Capítulo VII

El padre Lorenzo no se tomó la molestia de consultar mí curiosidad, pero, sin saberlo, la satisfizo porque, antes de salir de la habitación en la que había hecho el primer contacto deliciosamente íntimo con Louisette, se puso la sotana en obsequio de la decencia para ir a ver a su encantadora pupila Marisia y a su nueva amiga Denise, que pronto sería su compañera en el seminario.

Por lo tanto, lo acompañé yendo en su bolsillo, y me alegro por ti, querido lector, de haberlo hecho, pues de otra manera sólo podría ofrecerte una conjetura en esta fase de sus peregrinaciones asombrosamente vigorosas.

Llamó levemente a la puerta. Recordándolo ahora, sospecho que lo hizo de propósito a fin de poder entrar enseguida, y luego, si acaso —como realmente sucedió— contemplaba una escena muy diferente de la que podría esperarse de dos jovencitas bien educadas, siempre podría disculparse por haber cometido un disparate afirmando que había llamado a la puerta para que lo dejaran entrar.

Y así, entró casi antes de que se hubiese apagado el leve golpe de sus nudillos, e instantáneamente escuché dos chillidos femeninos, seguidos por un chasquido de la lengua del padre Lorenzo, y luego, éste entonó gravemente las siguientes palabras:

—Hijas mías, hijas mías, ¿qué estáis haciendo allí, encima de la cama, y cubiertas tan sólo por esas prendas escandalosamente breves? Marisia, por ser mi pupila, eres la que más debe explicarme lo que veo, pues no quiero dar crédito a mis ojos.

—Estábamos… estábamos conversando, padre —oí que respondía Marisia con voz temblorosa—. Denise me estaba contando que se sentía desdichada porque su hermano fue secuestrado por los malvados tiranos, y yo quería consolarla.

—No puedo reprocharte esa tierna muestra de compasión, querida niña —declaró el clérigo inglés—, y si estuviéramos en Languecuisse, bañados por los rayos de su ardiente sol, podría yo tener más tolerancia por la brevedad de vuestras ropas. Pero allá afuera sopla con furia el viento y las olas son oscuras y amenazadoras, así que no puede atribuirse al calor de la estación esta falta de pudor de vuestra vestimenta. ¿Cómo lo explicas, mi tierna Marisia?

—No… no quería arrugarme el vestido, padre —fue la ingeniosa respuesta de Marisia.

—Y yo tampoco, padre —dijo Denise como un eco.

—Pues reflexionando bien —afirmó el padre Lorenzo en tono bondadoso—, tampoco puedo reprocharos eso. En verdad, me han contado que los buenos padres del seminario de San Tadeo se inclinan a la parsimonia, y por eso os recibirán con más agrado cuando se enteren de que sois tan solícitas en el cuidado de vuestras prendas de vestir a fin de prolongar su vida.

Otra vez cínicamente, de haber poseído yo las facultades de un ventrílocuo, quizá habría informado a estas encantadoras vírgenes que, a juzgar por lo que sabía de San Tadeo, los piadosos padres las habrían recibido con mayor agrado aún si no se ponían prenda alguna; y con seguridad, una vez que se les hubiera inculcado el régimen que prevalecía en el seminario, dudaba yo mucho de que alguna vez se les llegara a permitir que usaran algún vestido, ya que, cuantas menos ropas cubrieran sus encantadoras formas, más sencilla y rápida sería la oportunidad de enseñarles todo lo que necesitarían saber acerca de los rudimentos de la unión carnal.

Pero ahora sentí el deseo de ver cómo aprovecharía el padre Lorenzo el excitante espectáculo que seguramente sorprendió, espectáculo que detalló diciendo:

—De todas maneras, hijas mías, al menos podríais haber conservado las camisas. Pero el que estéis acostadas sin tener puestos más que los calzones y las medias, y el que os abracéis mirándoos una a la otra con los brazos en torno a la cintura, podría muy bien ser interpretado equivocadamente por un guardián menos confiado que yo. ¿Fuiste tú, Marisia, la que sugirió a Denise que las dos se quitaran las camisas?

—Pues no, padre, sino que ocurrió de una manera natural. Antes de darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, ya estábamos en la cama hablando del señorito Jean, el querido hermano de Denise. Oh, padre, ¿ayudaréis a Denise a encontrarlo?

—Por supuesto que en este momento, no.

Oí una tos discreta y luego escuché algo más que me hizo darme cuenta de que no había por qué temer que el buen padre dejara de aprovechar una situación cuando se presentaba de un modo tan sorprendente. Fue, querido lector, el astuto girar de la llave en la cerradura, lo cual significaba que el sacerdote deseaba estar a solas con las dos muchachas sin que nadie se entrometiera en los siguientes momentos.

—Bueno, para que no os sintáis turbadas por mi aparición con esta severa sotana negra, me la quitaré también a fin de demostraros cuán indulgente soy para con la virtud de la compasión y las satisfacciones de la vida con que otros, más afortunados, os colman —dijo.

Una vez más me sentí zarandeada de acá para allá en mí medallón de metal. Comprendí muy bien lo que se proponía: Ne estaba quitando la sotana y aparecería ante estas vírgenes como hombre, no como sacerdote. Si hubiera escogido la profesión de leyes, el padre Lorenzo habría podido ser un juez, sentado en el tribunal, pues su compasión era de las que se siente por la mujer indigente y desvalida, y lo habría llevado a las puertas mismas de la cárcel de Newgate para pedir al alguacil que detuviera el látigo antes de que pudiera caer sobre las blancas nalgas de las prostitutas condenadas. Y si no me equivoco, habría llamado a cada una de las pobres pelanduscas, habría paliado su mortificación por verse obligadas a desnudar sus partes más íntimas, y luego, habiendo dispersado a la multitud de ansiosos espectadores, las habría consolado a su viril manera.

—Ahora sí, hijas mías, todos podemos estar más a nuestras anchas —siguió diciendo con tono insinuante en la voz—. Con tu permiso, Marisia, y también con el tuyo, querida Denise, compartiré vuestras confidencias y pensamientos más íntimos. Pues sé muy bien que ahora, al borde de este viaje a través de la tormentosa inmensidad del mar, podéis sentir miedo de llegar a una tierra extraña. Podéis creer que no habrá allí amigos para recibiros, y así, entiendo esto, empiezo a comprender por qué las dos buscasteis compañía la una en la otra. Fue algo muy parecido a dos inocentes niños de pecho que se abrazan aterrorizados por los elementos, buscando calor y consuelo mutuamente. ¡Ah, qué felices virtudes cristianas están naciendo dentro de vosotras, hijas mías!

Con estas palabras, oí un nuevo rechinido de la cama, el cual me reveló que el padre Lorenzo se había sentado junto a las dos encantadoras muchachas. Era una lástima que no pudiera yo verlo, pues de seguro, con Marisia y Denise acostadas allí, a su lado, desnudas del cuello a la cintura, su picha debe haberse encontrado en un estado feroz. Y debido a que ya había afirmado que la virginidad era un don que le había confiado su nueva orden, y que no podía revocarse hasta que estas pupilas hubiesen entrado bajo los techos protectores de San Tadeo, sentía yo una gran curiosidad por saber cómo se proponía aplacar sus grandes ansias (así como su grande y larga picha).

—Así pues, queridas niñas —oí que exclamaba al crujir de nuevo la cama para sugerir que se estaba acomodando en ella—, dejadme tomar vuestras manos a fin de que pueda tenderme entre las dos como un baluarte de buena fe y amistad para calmar vuestros temores y disipar vuestra timidez. Sé muy bien que el viaje parece tormentoso entre esas olas tempestuosas y bajo el oscuro cielo. Pero el sol brillará mañana tan seguro como que soy el padre Lorenzo, y las olas se mecerán con la suave brisa que traéis de la hermosa Francia. Considero que esto es cierto porque durante mis vacaciones en esa memorable aldea donde conocí a Marisia, no encontré en ningún lado hostilidad ni tormentas. Y ahora, hijas mías, confesadlo, ¿no os sentís más a vuestras anchas teniéndome entre vosotras?

Denise soltó una risita.

—Esto hace que me acuerde un poco de Jean cuando estaba en la casa con nosotras —dijo.

—¿Por qué, hija mía?

—Porque siempre me estaba pidiendo que le dejara verme los tetons[29].

—¿Los senos? No se lo puedo reprochar. ¡Qué adorablemente firmes y sedosos son a la vista y al tacto! En verdad, se diría que eres varios años mayor de los años que tienes, hija mía. Tu carne es firme y, sin embargo, juvenil, con la naciente promesa de la madurez. Ésta es la combinación que hace arder la sangre del bribón más experimentado, y a eso se debe que me parezca bien haberte rescatado, junto con tu hermana, de las manos de ese miserable alcahuete. Una belleza como la tuya debe ser apreciada por quienes son sabios y pacientes, además de fuertes, mi encantadora Denise.

—Oh, padre —exclamó Denise, riéndose de nuevo—, ahora hacéis que me sonroje aún más que cuando me hablaba Jean.

—¿Y por qué será, hija mía?

—Porque sois un hombre hecho y derecho, padre, y porque alcanzo a ver que vuestro bite es mucho más grande que el de Jean, aun cuando esté todavía oculto por vuestras ropas.

Para ser virgen, era, en verdad, muy atrevida: una virgen sabia, en verdad. Sin embargo, con instinto infalible, yo podía haber previsto que el padre Lorenzo aprobaría esa frescura; de porte y temperamento enérgicos, era, ante todo, un sacerdote al que le gustaban las mozas agresivas. Se necesitaban menos sermones y se perdía menos tiempo para trabar batalla con una que no sonreía afectadamente, ni se movía sin cesar en el asiento, ni se volvía a otro lado para pedir que le tradujeran cada palabra. Con muchachas como Louisette y Denise, al igual que con Georgette, y más atrás aún, con la viuda Bernard y el ama de llaves Desirée, el padre Lorenzo estaba seguro de que podría demostrar mejor su ardor y su potencia; no necesitaba perder su fuerza o su tiempo seduciéndolas en la cama, ya que las mujeres de esta especie ansiaban ser poseídas y zarandeadas de lo lindo aun cuando no lo dijeran claramente.

—Entonces, ¿ya estáis mejor dispuestas a tenerme confianza, hijas mías? —preguntó el viril clérigo inglés.

—Oh, sí, padre —dijo Denise. Y Marisia, para no quedarse atrás, agregó:

—Sois el único en el que confiaré jamás, padre, ahora que me he separado de mi querida Tante Laurette.

—Me alegro de saber que las dos, como muchachas inocentes que sois, os habéis hecho amigas. Pero dime, Marisia querida, ¿no te habló Denise de los hábitos de su hermano Jean?

Entonces le tocó a Marisia reírse y murmurar, en voz tan baja que casi no la pude oír:

—Oh, sí, padre, me contó muchísimas cosas que les hacía a ella y a Louisette porque las quería mucho.

—¡Chismosa! —exclamó Denise.

—No lo es, querida niña, y no reprendas a mi pupila, pues ya he oído algo de esa historia íntima, como recordarás. Cuando estuve contigo y con tu hermana, querida Denise, ¿no me dijiste que Jean tenía el hábito de acariciarte las partes más delicadas y secretas, aunque, naturalmente, sin cometer el pecado original?

—Sí, supongo que es cierto. Pero, de todos modos, Marisia no debería contaros lo que le revelé en confianza, padre —repuso Denise.

—Vamos, vamos, hija mía, no te muestres celosa ni esperes tener preferencia, pues ése no es un buen presagio para nuestra futura armonía en San Tadeo —advirtió el padre Lorenzo—. Pero a ti, Marisia, te pido, en nombre de tu redención, que me digas en verdad si le mencionaste a Denise, que ahora es tu querida amiga, los juegos a que te entregaste a veces con tu Tante Laurette.

Se escuchó de nuevo una risita, la cual parecía dar a entender que la traviesa criatura en cuyo medallón me encontraba tristemente aprisionada, había hecho precisamente eso, e incluso poniéndole muchos adornos.

—Pues bien, no puedo decir que no preví que harías semejantes revelaciones —dijo el padre Lorenzo—, pero, en verdad, espero que no te hayas jactado de tus poderes de seducción, pues ésa sería una inmoralidad, Marisia.

—Oh, no, padre, sólo le conté a Denise que Laurette y yo jugábamos con el becque de monsieur Villiers para que se le endureciera a fin de que pudiera poseer a Laurette, que es mi tía.

Por supuesto, Marisia usó la palabra francesa baiser[30] para describir distintivamente la manera en que se forma la bestia de dos espaldas. El padre Lorenzo suspiró otra vez y protestó:

—Tendré que daros a las dos algunas lecciones especiales de nuestro idioma inglés cuando lleguéis al santo seminario de San Tadeo, hijas mías. Aunque es cierto que la lengua francesa tiene la admirable cualidad de contar con una palabra para cada matiz de lo que se quiere decir, también es cierto que nuestra buena y ruda lengua anglosajona contiene expresiones que, por su poder, vigor y claridad de imagen, no pueden ser superadas aun cuando hablarais todas las lenguas de Babel. Pero ¿qué es esto… es tu mano la que está sobre mí, Marisia?

Ya para entonces había aprendido yo a reconocer la risita de la muchacha, querido lector, así que pude identificar a Marisia como la culpable. Sí, era en verdad su mano, y el padre Lorenzo no me dejó la menor duda por lo que toca al lugar en que la había puesto la moza, pues enseguida agregó:

—¡Hija mía, vas a hacer que Denise se desmaye y me crea un libidinoso, acariciándome así! ¿Sabes qué es lo que has sacado de mis calzones?

—Oh, sé muy bien lo que es, si ella no lo sabe, padre —intervino Denise tan jactanciosamente que sentí deseos de morderla, hasta que recordé que no me encontraba en situación de morder a nadie. Mon Dieu, es tan grande otra vez como…— y se detuvo, confundida.

—¿Como qué? ¿Qué es lo que ibas a decir, hija mía? —inquirió severamente el sacerdote.

—Oh, padre, preferiría no decirlo, por favor.

—Te prohibiré que vuelvas a tener intimidades con mi pupila Marisia si no me confiesas la verdad —advirtió el padre Lorenzo.

—Pero, padre, si os digo la verdad, habré incurrido en otro pecado.

—Te absuelvo de antemano. ¡Y ahora, habla, muchacha obstinada!

—Pues bien, padre —musitó Denise, vacilante—, después de que me ordenasteis venir a esta habitación a visitar a Marisia, tuve necesidad del pañuelo porque iba a estornudar. Entonces, recordé que lo había dejado en el cuarto que habíais tomado para Louisette y para mí, así que regresé, abrí la puerta y me asomé, pero…

—Entiendo lo que quieres decir —la interrumpió apresuradamente el padre Lorenzo—. Hay un premio para la veracidad, en este mundo y en el otro. Y como así son las cosas, y como no mostraré ninguna preferencia ni toleraré que haya celos entre vosotras, ven, Denise, pon también tu mano en mi bite, como lo llamas, junto con la delicada mano de Marisia, y luego inclínate sobre mí y besaos una a la otra en señal de futura hermandad, pues seréis hermanas a partir de este día e incluso en la nueva vida que os espera en el seminario.

Entonces crujió ruidosamente la cama, y pude ver en la imaginación que las dos encantadoras mozas, una a cada lado del buen padre, se inclinaban por encima de su postrado cuerpo para fundir sus labios en un dulce beso de inocente y platónica fraternidad, al mismo tiempo que cada una de ellas sostenía la mano sobre la enorme picha. Me divertí preguntándome, a pesar de lo mucho que hablaba de no mostrar ninguna preferencia, a cual de las dos hermanas ansiaba más poseer el padre Lorenzo, y si, después de tan accidental encuentro y tan breve amistad, no anhelaba más poseer a cualquiera de las dos que a su encantadora pupila Marisia, que no tenía a ningún otro pariente en el mundo.

—¡C’est magnifique! —ronroneó Denise, pero en ese momento no pensé que estuviera hablando del beso de Marisia. Y no hablaba de él. El padre Lorenzo, una vez más, me ayudó a comprender lo que ocurría:

—Suave, suavemente, hijas mías, ¡o me despellejaréis la punta! ¿Fue así como trabajaste con tu hermano Jean? No me admira que se haya sentido feliz de irse con los piratas, pues se dice que al bey de Argel le gustan las caricias de los jóvenes castrati casi tanto como las de las vírgenes.

—No siempre, padre —replicó desvergonzadamente Denise—, pero Jean se excitaba muchísimo cada vez que yo o Louisette lo tocábamos ahí. No podía retener mucho tiempo su jugo una vez que le ponía los dedos encima. ¡Creo que le gustaba yo más que Louisette!

—Calla, hija mia. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, y constituye uno de los siete pecados mortales. El destino de tu hermano Jean es el de estar lejos de vosotras dos, pero mediante vuestra diligencia, humildad y obediencia es posible que vuelva a vuestro lado. Cuando llegue ese día dichoso, Denise, apreciarás mejor sus cualidades viriles, y deberás complacerlo amorosamente, cual debe hacerlo una muchacha con su hermano cuando éste ha pasado tan grandes tribulaciones. Así que, si repites estos amables juegos, cuidando siempre de no cometer el crimen del incesto, debes aprender a tocarlo con más suavidad. Desliza suavemente sobre mis cojones, hija mía, la punta de tu dedo índice. Tú también, Marisia, sigue el ejemplo de Denise por el otro lado. ¡Os garantizo que hay espacio para las dos!

En verdad, podía yo haber agregado que había suficiente espacio también para Louisette si no se hubiera encontrado en la habitación contigua.

Siguió una verdadera sinfonía de suspiros, jadeos y risitas, gemidos apagados y, sobre todo, interminables crujidos de la resistente cama que, sin duda, había dado apoyo horizontal a más de una pareja de enamorados (o a un trío o un cuarteto, por lo que sé) desde que se construyó esta digna posada. Pero de una cosa estuve segura durante todo este concierto onomatopéyico: que el padre Lorenzo poseía, sin duda, mayor dominio de sí mismo que el joven Jean. Por supuesto, esta observación se vio confirmada por las palabras de la gentil Marisia, que un poco después exclamó:

—¡Oh, padre, los labios se estremecen, pero no sale el luego! ¡Es casi lo mismo que con monsieur Villiers!

—Marisia, me haces una gran injusticia comparándome con el recuerdo de ese digno y viejo protector que ahora reposa eternamente —protestó el padre Lorenzo—. De seguro tu experiencia con Laurette en la cama debe haberte mostrado la diferencia. Tus dedos se afanaban hasta que se entumecían de tanto frotar, pero si no le salía el jugo se debía a que era un anciano gastado y seco, para quien los placeres carnales no tenían ya ningún propósito. En cambio, yo, todavía en la flor de mi fuerza y vigor, tengo verdaderos océanos de jugo, pero conozco el secreto de retenerlos hasta que llega el momento del verdadero placer.

—¿Queréis que lo haga con la boca, como hice también con el bite de m’sieu Villiers? —preguntó ingenuamente Marisia.

—Hazlo, hija mía, y prepárate para lo que venga, pues estoy en el momento de dejar que se abran las compuertas. ¡Ah, Denise, tus dedos son ahora más suaves, estás aprendiendo la lección! Con un contacto levísimo, de manera que la punta de tu dedo apenas roce la tensa piel de mis cojones y de la punta de mi miembro… ¡aaah, así, así, hija mía! —suspiró el sacerdote.

Oí entonces un suave y húmedo beso, sin duda el dulce ósculo de los labios de Marisia, y luego escuché que el padre Lorenzo gritaba:

—Ah, Denise, no gozas lo que te corresponde, pero ya te llegará el turno. Complace a mi buena pupila, que me está conduciendo al paraíso terrenal, metiéndole el blando dedo en el pequeño orificio y acariciándola dentro de los labios, donde es muy sensible. Luego, en cierto sentido, participarás indirectamente en el éxtasis que me da, con el cual debes conformarte hasta que llegue el momento.

—Lo estoy haciendo, padre —gimió Denise, y oí que Marisia soltaba una risita:

—Me haces cosquillas, Denise… oh, siento muchas cosquillas… ¡ohhh!

—Pero no apartes tus labios de mí; de lo contrario, cuando se abra la compuerta, la leche no tendrá un dulce receptáculo —jadeó el padre Lorenzo, y una vez más escuché el inimitable sonido de alguien que chupaba, precursor de toda buena mamada.

Para entonces, la sinfonía que se escuchaba en la habitación había llegado al crescendo. Y con quejidos, suspiros y pequeños chillidos, las dos muchachas le hicieron al padre Lorenzo lo que éste les había pedido que hicieran, y cuando por fin oí su ronco mugido y comprendí que se habían abierto las compuertas, la gorgoteante música que siguió me dio a entender que Marisia había proporcionado el dulce receptáculo tan urgentemente necesitado. Y sin embargo, incluso mientras hacía gárgaras para darle el éxtasis, oí que se mezclaba su gemido, y comprendí que el dedo de Denise le había estado frotando el botoncito y la había arrastrado hacia su propio y juvenil paraíso terrenal.

Por fin el padre Lorenzo, con tono lánguido y beatífico, exclamó:

—Hijas mías, estoy muy complacido con vuestra compatibilidad y buena disposición para compartir vuestros placeres, como buenas hermanas. Recordad que siempre estaré con vosotras para guiaros a través de las pruebas más arduas que pueda traeros la suerte antes que vuestra orfandad llegue verdaderamente a su fin. Pero. Denise, veo que, después de todo, tienes en tus manos el pañuelo.

—Sí, padre. Se me olvidó que lo había puesto en otro bolsillo de mi vestido.

—Pero te estás enjugando con él la piel entre los satinados muslos, hija mía. ¿Es cierto lo que sospecho, que mientras dabas solaz a Marisia te solazaste también contigo misma ayudada por tu tierna y blanca mano?

—Es cierto, padre. No pude remediarlo. Viendo que Marisia se retorcía tanto y sintiendo cómo se le endurecía el botoncito, sentí que también el mío se excitaba, y tuve que cerrar los ojos y acariciarme ahí imaginando que era Jean.

—Veo, hija mía —suspiró el padre Lorenzo—, que tendré que dedicar una tranquila hora un día de éstos, y muy pronto, a edificarte en los alegres juegos con que se nos concede el placer en esta humilde esfera. Pero ahora considero prudente que procuremos descansar, a fin de que todos estemos listos para tomar el barco a la caída de la noche.

Y una vez más se oyó que rechinaba la cama, esta vez más suavemente, lo cual indicaba que el padre Lorenzo y sus dos encantadoras pupilas se habían entregado a los brazos de Morfeo.