Si fuera éste un tratado político en vez de las memorias de un humilde insecto que ha acumulado facultades de percepción e imaginación muy superiores a las que le corresponden en el reino animal, quizá en este punto declararía que la adquisición que hizo el padre Lorenzo de las dos atractivas hermanas fue casi un coup d’etat.
Pero, en realidad, el digno clérigo inglés había, en el corto espacio de unas horas desde que puso el pie por primera vez en Calais, asegurado que se le daría una tumultuosa bienvenida y sería aceptado por sus futuros colegas de hábito en San Tadeo. A pesar de la reglas de antigüedad, no podía caber duda de que cuando se presentara a las puertas del seminario, en Londres, introduciendo benévolamente en su recinto a tres deliciosos bocados como Marisia, Denise y Louisette, incluso el sacerdote más severo y hostil del establecimiento tendría que recibirlo con el rostro resplandeciente por su buena obra de llevar como adornos de sus enclaustrados muros a tan sabrosos manjares de virginal feminidad.
Y en cuanto a mí, aunque la posibilidad sólo era hipotética (pues si no encontraba una manera de salir del maldito medallón, perecería inevitablemente), esta última proeza del buen padre me obligaría a reflexionar antes de decidir al servicio de quién pondría yo mi ingenio, mi astucia y mi arsenal de ardides para obtener la salvación. Como estaba destinada a volver a San Tadeo a no ser que ocurriera algún pequeño milagro (como la imprevista posibilidad de que se abriera el medallón de Laurette), tendría que urdir algún medio para justificar mi existencia en ese familiar cielo de la santidad, aun cuando en otra ocasión hubiera huido de sus confines y creído que nunca volvería a verlo.
Dado que resultaba evidente que necesitaba yo alguna distracción durante el tiempo que durara el viaje del buen padre de Calais a Londres, resolví monologar acerca del futuro que esperaba a las tres jóvenes gracias. Como estaba yo encantado en Francia, cuyo idioma tiene infinitos matices y hábiles tonalidades de significación, me divertí unos momentos observando que estas tres gracias no se encontrarían sin duda en situación de pedir gracia cuando Su Gracia decidiera que su apetito carnal lo había llevado al momento de dar las gracias antes de regodearse con las tres. En una palabra, querido lector, ese pequeño juego de palabras quería decir, sencillamente, que las tres vírgenes no podrían abrigar la esperanza de conservar su virginidad mucho tiempo una vez que el padre Lorenzo las hubiera llevado sanas y salvas a San Tadeo.
Una vez más, el problema era teórico, claro está. Me daba yo muy bien cuenta de que Marisia era una virgen prudente, lo cual significa que aunque se había entregado a algunos jueguitos lascivos con su querida Tante Laurette a fin de burlar los libidinosos anhelos del viejo monsieur Villiers en su deseo de deshojar la flor de Laurette, su pequeño coño no había sido aún visitado hasta las cachas por una picha masculina, y por ello su virginidad estaba aún intacta. Era virgen prima fascie[27].
Sin embargo, ni yo ni el padre Lorenzo podíamos tener todavía la certidumbre de que sus dos últimas adquisiciones (que habrían de desviarse de su proyectado viaje a Argel para descubrir que a fin de unirse otra vez a su secuestrado hermano Jean tendrían que pasar por San Tadeo y muchos colchones) eran en realidad doncellas intactas. Y después de haber llegado a todas estas conclusiones, y para divertirme aún más, me puse a hacer conjeturas sobre cuánto tiempo tardaría el buen padre en determinar su estado de pureza o de falta de ella.
Pero sucedió mucho más pronto de lo que había esperado.
El lector debe recordar que todavía eran las primeras horas del último día que pasaría el padre Lorenzo en la bella Francia. Y habiéndolo observado —además de haberlo oído ahora que no podía verlo— en sus diligencias, no podía sorprenderme ninguna de sus proezas. Es cierto que todavía me faltaba oírlo predicar un sermón desde el púlpito. Por otra parte, me había familiarizado con sus homilías cuando el púlpito era un catre o un camastro ocupado por una moza coqueta.
En todo caso, con una muchacha colgada de cada uno de sus brazos, regresó, por la misma calle hasta la posada, donde la hija del dueño había oído ya por lo menos uno de esos sermones íntimos. En el camino, con dulzura disipó sus medrosas dudas acerca de si cuando cruzaran el Canal no se estarían alejando geográficamente de su secuestrado hermano y si no habría sido preferible que se hubieran embarcado clandestinamente en una nave que se dirigiera a Gibraltar.
—Hijas mías —les aseguró el sacerdote—, lo que acabo de decir a ese villano es el Evangelio. En San Tadeo, tenemos (y digo que «tenemos» porque, aunque se me acaba de asignar a esa orden, ya he oído los más elogiosos informes sobre sus obras pías) un lema que dice que vale la pena sacrificarse por lo que vale la pena conseguir.
—Oh, padre —replicó Louisette con voz clara y dulce—, mi hermana y yo estamos dispuestas a hacer cualquier sacrificio con tal de que podamos encontrar a nuestro querido hermano y volver con él a nuestra granja de Beaulieu.
—Es muy cierto —agregó Denise con su voz provocativamente ronca—, no hay nada que Louisette y yo no estemos dispuestas a hacer por ver a Jean una vez más.
Si yo hubiera tenido la facultad del ventriloquismo, tal vez en este punto, irreverentemente, habría intercalado el comentario cínico de que era muy probable que se vieran en la necesidad de sacrificar cuanto tenían, una vez dentro de los muros de San Tadeo, y que después necesitarían la paciencia y fortaleza de un santo si esperaban que dejándose poseer condescendientemente verían otra vez la cara de su perdido hermano. Por el contrario, era muy probable que vieran las caras de doce o más sacerdotes lúbricos y vigorosos, empeñados en confortar sus penas mediante el espectáculo de una picha turgente y palpitante en vez del rostro de su adorado hermano.
—Sólo un hombre de piedra —observó el padre Lorenzo— podría hacerse el sordo ante tan fervientes súplicas. Pero ya hemos llegado a la humilde posada que ocuparemos mi pupila y yo hasta esta noche. Nuestro buen posadero, y de ello estoy seguro, nos dará una habitación separada a fin de que podáis estar juntas. Por supuesto, os acompañaré para cerciorarme de que quedáis instaladas apropiada y hospitalariamente, y luego deseo oír vuestras confesiones, como ya he dicho.
—¡Oh, padre! —murmuró Denise—. Os puedo jurar que Louisette y yo hemos sido buenas desde que salimos de Beaulieu para buscar al pobre de Jean.
—Ya lo veremos, hija mía. La bondad no es sólo un estado de la carne, sino una condición del espíritu que domina el débil y frágil cuerpo en que se aloja. Además, si lo que sospecho es verdad, ambas sois aún demasiados inocentes y jóvenes para saber lo que es realmente el pecado, por lo que considero imperioso que os prevenga contra sus peligros, hijas mías.
Entonces apareció el posadero, obsequioso como siempre, y el padre Lorenzo le pidió sin rodeos un cuarto para sus dos nuevas protegidas, diciendo con voz altiva:
—Agregaréis esto a mi cuenta, mi buen posadero. Y dentro de una hora, ordenad a vuestra encantadora hija que traiga a estas pobres niñas abandonadas un cuenco de nutritiva sopa, un poco de pan y un buen queso a fin de fortalecerlas para el viaje a través del Canal.
—Se hará exactamente como lo deseáis. Vuestra Gracia —exclamó el posadero. Oí que entraba en el cuarto de atrás y llamaba en voz alta a la zorra de su hija. Pero no tuve la oportunidad de escuchar la conversación que sostuvieron, pues el padre Lorenzo estaba instando ya a Denise y a Louisette a subir la escalera para ir a su nuevo alojamiento.
—Más tarde, después de que os hayáis confesado, hijas mías, y una vez que hayáis tomado algún alimento y dormido un poco para descansar —les dijo—, os presentaré a mi joven pupila Marisia que, al igual que vosotras, vio la primera luz en esta bella tierra de la flor de lis. Os suplico que las tres seáis compañeras inseparables y así os deis alegría, y al mismo tiempo, vosotras dos, Denise y Louisette, adquiráis la humildad y docilidad que se exigirá de vosotras antes de que podáis abrigar la esperanza de ver a vuestro hermano Jean liberado del rapaz bey de Argel. Ah, un cuarto muy bonito y grande, con vista al puerto. Es una lástima que haya empezado a llover de nuevo y que el cielo esté encapotado, pero recordad, hijas mías, en el momento de mayor adversidad cuando todo se ve sombrío, que seguramente el sol volverá a bañarnos con sus tibios y benéficos rayos.
Entonces procedió el padre Lorenzo a preguntar a las dos hermanas si habían informado ya a sus seres queridos a dónde pensaban dirigirse.
—¡Oh, no! —replicó Denise al momento.
—Pero no hay que ser egoísta, querida niña —dijo el padre Lorenzo en tono de reproche—, pues vuestra madre se apenará y pensará que habéis muerto, dado que ignora la valerosa razón que os ha inducido a huir de vuestro hogar.
—Tiene razón, Denise —intervino, pensativa, Louisette, y la encantadora Denise dijo un tanto enfurruñada:
—Pues fue a ti a la que se le ocurrió la idea, y mamá estaba en el campo, y no tuvimos tiempo de contarle nada porque teníamos que irnos en la carreta con Guillaume.
—¿Y quién es ese Guillaume, querida niña? —inquirió el padre Lorenzo.
—Es el hijo del labrador que vive en la casa contigua, padre —respondió Denise—. Sólo tiene dos años más que nosotras, pero es muy tímido. En realidad, fue Louisette la que tuvo que convencerlo de que era muy importante que fuéramos a Calais. Y además, era un buen amigo de nuestro hermano y quería que regresara. Por eso aceptó ayudarnos a huir.
—Pero si, como dices, hija mía, ese Guillaume es tímido en la presencia de las demoiselles como vosotras, ¿cómo es que pudisteis inducirlo a que os ayudará?
Oí la risita de Louisette, y luego Denise dijo con cierta petulancia:
—¡Debería darte vergüenza, mala hermana!
Y después de eso, Louisette replicó, indignada:
—¡No te pedí tu opinión, Denise!
—Tate, tate, hijas mías, discutiendo de esta manera fue como Caín y Abel hicieron historia. Además, creo que es hora de confesaros. Y puesto que eres la mayor cronológicamente, Louisette, empezaré contigo. Denise, si bajas dos puertas por el corredor y llamas tres veces en la tercera, encontrarás a mi pupila Marisia. Dile que irás con ella a San Tadeo y que es mi deseo que os conozcáis. Cuando llegue la hora de que te confieses, hija mía, enviaré a tu hermana para que te llame.
—Oui, mon pére…
Oí entonces que la puerta se abría y volvía a cerrarse, y comprendí que el padre Lorenzo se había quedado con Louisette.
—Y ahora, hija mía —dijo el sacerdote con voz cariñosa—, debes decirme lo que tenga yo que saber acerca de ese Guillaume. ¿No ves, hija mía, que en más de un tribunal se le acusaría de ser tu cómplice voluntario si lo que habéis hecho vil contra los principios de la decencia?
—Únicamente le dije, padre, que Denise y yo íbamos a salir de viaje. Además, le pedí que esperara hasta el anochecer y entonces le dijera a mamá por qué habíamos hecho lo que hicimos.
—Comprendo. Eso mitiga un poco tu irreflexión. Bueno, y ahora, entendido ya que tu madre no está aterrorizada pensando que habéis tenido un mal fin, ¿cómo es que conseguiste convencer a ese joven de que os ayudara a dejar a vuestra querida madre?
—Le… le dije que le permitiría que me besara cuando llegáramos a Calais, padre —tartamudeo Louisette.
—¿Y cumpliste esa promesa, hija mía?
—S-sí, padre. Y no una, sino varias veces. Pero le permití que lo hiciera porque es muy bien parecido y, a pesar de ello, se sonroja como una muchacha cada vez que está en presencia de una mujer. Quise dejar que se sintiera como un hombre, así que le di más de lo prometido.
—Bueno, aunque fue un pecado sin importancia, seguramente no tuvo un móvil malo, sino más bien la compasión. Lo recordaré cuando llegue el momento de darte la penitencia, hija mía. Prosigue.
—Pero… pero no hay más que contar, padre. Nos deseó un feliz viaje y me dijo que le comunicara sus mejores deseos a Jean cuando lo viera. Y luego regresó a Beaulieu.
—Antes de esa vez, ¿habías dejado que Guillaume te besara, hija mía?
¡Qué buen fiscal habría sido el padre Lorenzo si hubiera dedicado su talento a la retórica y la persuasiva de esa profesión! Pero era evidente su tacto. Suave y astutamente, como un guia que lo lleva a uno de la manga en una ciudad desconocida y lo conduce a donde le place sin que se dé uno cuenta de que tiene sus razones para seguir el camino que toma, el padre Lorenzo estaba determinando el grado de pureza de Louisette, ¡o su falta de pureza, por supuesto!
—N-no, en realidad, no, padre —tartamudeó Louisette.
—Hija mía —dijo él con tono grave—, ahora me ves vestido con la negra sotana de la Santa Madre Iglesia. Como penitente, has venido al confesionario, y por la salvación de tu alma inmortal debes decir la verdad, sin que te dé vergüenza (pues hay vergüenza, y engaño, y ocultación, ya que la expiación sólo se concede a aquellos que han pecado y, a pesar de todo, tienen el valor de confesarlo), así que no debes disimular conmigo. ¿Fue ésa la primera vez en que tú y él os besasteis, hija mía?
Hubo una breve pausa, y luego, con voz tan débil que apenas la pude distinguir, Louisette repuso con un suspiro:
—No, padre.
—Así es mejor, hija mía. Ya has dado el primer paso para apartarte de la perdición. Entonces, ¿desde cuando ese pillastre de Guillaume y tú se han estado besando y suspirando, como dos tórtolos que juegan a aparearse aunque todavía no estén en edad de hacerlo?
—Desde… hace un año, padre. Pero no fue un pecado, pues yo esperaba que se desposaría conmigo. Quería casarme con él, tal vez en otro año. Y aunque es tímido, padre, me gusta porque no coquetea con otras muchachas ni trata de pellizcarlas, como hace Michel Devriet, que es gordo y estúpido, y siempre huele mal, huele a establo.
—Admiro tu franqueza, hija mía. Pero ¿en todo este tiempo no has pasado de un beso casto?
—To-todavía soy doncella, padre.
—Eso no es lo que te pregunté, querida niña —dijo el padre Lorenzo con acento de reprobación—. Recuerda, que todavía no has acabado de confesarte. ¡La verdad, hija mía!
En ese momento creí que era la reencarnación misma del famoso Torquemada, ese funesto personaje de la Santa Inquisición, ante cuyos terribles poderes, acusaciones y persuasión ningún hereje podía mantenerse sin sucumbir. Su voz tenía un timbre de grandilocuencia, y Louisette debe haber quedado muy impresionada, pues contestó con la voz temblorosa:
—¡Juro que no jugamos a ser marido y mujer, padre!
—Entonces, ¿eres virgen?
—Oh, sí, padre.
—Y si lo que me acabas de decir es la verdad, Louisette, no habrá nada malo en que me cuentes el resto. ¿A que juegos os entregabais tú y Guillaume durante ese año pasado de vuestras relaciones, por decirlo así?
—Pues, padre…, a veces me besaba el cuello y el brazo desnudo, y a veces, cuando se sentía atrevido, y no se sonrojaba, me ponía la mano en la rodilla.
—¿Debajo de la falda o encima de ella, hija mía?
Se hizo una breve pausa, y luego, tartamudeando, se escuchó la respuesta:
—De-debajo, padre, pero sólo un momento, y sin llegar a mis culottes. (Esto, querido lector, significaba que la mano de Guillaume no le había llegado al minino, que la hermosa niña conservaba escudado en su estado virginal con un par de calzones hechos, sin duda, de algodón corriente, pues sólo las clamas elegantes, y no la prole de los campesinos, tienen con qué comprar ropa interior de seda).
—Aplaudo tu sinceridad, hija mía. Y ahora, permíteme hablar aún más francamente, y debes hacer lo mismo. ¿Guillaume y tú vieron alguna vez el apareamiento de las bestias en el campo?
—Oh, sí, padre, muchas veces. Su papá tiene un toro que se llama Hércules, y mi mamá tiene a Daisy, nuestra única vaca. Y el mes de noviembre pasado, el papá de Guillaume llevó a Hércules al pesebre de Daisy. Él y mamá no me vieron, así que pude contemplar todo lo que sucedió. ¡Fue escandaloso!
—Oh, hija mía, lo que acabas de decir hace que me estremezca al pensar que has descubierto la gazmoñería a tan tierna edad. Ahora, dime, y debes responder la verdad: cuando viste ese apareamiento, ¿puedes decir con toda sinceridad que no deseaste que Guillaume intentara lo mismo contigo? ¿Sabes cómo hacen marido y mujer para unirse en sagrado matrimonio, hija mía?
—Claro que sí, padre —repuso la niña casi maravillada, como sí le pareciera increíble que el clérigo inglés no la considerara lo bastante madura para comprender lo que era la cópula.
—¿Y me das tu palabra de honor de que Guillaume y tú nunca repitieron lo que sucedió entre Hércules y Daisy? —siguió preguntando, implacable, el sacerdote.
—¡Oh, nunca, padre! —suspiró la encantadora Louisette.
—Me inclino a creer tu palabra, hija mía. Pero necesito más pruebas. Mira, en el seminario de San Tadeo hay hombres santos y diligentes que, de seguro, no serán tan indulgentes con una moza, como lo soy yo contigo.
—¿Qué prueba queréis, padre?
—Pues, para comenzar, harás la cuenta de que yo soy ese Guillaume y me enseñarás hasta dónde le permitiste que subiera su pecadora mano por tus hermosas piernas. Para darle mayor verosimilitud, me quitaré la sotana a fin de parecerme más al tal Guillaume, aunque debo reconocer que soy más viejo que él. Vamos, ya está. Ahora, con objeto de que tengamos la reproducción exacta de la escena que representasteis los dos, dime esto: ¿estabais los dos sentados o acostados en el suelo o en un lecho de paja, en el granero?
—Pues a veces de las dos maneras, padre.
—Oh, niña mía, entonces, ¿esto sucedió más de una vez?
—Claro que sí, padre. Después de todo. Guillaume se habría de desposar conmigo. Y en Beaulieu hay otras muchachas muy bonitas que me lo robarían si pudieran y le darían aún más de lo que yo le di, así que no pensé que hubiera nada malo en retenerlo mediante recursos tan inocentes.
Aquí advertí que la encantadora Louisette era, a su manera, tan decidida y astuta como el buen padre Lorenzo, y la aplaudí en silencio. Por lo menos, esta discusión servía para no hacerme pensar en lo irremediable de mi encarcelamiento, y era una especie de estimulante mental que agradecí mucho.
—Pero entonces, niña, imaginaremos uno u otro de los lugares de que has hablado para representar vuestras travesuras. Por comodidad, usemos esta buena cama, que es resistente y ancha, para imitar el lecho de paja del granero. Súbete en ella y tiéndete como te tendiste cuando Guillaume hizo lo que hizo.
Un momento después oí que crujía la cama, cuando la encantadora criatura se subió y se acomodó en ella. Luego escuché que decía:
—Así estaba yo la víspera del martes de carnaval, padre.
—Ahora debes enseñarme cómo se portó Guillaume y en qué posición se encontraba cuando metió la mano debajo de tu falda, hija mía —dijo el padre Lorenzo, y escuché que la cama crujía más ruidosamente con su gran peso y vigor, y también él se acomodó en ella. Yo me encontraba en el bolsillo de la sotana, pero, evidentemente, no muy lejos del lecho, pues pude distinguir claramente todo lo que sucedía.
—Fue… fue así, padre. Él se tendió sobre el costado izquierdo, y yo de espaldas, y me miró el rostro, sonrojándose como una muchacha tímida. Entonces le dije que si de verdad me amaba, no se contentaría con mirarme, sino que encontraría el modo de lisonjearme si le parecía bonita.
—¿Así que, entonces, fuiste tú la tentadora y no él el seductor?
—No, no —repuso ingenuamente la niña—. No hice nada pura sugerirle como podía complacerme. De él dependía hacerlo o no.
¡El padre Lorenzo había encontrado la horma de su zapato en Louisette! La casuística de la muchacha era tan hábil como la del hereje más diestro de la Cristiandad que se encontrara defendiendo su vida ante un tribunal, ya que la perdería si no era capaz de evitar los ingeniosos lazos que le tendía el grupo de inquisidores. Agucé los oídos a fin de no perder una sola palabra de esta interesante conversación.
—Bien, dejaremos eso por el momento —dijo el sacerdote, y me pareció advertir cierta torpeza y enronquecimiento en su voz. Y también se escuchó otro crujido de la cama, el cual sugirió que el padre Lorenzo se había acercado más a la encantadora Louisette—. Ahora, enséñame exactamente lo que sucedió enseguida, en la ocasión de que hablas, hija mía.
—Pues veréis, padre. Le tomé la mano, que le temblaba y me acerqué un poco más a él al mismo tiempo que le llevaba la mano hacia mi pierna, hasta que las puntas de sus dedos me tocaron el tobillo. Y entonces levanté los ojos y lo miré, y le dije que era muy agradable ser tocada por mi futuro prometido.
—Vaya —respondió pensativamente el padre Lorenzo—, no puede negarse que hay cierta verdad en esa máxima, aunque de ella pueden surgir ramificaciones más peligrosas que quizá nunca hayas intentado. Pero continúa, y no omitas ningún detalle del incidente, ya que te va en ello la salvación, hija mía.
—Pues bien, padre —siguió diciendo Louisette con su dulce voz—, sus dedos parecieron apartarse como sí temiera que se le quemaran. Pero cuando le dije que no me había ofendido, no tardó en volver a poner la mano en el mismo sitio, y esta vez apoyó los dedos firmemente en la pantorrilla. Le besé la punta de la nariz y me reí, y le dije que lo quería mucho y que era muy agradable sentir que me tocaban de esa manera sus dedos. Al oír esto, me besó en la boca y, sin duda en su excitación, padre, su mano pareció subir un poco. Antes de que me diera yo cuenta de cuál era su destino, la había metido debajo de la falda y sobre mi muslo desnudo, hasta llegar a los culottes. Entonces le tomé la mano por encima de la falda y le dije que no era correcto que se portara de manera tan atrevida, por lo menos hasta que estuviéramos debidamente desposados y se hubieran corrido las amonestaciones en el púlpito.
—Eso me parece que fue muy juicioso y correcto, hija mía. Pero no te detengas, pues has llegado al busilis de tu confesión. Mira, permíteme entenderte, Louisette. Tú estabas acostada así y Guillaume (al que ahora represento) estaba tendido sobre el costado. Según supongo, fue su mano derecha la que se apoyó en tu bonita pierna, ¿no es así?
—Si, padre.
—Y entonces, por lo que acabas de contarme, besaste a Guillaume en la boca cuando él ya te había puesto la mano en el tobillo, y lo hizo de esta manera, ¿no es así? Repitamos exactamente esos actos pasados a fin de que pueda yo juzgar tu audacia o ingenuidad, según sea el caso.
—Oh, padre, ¡nun-nunca debí haber sido tan atrevida que os ofendí!
—Me sentiré más ofendido si no obedeces a tu guardián, Louisette. Vamos, bésame en la boca y piensa que estoy en el lugar de Guillaume, como su sustituto.
Ante tan elocuentes instancias, muchas mujeres más maduras que la encantadora Louisette habrían acudido a lo que pedía el padre Lorenzo. Por eso no me sorprendí cuando escuché el chasquido de un beso ruidoso y largo, el cual, conociendo al padre Lorenzo como ya lo conocía yo, estoy segura de que lo prolongó y estimuló. Se oyó entonces un grito sofocado de Louisette, cuando dijo con el aliento entrecortado:
—¡Oh, padre, p-padre, Guillaume no puso la mano tan arriba, de veras que no! ¡Oh, y nunca metió los dedos dentro de mis culottes… oh, oooh, Guillaume… quiero decir, padre… no debéis hacer eso, me excita tanto que comienzo a perder la cabeza!
—¿Estas segura de que el gentil caballerito, una vez que descubrió cuán satinada y tersa es la piel de tu muslo desnudo, querida Louisette, no quiso probar con sus sensibles dedos el fruto más dulce de todos, que anida entre estas bien formadas piernas? ¿Ni una sola vez?
—Oooh, p-padre, bueno, posiblemente una vez, pero fue encima y no debajo de los culottes. Y eso sucedió el día en que me juró que verdaderamente quería casarse conmigo, la semana pasada, cuando le supliqué que nos ayudara a Denise y a mí a llegar a Calais.
—Entonces, hija mía, no has sido completamente sincera conmigo, pues al principio me dijiste que sólo mediante el expediente de algunos besos inofensivos conseguiste que Guillaume aceptara ser tu cómplice en esta irreflexiva huida. Pues bien, como penitencia, y ya que no soy en estos momentos un sacerdote, sino un hombre que está a tu lado, como lo estuvo Guillaume, tendrás que llegar a la adecuada conclusión de lo que tú misma supiste provocar. Y si no me equivoco, Louisette, Guillaume debe haberse comportado de una manera muy parecida a como me comportaré ahora. Voy a acariciarte el dulce nido de amor, como estoy seguro de que él lo hizo o, por lo menos, soñó apasionadamente hacerlo. ¡Ah, qué delicados y lindos son los labios, y cómo se estremecen y tiemblan de sensibilidad aunque mi dedo índice apenas los roza! Oh, ¿qué es esto? Siento una humedad sospechosa, como las primeras gotas del rocío en el pétalo de una rosa. Y empiezas a retorcer el gracioso trasero en la cama al sentir mi contacto, ¿no es así, Louisette? No, no trates de apartarte, pues recuerda que estamos representando sin malicia y sin sentir ninguna vergüenza lo que sucedió en la secreta entrevista entre tú y yo, que ahora soy Guillaume.
—Oooh, aahh, p-padre, p… oh, Guillaume, Guillaume, no puedo resistir lo que estás haciendo, es tan bonito, tan atormentador ohhh, ¡estás haciendo que mi pequeño con arda de deseo!
La dulce y clara voz de Louisette se había tornado ronca, como la de Denise. El padre Lorenzo le había arrancado esa confesión de debilidad carnal frotándole el blando y virgen coño.
—Ahora, hija mía —prosiguió el padre con una voz más enronquecida que nunca—, debes decirme lo que hizo Guillaume con la mano izquierda, que, según tu relato, al parecer estuvo desocupada todo el tiempo. Toma mi mano izquierda y llévala al lugar que Guillaume admiró en esa ocasión.
—¡Oh, padre, no… no me atrevo a hacerlo!
—Ten cuidado, hija mía, para que no te imponga yo una severa penitencia por tus maliciosos engaños. Haz lo que te ordeno, y no sufrirás ningún daño.
—M-muy bien, padre. Fue aquí donde puso Guillaume su mano izquierda.
—¡En tu seno! ¡Oh, qué pillo, qué bribón! ¿No ves, hija mía, que tratando de representar el papel del tonto y cándido Parsifal, lo único que hacia era satisfacer los designios del propio Lucifer? Al apiadarte de su inocencia, según te dictaba tu buen corazón, le permitiste que se tomara contigo libertades que sólo un marido debe tomarse con su amada esposa, y ello sin que corrieran las santas amonestaciones. ¡Oh, miserable, ojalá lo tuviera yo ante mí para castigarlo por su lujuria! —tronó el clérigo inglés.
Se hizo entonces un momento de silencio, roto tan sólo por los crujidos de la cama y los apagados y confusos gemidos de Louisette, de éxtasis carnal:
—¡Aaahhh! Oh, ¿dónde habéis puesto vuestro dedo, padre? Oh, Guillaume, me estás tocando el botoncito, oh, nunca antes sentí esto, oh, oh, mon amour, no te detengas, ¡voy a perder el sentido con este dulce placer!
—Sí, querida Louisette, te estoy acariciando el clítoris, y como ya he descubierto la clave misma de tus emociones más sinceras y ocultas, tu relato debe ser, también la manifestación de la verdad. Así que dime al instante, so pena de muchas penitencias: mientras la mano de Guillaume estaba sobre tu seno, ¿qué hacían tus manos?
—Pues… pues… oh, padre, no me obliguéis a decirlo.
—¡Pero tienes que decirlo! ¡La verdad, hija mía!
—Le… le estaban tocando las piernas —tartamudeó Louisette entre dos extáticos suspiros.
—Entonces, pon las manitas sobre mi persona, puesto que soy el representante de Guillaume.
—Lo hice… más o menos así, padre —volvió a tartamudear Louisette.
En ese mismo instante, cuando apenas acababa de decir esta frase, Louisette dejó escapar un apagado grito de asombro, y entonces se escucharon estas emocionadas palabras:
—Oh, padre, padre, ¿qué es lo que estoy tocando? ¡Está caliente, y es duro, y tiembla cuando lo toco!
—Eso, hija mía, es el órgano de Guillaume. Confiesa ahora que el contacto no puede ser nuevo para ti.
—¡Oh, p-padre!
—¡Tienes que contestar, pues no has acabado de confesarte! ¿Acaso quieres decirme, hija mía, que tus blandos y virginales dedos se atrevieron a tocar el miembro de ese miserable?
—¡Sí, padre, muchas veces! —fue la contestación, igualmente asombrosa, de Louisette, seguida por una risita impertinente cuando la moza se olvidó de la seriedad de la situación y recordó los idílicos momentos con su joven enamorado.
—¡Oh, eres una descarada, una Lilith, una Borgia! —exclamó él tristemente.
—Pero, padre, no me preguntasteis si lo había hecho. Lo único que me preguntasteis fue si Guillaume y yo habíamos jugado a ser marido y mujer, y eso, lo juro por mi alma y por mi virginidad, nunca lo hicimos.
¿No dije ya que esta Louisette era una digna rival de cualquier hereje audaz y hábil que se hubiera enfrentado nunca con el temido Torquemada?
—Por fin tenemos la verdad, hija mía. La rectitud ha triunfado. Pues bien, ya que estamos repitiendo la misma escena ende tú y ese astuto bribón, te ordeno que repitas exactamente, hasta donde baste tu memoria, las cosas que perpetraron juntos. Y al hacerlo me dirás qué es lo que estás haciendo a fin de que pueda yo determinar la línea entre la veracidad y el engaño. ¡Procede, hija mía!
Se escuchó otro suspiro entrecortado y luego Louisette tartamudeó:
—Me volví un poco hacia él, p-padre, y mi brazo derecho le rodeó los hombros a fin de poder besarlo más libremente, sabiendo que era tímido e impidiendo con ello que se apartara de mí. Mi otra mano se apoderó de su bite[28].
—No conozco muy bien esa palabra, hija mía. ¿Es lo mismo que becque? —preguntó el clérigo inglés con voz ronca.
—Oh, sí, p-padre, son una y la misma cosa.
—Prosigue, hija mía. La palabra que usamos en inglés es picha, o chafarote, o pizarrín, pero una doncella imaginativa, al igual que un pretendiente imaginativo, puede muy bien encontrar una nueva terminología para la fuente de su mayor placer.
—Comencé… comencé —Louisette estaba claramente turbada, sin poder olvidar del todo que este representante de Guillaume no era más que un hombre— a… a acariciarle el bite muy suavemente, para no asustarlo. Pero, al parecer, lo asusté, pues casi enseguida dejó escapar una ardiente emisión en la palma de mi mano.
—Oh, hija mía, hija mía, era la esencia vital que te confería Guillaume, una indicación verídica de las verdaderas intenciones que lo animaban hacia ti —profirió con voz vehemente el padre Lorenzo—. Puesto que no te quitó la virginidad, eso demuestra que, por lo menos, tiene algunas cualidades honrosas en su naturaleza, por lo demás poco madura. ¡Pues bien, hija mía, como sigo siendo Guillaume junto a ti, hazme lo que hiciste con el hombre cuya encarnación soy! —Y ahora, la voz apagada del sacerdote temblaba de emoción.
—Nada… nada más con dos dedos al principio, p-padre. Comencé a acariciarlo… allí —confesó Louisette con voz temblorosa que demostraba que también a ella la había afectado esta «representación».
—Ah, hija mía, si continuas así, te prometo que tendrás toda mi energía vital. O, para usar otra palabra que nos gusta mucho a los ingleses en nuestras descripciones gráficas de tales alegrías carnales, mi leche, mi simiente o mi jugo. Oh, continúa, hija mía, suave, suavemente, ¡y te demostraré que tu Guillaume tiene más resistencia de la que soñaste!
Evidentemente lo hizo, pues pasó un largo momento antes de que lo oyera lanzar un ronco mugido de indescriptible éxtasis, y durante todo este tiempo la cama estuvo rechinando suavemente, mientras Louisette, sin duda, empleaba sus delicados dedos en la poderosa picha del «representante de su enamorado».
—Ahora, hija mía, en vista de que has sido verídica conmigo, y completamente sincera, te daré la absolución y, además, te daré placer. Ven, levántate la falda para que no se te arrugue en el viaje que nos espera esta noche. ¡Ah, qué encantadores y esbeltos muslos, tan prometedores en sus redondos contornos! La exquisita musculatura, la sedosa y admirable piel que la cubre hace que mis anhelantes ojos y dedos (¡cómo estoy seguro de que le sucedió a mi juvenil encarnación!), se dirigían hacia ese secreto oasis del paraíso. ¡Ah, qué minino tan delicioso, qué coñito tan encantador y delicado, a pesar de lo cual no es muy tímido! ¡Qué suaves rizos los que lo ocultan tan pudorosamente! Pero no puedo verlos con suficiente claridad, así que quítate los culottes. Ahora, no me mires, hija mía, pues esto no es más que la repetición de lo que sucedió.
—Pero, padre —tartamudeó Louisette—, él… él no me quitó los culottes esa vez.
—¿Qué dices? ¿Acaso das a entender, mala pécora, que en alguna otra ocasión que no me has confesado aún, hizo bajar el último velo del pudor virginal?
—Así es, p-padre —fue la débil confesión de la exquisita Lilith.
—Ay de mí, niña, me has disgustado conduciéndome durante tanto tiempo por un camino falso. Pero ya corregiremos eso en otra sesión. Por el momento, hija mía, te quitaré ese velo; ten confianza en mí porque lo que hago ahora lo hago como tu confesor. Ahí tienes… ¡oh, es tal como lo percibí a través del delgado y blanco algodón! Un verdadero oasis de bienaventuranza, suave, sonrosado, delicado, ¡y qué fragante! —Siguió el chasquido de un largo y húmedo beso, y luego un frenético grito:
—¡Aiii! ¡Oh, padre, padre, nunca antes había sentido yo nada parecido!
—Es que, hija mía —respondió el padre Lorenzo—, tu Guillaume es joven y con el paso del tiempo se le ocurren nuevas ideas a la mente fecunda. Si te gusta, continuaré haciéndolo. Ahí tienes… y ahí tienes otra vez… y ahora, en el mismo botón los besos de Guillaume. Y ahora la lengua de Guillaume para rematar la buena obra para buscar los más delicados y sensibles rincones de ese dulce coño.
—¡Ahhh! ¡Oh, mon Dieu, me voy a… oh… apresúrate…, Guillaume, apresúrate, que me estás haciendo morir! ¡Aaahhh!
Entonces se escuchó un grito salvaje y prolongado de inefable éxtasis mientras Louisette entregaba su rocío de virgen a los labios y la lengua de su confesor. Y después de un largo momento, oí éste decía con voz satisfecha:
—Te has absuelto tú misma del pecado, hija mía, con tu candor. Ahora, ve al retrete a reparar los vestigios de nuestro drama en representación, y buscaré a tu hermana para saber cómo se están portando ella y mi encantadora pupila.