su enfermo padre a manejar esta posada. Pero gustosamente os escucharía sin hacer caso del tiempo si no fuera porque temo que me den una zurra por descuidar mis obligaciones. Y además, no querréis que vuestras tres niñas se vayan sin comer, ¿verdad?
—De ninguna manera, hija mía, pero hay tiempo de sobra. Y si ayunan un cuarto de hora o más después del momento en que tienen la costumbre de cenar, eso les enseñará a tener fortaleza y paciencia, cualidades éstas muy buenas que valdrán de mucho en el otro mundo cuando llegue la hora del juicio final. En cuanto a mí, nada me gustaría más que escoger una botella de vino para brindar por la salud tanto de ti como de tu padre. ¿No podríamos descender otra vez a esa estimable de la posada, mi querida Georgette?
¡Ahora entendí la astuta lógica del taimado clérigo inglés! Su juego de palabras me había confundido tanto que no comprendí muy bien su propósito al insistir en él ante la bobalicona moza. Pero ahora resultaba evidente: la «belga» a que se refería era, ni más ni menos, su picha. En realidad, no debería decir que menos, pues era mucho más de lo que puede jactarse la mayoría de los hombres entre las piernas de una mujer ambiciosa.
Bobalicona o no, Georgette advirtió al momento el cambio, en cuanto el padre Lorenzo mencionó la bodega. Con alegre risita, el sacerdote le dio un sonoro beso, y ella pareció derretirse en sus brazos como se derretiría una libra de mantequilla en un alta meseta bajo el ardiente sol del Sahara. Oí los más efusivos suspiros y jadeos, y el crujir de las prendas de vestir, y los pequeños gemidos, y finalmente, el chasquido de los labios que se unen en exquisita conjunción. Y cuando por fin habló el sacerdote, lo hizo en un tono tembloroso y con voz enronquecida, cosa que atribuí a la más tierna de todas las emociones que pueden sentir juntos el hombre y la mujer, aun cuando fueran un clérigo santurrón y una humilde campesina.
—Oh, daos prisa, padre —jadeó Georgette, y su voz tenía también el mismo elocuente trémolo de excitación que acababa de escuchar en su vigoroso compañero—. ¡Estoy segura de que encontraré una de las mejores botellas de papá, de Anjou o de Chablis, para celebrar tan importante ocasión! Pero no podemos demorarnos mucho, porque seguramente mi padre bajará antes de que otra media hora haya hecho que el sol se acerque más a su lecho en el cielo del poniente.
Me pareció divertido, y una causa de renuente admiración, que cada vez que una mujer susceptible llegaba ante la presencia del padre Lorenzo, infaliblemente su lenguaje se volvía romántico y poético. Ahora bien, no sabría yo decir si ella participaba de ese lenguaje por osmosis o por inspiración ante la presencia y persona del sacerdote, o por humildad que aspiraba a mejorar para hacerse digna de tan elocuente y mañoso varón. Pero, por lo que sé de los esfuerzos del padre Lorenzo por sembrar la simiente dondequiera que encontrara un buen sitio para plantarla, me inclino más bien a pensar que se trataba de un proceso de osmosis: esa osmosis que afecta al blando y receptivo coño de la mujer y su excesiva capacidad para aceptar la ofrenda láctea de cuya sustancia el padre Lorenzo parecía estar dotado en cantidad superabundante.
—Debo probar el Anjou —decidió el sacerdote después de otra serie de besos y suspiros que dejó escapar su bella cómplice—. Pero ¿sabes una cosa? Después de haber descansado en esa aldea de Provenza, tengo el bucólico anhelo de probar el vino que sale de un tonel en vez de tomarlo en una botella, pues aplicar los labios a la boca de una de ellas es más propio de los niños de teta. Y en lo único que tengo que ver con los niños de teta, aparte de bautizarlos, es en su concepción, la cual, y esto no necesito decírtelo, hija mía, me está prohibida por la Santa Madre Iglesia en mi condición.
—¡Oh, con mucho gusto probaré el tonel en vuestro lugar, padre! —afirmó apasionadamente Georgette.
Y comprendí muy bien a qué tonel se refería y cuál sería el instrumento que usaría para probarlo. Se encontraba alojado deliciosamente entre sus satinados muslos, mas no pensé que en un plazo tan corto (media hora) podría agotar el repleto tonel del padre Lorenzo.
Por fin se separaron y Georgette abrió la marcha por la pequeña escalera que descendía a la bodega. Le dijo que llevaría una vela para alumbrar el camino; y luego, la traviesa moza pronunció unas palabras que demostraban que había sido negligente al confesarse en la iglesia a que acostumbraba asistir en Calais.
Con apagada y confusa risita, al bajar las escaleras dijo:
—Guardaré esta vela, padre, y después de que nos hayáis dejado, la conservaré como recuerdo de vuestra presencia. Tal vez, más de una noche, cuando me revuelva y revuelque en mi solitario lecho, la tomaré e imaginaré que sois vos que me visitáis donde más quiero recibiros.
¿Habrá habido alguna vez una alhaja tan franca y atrevida como Georgette? Comparándola con la gentil Laurette y la dulce Marisia, no me quedaba más remedio que decir que, como a menudo han sostenido los teólogos, hay más virtuosidad lasciva en las ciudades que en los pueblecitos. Y sin duda es cierto, pues, sencillamente, las mujeres son más disolutas en las ciudades que en el campo, aunque sólo sea porque es más numerosa la población. Sin embargo, conociendo la viveza que para aprender había demostrado la dulce Marisia, no me habría sorprendido que, cuando hubiera pasado algún tiempo en la perversa y extensa Londres, habría superado a la misma Georgette por lo que toca a ser desvergonzada.
El padre Lorenzo no contestó nada a estas palabras hasta que hubieron llegado a la bodega y Georgette hubo puesto la vela en una taza. Entonces, murmuró:
—Me apena, hija mía, que permitas que un objeto inanimado sustituya a la más noble de las estructuras humanas, dada al hombre para, con su placer, compensar la pérdida que sufrió cuando fue expulsado del Edén. Por eso, antes de probar ese vino, hija mía, permíteme demostrarte cuán mal haces en buscar esa sustitución.
Dichas estas palabras, una vez más fui arrojado violentamente de un lado para otro, y hacia arriba y hacia abajo, hasta que me sentí indignada. El padre se había despojado de la sotana con inigualable vigor, cual si no hubiese perdido ya una buena parte de sus energías entre los dedos de las dos hermanas y de su tierna y joven pupila, Marisia. No me quedó más remedio que llegar a la conclusión de que tenía una reserva en verdad inagotable.
Un momento después, cuando escuché la respiración entrecortada de Georgette, tuve la certidumbre de que le estaba enseñando la diferencia que había entre una belga y una vela, y no me equivoqué. Con creciente ardor en su melosa y resonante voz, le pidió que examinara la diferencia:
—Mira, hija mía, aquí está tu vela colocada junto a mi belga. ¿Hay acaso algo que te pudiera hacer considerar que las dos son la misma cosa, salvo, quizá, la longitud? Pero aun reconociendo que tiene la misma longitud esta vela que nos alumbró el camino para llegar a la oscura bodega, ¿no ves que mi belga es más gruesa? También observa la cabeza de los dos objetos, una al lado de la otra. La de mi belga tiene la forma de una ciruela y se separa del tronco que la sostiene, en tanto que al contorno de la vela es uniforme. La vela tiene una mecha que hay que encender. Pero mi belga tiene una mecha eterna, mientras esté yo vivo y lozano, hija mía, y en este mismo instante te lo demostraré con mucha delicadeza. Lo único que tienes que hacer es levantarte la falda y bajarte los calzones.
—¡Oh, sí, sí, padre! —jadeó Georgette con febril excitación. Una vez más oí el crujido de las ropas. Y cuando escuché la exclamación apagada del padre Lorenzo, comprendí que ella le había enseñado el rinconcito cubierto de sedoso vello.
—Mira, ¿lo ves, hija mía? Mi mecha se enciende al ver tu blando minino. Arde en deseos de introducirse entre esos seductores labios cubiertos por los sedosos vellos que pudorosamente ocultan el más tierno de los nichos. No necesito yesca ni llama para encender mi mecha, Georgette; y mira qué enorme y grueso es mi portamechas cuando contempla tu dulce despabiladera. Pero también aquí falla la analogía, pues aun cuando me puedas apagar recibiendo el derrame de mi leche, la naturaleza no tardará en darme otra vez fuerzas y mi vela volverá a encenderse y a estar lista para otras cosas. Permíteme demostrártelo, hija mía.
—Oh, si, sí, sí… ooohhh, aaahhh, padre, ¡padre! ¡Es maravilloso! —gritó Georgette.
—Y por último, para negar esta analogía —continuó diciendo el padre Lorenzo con más vigor—, cuando esta vela con la que simularás mi belga se acerca a una despabiladera tan suave y sedosa como la tuya, arde lastimosamente. Y aunque mi belga no arde en la mecha, arde infatigablemente a lo largo de toda su longitud cuando se anida en tu dulce despabiladera… ¡así!
Lo oí gruñir cuando, sin duda, introdujo la belga en la despabiladera de Georgette, pues la moza gimió y se quejó, y lo estrechó entre los brazos, y lo colmó de mil besos para expresar su éxtasis.
—¡Cómo se retuerce y se revuelve tu trasero, hija mía! —jadeó el padre Lorenzo con voz más ronca que antes—. Mis manos apenas pueden aquietarlo: es como el timón de un barco arrojado de un lado para otro por las furibundas aguas, arrastrado de aquí para allá. Aférrate a mí mientras mi belga te guía a través de los turbulentos mares para encontrar por fin la satisfacción por la que te mueres, ¡que yo también me muero por dártela!
Y entonces, querido lector, siguió un coro de gemidos y jadeos, y abrazos y besos, de suspiros y murmullos, hasta que, por fin, Georgette dijo casi a gritos:
—¡Oh, sí, es mucho mejor que una vela! ¡Es más grande y más gruesa, y mucho más caliente que cualquier vela! ¡Deprisa, deprisa, haced que me arda todo el interior del con!
—¡Lo haré, lo haré! ¡Pero ten paciencia, hija mía! —jadeó a su vez el sacerdote—. ¿Mi belga, una vela? ¡Toma esto y esto! A cada «esto» debe haber acometido con su formidable belga, pues Georgette chilló como si la hubieran estado descuartizando. Mas no eran chillidos de dolor, sino, más bien, de indescriptible deleite carnal.
Y entonces se escuchó el prolongado quejido del sacerdote mando su mecha quedó empapada por la voraz e insaciable despabiladera que Georgette tenía entre los rollizos y esforzados muslos.
Dejaron escapar un suspiro al mismo tiempo, cual si fueran dos tórtolos, cuando por fin se retiró el padre Lorenzo, agotado por el momento. Y luego, tras una prolongada pausa, dijo con voz débil, lo cual daba a entender que quizá había derramado en el minino más energía de la que se había propuesto derramar:
—Si quieres conservar esa vela como recuerdo, Georgette, por lo menos toma unas tijeras y afílala hasta darle cierto parecido con mi belga. Sin embargo, harías bien en usar una vela más gruesa, hija mía, pues aun cuando en este momento mi belga está muy reducida y tiene el grosor de la que nos ayudó a llegar a esta madriguera de Baco, puede hincharse y agrandarse hasta alcanzar enormes proporciones. Y ahora, un último beso, hija mía, y luego apuremos juntos este buen Anjou deseándonos salud, fortuna, y que mi belga tenga un buen viaje a través del Canal.
Un lánguido suspiro y las palabras de Georgette: «¡Si, si, padre!», me dijeron que, por fin, la muchacha había comprendido lo que significaba el pequeño juego de palabras del padre Lorenzo. Había sido zarandeada y ahora forzosamente debía saber que la belga era muy superior a la vela.