Capítulo V

A pesar de sus activas peregrinaciones nocturnas, el padre Lorenzo despertó de su sueño un poco después del amanecer. Lo sé porque, aunque me encontraba todavía encerrada tristemente en mi cárcel de metal, el buen padre bajó las escaleras para ir al comedor de la posada y sentarse pesadamente ante la mesa. La violenta sacudida que se produjo cuando su vigoroso trasero se puso en contacto con la silla sirvió para que yo, a mi vez, despertara. Entonces oí que golpeaba la mesa con el puño y exclamaba con voz estentórea:

—¡Hola! ¿No hay nadie por aquí? El sol refulge ya en los cielos, el viento sopla airadamente en el Canal y aquí estoy yo, solitario cura inglés, que necesita su sustento antes de abandonar vuestras hermosas playas.

Unos momentos después escuché cierto bullicio en la distancia y luego el ruido de unas pisadas que se acercaban apresuradamente, y a continuación la mansa y cortés voz del posadero:

—Perdonadme, Vuestra Gracia, pero no conocía yo vuestras costumbres. Casi todos mis clientes no se desayunan aquí.

—Entonces, no es de admirar que el viejo Napoleón perdiera su batalla más importante contra el duque de Wellington —repuso el padre Lorenzo con tono jovial—. Vamos, amigo mío, sin el primer alimento del día, el más fuerte de los mortales puede sentirse débil, se le nubla el cerebro, se le entorpece la sangre, le sale un flujo del hígado y, en una palabra, pierde ese vital entusiasmo que despierta los sentidos a las demostraciones más audaces de valor y virtud. Pero puesto que os he levantado de vuestra soñolienta cama, buen posadero, hacedme el favor de servirme. Mas antes decidme, ¿qué noticias hay del Canal?

—Las peores, según me temo. Vuestra Eminencia —dijo el interpelado, que seguía adulando al clérigo inglés—. Las aguas están siendo azotadas por el viento del nordeste, y todavía es peligroso que una nave se aparte de su atracadero.

—No importa —contestó el padre Lorenzo, de buen humor—, a condición de que se calmen los vientos y el agua a la caída de la tarde, cuando mi confiada pupila y yo nos embarcaremos con rumbo a mi tierra natal. Pero dejemos eso. ¿Qué tenéis para un hombre que se muere de hambre esta mañana?

¡Qué pillastre era este estimable padre Lorenzo! Lo prefería yo infinitamente al insidioso, taimado y gordo prelado francés del pueblecito que acabábamos de dejar. ¡Qué desvergonzado era! ¡Estaba aquí sentado, sermoneando a su posadero, cuando apenas unas horas antes se había entregado a la fornicación más licenciosa con su única hija! Pero adiviné claramente su plan: con su ruidoso y llamativo discurso se proponía desvanecer hasta la más leve sospecha que hubiera podido abrigar el posadero de que había habido una cita clandestina entre la encantadora moza que era su hija y este alegre sacerdote. Pues parecía indudable que si un hombre ordinario hubiera tenido un encuentro carnal con una moza tan sandunguera, apasionada y complaciente como esta Georgette, de seguro habría dado alguna señal de fatiga a una hora tan temprana después de la consumación de sus deseos. Evidentemente, las vacaciones del padre Lorenzo en el corazón de Provenza lo habían hecho descansar de una manera tan completa y le habían dado tan ilimitada energía que no mostraba la menor señal de esa lasitud que se ve en todos los hombres después de que sus pichas han emitido un abundante flujo en homenaje a la diosa venus.

—Mucho me temo que tendré que preparar yo mismo el desayuno —se disculpó el posadero—. Si no sois muy exigente, trataré de aplacar el hambre de Vuestra Eminencia con una tortilla, en la que mezclaré algunos trozos de jamón, acompañada por pan y, claro está, nuestro mejor vino.

—Bien, con eso bastará por el momento —dijo el padre Lorenzo—. Pero traedlo pronto, y primero que todo, el vino. Vengo de una aldea en la que la recolección de uvas me enseñó que cuando el fruto está más dulce y maduro, hay que arrancarlo de la rama.

—Vuestra Eminencia es en verdad muy sabio, y qué bien habla nuestra hermosa lengua —repuso el posadero.

—Nunca debéis creer, mi buen posadero —respondió mi carcelero con una sonora carcajada—, que porque un hombre usa la sotana de la Santa Madre Iglesia es un criatura ignorante y pesarosa que siempre está rezando rosarios y padrenuestros. Por lo que a mí toca, me las arreglo para gozar de todos los placeres que puede dar la existencia a un hombre que todavía está en plenitud de la vida, y, sin embargo, no descuido mis deberes espirituales para con aquellos feligreses que necesitan consuelo y guia. En verdad, si me quedara yo en vuestras playas, me consagraría a convertir a quienes todavía creen que el que usa la negra prenda de la sagrada orden es, sin duda, un sombrío pesimista que no gusta de cosas tales como el buen vino, la buena comida y el placer de escuchar las tímidas confesiones de mujeres nerviosas. ¡Traedme, pues, vuestro mejor vino, mi buen posadero, y tomad una copa conmigo para brindar por la honradez de los sacerdotes!

—Con el mayor de los placeres, Vuestra Gracia —exclamó el posadero, y de nuevo escuché sus pisadas cuando, indudablemente, se fue a traer la botella solicitada.

Habría sido la más exquisita de las ironías que la hija del posadero hubiese aparecido entonces en la escena para servir al invitado de su padre, el mismo hombre que la había poseído tan imperiosamente hacía apenas unas horas. Y como la adorable Georgette tenía, por lo menos, la mitad de los años que el padre Lorenzo, ordinariamente habría uno supuesto que su resistencia y flexibilidad eran dos veces más grandes, de modo que habría estado en la escena a una hora más temprana. Pero no sucedió así. Se hizo el brindis, y luego el posadero se alejó otra vez apresuradamente para preparar la tortilla con trozos de jamón tierno, que poco después puso, muy caliente, ante su honorable huésped.

A juzgar por los movimientos de los brazos y hombros del padre Lorenzo, que producían su efecto en mi cárcel-medallón, tuve la certidumbre de que estaba atacando el plato con la misma ejemplar vitalidad que su gruesa y fornida picha había puesto de manifiesto al meterse en el ardiente coño de Georgette.

En todo caso, debe haber hecho justicia al abundante desayuno que le sirvió su obsequioso anfitrión, pues el posadero hizo la observación de que sentía mucho gusto viendo a su parroquiano comer y beber con tanta fruición.

El padre Lorenzo contestó:

—Siempre he creído en la filosofía, monsieur posadero, de que hay que mostrar nuestro agradecimiento por las bendiciones, por transitorias que sean, que el buen Dios envía a sus hijos, pobres pecadores. Lo importante es, por supuesto, tener la sabiduría y la integridad suficientes para distinguir entre los dones que son del Señor y los que vienen de César o de Mamón. Me temo que muchos de nosotros nos descarriamos porque no podemos determinar cuál es la línea de demarcación entre la virtud y el vicio.

De nuevo, a pesar de mi deplorable situación, me parecieron divertidos los sentenciosos comentarios con los que justificaba descaradamente lo que le gustaba hacer. El hecho es que había empezado yo a pensar que en realidad creía en sus propias palabras, y por ello se entregaba al espíritu y a la acción con una vehemencia que ya había advertido el posadero francés.

Preví que necesitaría dar un paseo después de tan opíparo desayuno, y eso es exactamente lo que sucedió. Tenía que caminar por las adoquinadas calles de Calais para continuar su concienzuda despedida de la bella Francia. Hizo un gran número de paradas en el camino, sin duda para asomarse a los escaparates, y cada vez me vi sacudido de la manera más grosera en el medallón de metal. Reflexioné que quizá fuera mi castigo temporal este encarcelamiento en un nido de sedosos vellos, para recordarme que había pasado muchos de mis días y noches en la relación más íntima con esa clase de vegetación, tanto del género masculino como femenino. Quizá el Dios de las Pulgas me estaba sermoneando por mi curiosa inclinación.

Y debo confesar que ya para entonces me encontraba tan saturada con la perfumada destilación de la amorosa pelusa de Laurette que añoraba estar en cualquier otra parte, aunque sólo fuera para cambiar no sólo de ambiente, sino también de aroma.

El buen padre Lorenzo se detuvo al fin un largo rato, por Id que rae pregunté qué nuevo espectáculo estaría contemplando. De pronto, oí que un hombre se dirigía a él en francés:

—¿No querría m’sieu divertirse un poco, aunque sea tan temprano? El cielo está tan oscuro y el viento es tan tumultuoso que, a fe mía, muy bien podría ser de noche, la hora apropiada para el entretenimiento que puedo ofreceros, m’sieu.

—¿Os referís a la seducción carnal, mi buen hombre? —preguntó al momento el clérigo inglés.

Je parle de l’amour —fue la respuesta.

—¿Habláis del amor? ¿Es una dádiva gratuita o se le ha puesto precio? —prosiguió mi carcelero.

—Pero es que nada en la vida que valga realmente la pena es gratuito, m’sieu l’anglais.

—Me apena oíros hablar de manera tan inculta, mi desconocido amigo —replicó el padre Lorenzo en impecable francés—, porque podría yo quedarme aquí hasta el día del Juicio y hablar de las innumerables alegrías que son parte de nuestra vida cotidiana y que no nos cuestan ni un céntimo. Os daré como ejemplo el sencillo placer de escupir, o de carraspear, o de sonarse la nariz. No hay ningún impuesto sobre ninguna de estas manifestaciones, y, sin embargo, cada una de ellas constituye un exquisito placer en el momento. Pero, para volver a lo que hablábamos, ¿qué os proponíais cuando os dirigisteis a mí, reconociendo que soy inglés y forastero en vuestra histórica ciudad?

—Pues da la casualidad, m’sieu, de que, por caridad cristiana, he permitido que dos bonitas y jóvenes hermanas del campo ocupen mi alcoba. Vinieron a Calais a buscar a su hermano, el cual era marinero de una de las naves que salen de nuestros muelles, a veces para llevar cargamento, otras para hacer la guerra a nuestros enemigos. Desgraciadamente, se enteraron de que su hermano había sido capturado cuando su barco fue abordado por piratas argelinos frente a las costas de Gibraltar. Lloraron y me imploraron que les ayudara a ganar el importe del viaje que las llevará ante el bey de Argel a fin de interceder por la libertad de su hermano. Lo necesitan tanto para labrar la tierra en la granja de su madre, en Beaulieu, que estarían dispuestas a sacrificarse por él.

—Vamos, ésa es una verdadera maravilla de martirio cristiano —repuso el padre Lorenzo—. Y como estoy pasando las últimas horas de mis vacaciones antes de empezar mi nuevo cometido en Londres, gustosamente contribuiré a una empresa tan digna de encomio. Sólo hay una pregunta que debo haceros: ¿tiene alguna de ellas el mal francés o italiano?

Oí que el francés dejaba escapar una exclamación de horror, la cual, fingida o no, tuvo un tono muy convincente:

—¡Mordieu! No me atrevería a ofrecer a m’sieu una mercancía corrompida, pues ello iría contra la hospitalidad que debe brindarse a los forasteros.

—A juzgar por lo que he observado en mis pocos viajes —observó el padre Lorenzo con voz un tanto seca—, ésa es, por lo común, la última ley que se respeta. Aunque uso la sotana de mi sagrada orden, soy un hombre con las suficientes dotes para descubrir por si mismo si una joven está afligida por un padecimiento tan atroz. ¡Llevadme, pues, al lado de esas dos encantadoras hermanas, on bon garcon!

Una vez más se repitió el rudo traqueteo, el cual me reveló que el buen padre emprendía la marcha en compañía del hombre que le había hablado en la calle. No fue una caminata larga, pero ya para entonces me sentía completamente harta de mi prisión, como bien podrás imaginar, querido lector. Decidí que, a pesar de mi excesiva familiaridad con el vellón de Laurette, era el menor de los males, ya que me protegía un poco, y soy flaca, según las normas de las pulgas, por lo que propendo a sufrir daño cuando se me zarandea violentamente.

—Si m’sieu me hace el honor de subir este tramo de la escalera, lo llevaré ante las demoiselles —ronroneó el francés.

—Me alegro de que no hayáis dicho pucelles[25] —fue la sardónica respuesta del buen padre—, pues eso indicaría que estabais esforzándoos por endilgármelas como si fueran vírgenes, cuando, sencillamente, lo que deseáis es conseguir que se prostituyan por dinero.

—¡Ah, pero esas palabras son una ofensa! ¿Me toma m’sieu por un macquereau[26]?

—No os tomo por nada, mi buen muchacho, sino que, simplemente, deseo cerciorarme de que no me tomaréis por un tonto —fue la contestación del padre Lorenzo.

Entonces sentí que el sacerdote subía la escalera, y el bolsillo de la sotana se movió enérgicamente cuando ascendía con la misma resolución con que jodía o comía. No había nada de indeciso en mi carcelero, y en mi corazón, un tanto cínico, había nacido ya una renuente admiración por él.

—Es en esta puerta, m’sieu —dijo desdeñosamente el hombre, sin duda irritado por la insinuación del padre de que no era más que un alcahuete.

Oí que giraba el picaporte de una puerta, y seguí de grado o por fuerza al padre Lorenzo, el cual se detuvo y se quedó inmóvil.

—Son en verdad adorables. Dejadnos ya para que pueda oír su confesión y determinar qué merced puede servirles mejor en sus tristes circunstancias —dijo al hombre.

—Pero, m’sieu, todavía no hemos hablado del precio.

—Ni hablaremos de él, os lo juro, hasta que haya tenido yo la oportunidad de escuchar su historia y decidir por mí mismo si es lo que les habéis sugerido y tramado o si les sale del mismo corazón.

Y agregó:

—No tenéis más que mirarme para saber que no os defraudaré, si es que en verdad os debo algo por haberme traído unas dos almas meritorias.

Se hizo una pausa, y luego la puerta se cerró de golpe. El padre Lorenzo había demostrado una vez más que era el amo en una situación complicada. Y luego habló con voz afable y tranquilizadora, con un tono que parecía reservado para el oído femenino más bien que para el del hombre:

—Hablo vuestro idioma, mademoiselles. No debéis temerme. Esta noche salgo para Londres, donde se me asignará a un santo seminario. Me han dicho que teníais una gran necesidad de que se os ayudara.

—Y es verdad, m’sieu —replicó una voz encantadora, una voz ronca que muchos hombres, según he observado, consideran excitante para la picha porque sugiere las intimidades más lascivas entre las sábanas.

—¿Es cierto que vuestro hermano ha sido secuestrado por el bey de Argel? —preguntó el padre Lorenzo.

Oui, oui, c’est bien vrai! —contestó la voz ronca con efusiva emoción que no podía ocultar—. Debéis entender que venimos de nuestra aldea, donde nacimos, las dos y Jean, nuestro hermano. Encontramos en el muelle a un marinero que se salvó del naufragio cuando los malvados piratas argelinos lanzaron su ataque. Nos contó que una docena de atezados moros se apoderaron del pobre Jean y se lo llevaron a su barco pirata, el cual se hizo enseguida a la vela. Este marinero nos dijo que en la nave de los piratas ondeaba la bandera del poderoso bey, que es el azote de los navegantes franceses e ingleses. Por eso, Louisette y yo, que me llamo Denise, juramos que iríamos a Argel y de rodillas imploraríamos de ese soberano que se apiadara de nuestra juventud y pureza y nos aceptara en lugar de Jean como sus esclavas.

—Desde que os vi por primera vez, encantadoras demoiselles —la interrumpió galantemente el padre Lorenzo—, tengo la opinión de que el bey quedará excesivamente pagado con el cambio. Vosotras seréis dos, y vuestro hermano uno, lo que, por sí mismo, no sería una operación desventajosa. Pero como cada una de vosotras es pasmosamente deliciosa, no sería tanto lo que os sacrificaríais cuanto que pagaríais al bey un precio inaudito para rescatar a vuestro hermano.

—Somos mujeres honradas, m’sieu, aunque sólo tengamos quince años. Denise y yo somos mellizas, pero soy mayor que ella una hora —dijo Louisette.

—No sois mellizas, puesto que hay tanta diferencia entre las dos —declaró el padre Lorenzo. ¡Y qué encantador contraste contemplan mis fatigados ojos! Tú, Denise, con el cabello del color del trigo que te llega a la cintura y cuyo marco de rizos forma un arco gótico sobre tu frente pura y virginal, con la piel sonrosada, tan apetitosamente fresca. Y tu hermana Louisette, cuyo cabello es del color del cobre y le llega aún más abajo, casi hasta las caderas graciosamente redondeadas, pero de talle más esbelto y piernas más largas, aunque no tenga yo muy buena vista. Y su piel tiene el tinte de la crema cuajada. Pero ¿qué es ese hombre de vosotras, hijas mías? Podéis confiar en mí como confiaríais en vuestro padre espiritual.

—¿Sois un sacerdote inglés? Oh, qué alegría encontrar un hombre bueno en una ciudad malévola, como Calais —exclamó Denise, la de la voz ronca—. El hombre, quien nos dijo que se llamaba Eduardo Daradier, nos vio hablando con el viejo marinero que había visto al pobre Jean. Nos ofreció alojamiento y comida y bebida hasta que podamos encontrar un capitán caritativo que nos lleve a Gibraltar, donde podremos comunicarnos con uno de los agentes del bey e implorarle que nos conceda una audiencia con su despótico señor.

—¿No os ha dado todavía ningún empleo, hijas mías?

—Nos dijo —intervino Louisette, que hasta entonces había guardado silencio— que ya le habíamos costado diez francos por nuestro sustento en los últimos tres días, y que esta noche nos pediría que nos ganáramos el sustento y lo recompensáramos por lo que ha gastado. Quiere traer hombres que nos acaricien y nos manoseen.

—¡Oh, bribón desalmado! —tronó el padre Lorenzo, con voz que parecía la de un ángel vengador—. Qué bueno que lo despedí, pues si estuviese ahora en mi presencia, lo golpearía como David golpeó a Goliat y lo haría caer de su falso pedestal de caridad y misericordia, del que alardeó ante mí hace apenas unos momentos. Oh, hijas mías, es la Providencia la que me trajo ante vosotras. ¿No queréis acompañarme, a mí y a mi pupila Marisia, a Inglaterra, dónde podréis refugiaros en el santo seminario en el que trabajaré salvando almas? Vamos, estoy seguro de que el padre superior, cuando se entere de vuestros infortunios, encontrará la manera de devolveros a Jean.

—¡Oh, eso sería maravilloso, y os lo agradeceríamos mucho, padre! —gritó Denise, la de la voz ronca.

—Entonces, venid, hijas mías. Iremos a la posada en que me alojo y hablaremos de vuestra nueva vida. No tengáis miedo de ese hombre que quería ganar dinero a costa de vuestra adorable carne. Se condenará eternamente. Ahora, venid.

Sin vacilación, las jóvenes hermanas siguieron escaleras abajo al padre Lorenzo. Afuera de la puerta, lo detuvo momentáneamente el alcahuete francés —pues no me equivoco al afirmar que lo era—, mas el padre Lorenzo pronunció tan vitriólico sermón sobre la venialidad del pecador (agregando que llamaría a los gendarmes), que el hombre echó a correr en lugar de hacer frente al intrépido clérigo inglés.

—Tomad mi brazo, hijas mías —dijo el padre Lorenzo benévolamente— y recorreremos las calles de Calais con los rostros sonrientes, y sintiendo alegría y humildad en mi corazón por haber llevado otras dos almas al redil de la virtud.